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TOLTECA UNIVERSAL - don juan 8


VIII

 

Mi último encuentro con Mescalito fue una serie de cuatro sesiones celebradas en cuatro días consecutivos. Don Juan llamaba "mitote" a esta larga sesión. Era una ceremonia de peyote para "peyoteros" y aprendices. Había dos hom­bres mayores, como de la edad de don Juan, uno de los cuales era el guía, y cinco hombres más jóvenes, contándo­me a mí.

La ceremonia tuvo lugar en el estado de Chihuahua, cerca de la frontera con Tejas. Consistía en cantar y en ingerir peyote durante la noche. En el día las mujeres de servicio, que permanecían fuera de los confines del sitio de la ceremonia, proveían de agua a todos los hom­bres, y sólo un simulacro de comida ritual se consumía diariamente.

 

Sábado, 12 de septiembre, 1964

Durante la primera noche de la ceremonia, el jueves 3 de septiembre, tomé ocho botones de peyote. No tuvieron efecto sobre mí, o si lo hubo fue muy ligero. Mantuve cerra­dos los ojos la mayor parte de la noche. Me sentía mucho mejor así. No me dormí, ni estaba cansado. Al final de la sesión, el canto se hizo extraordinario. Por un breve momen­to me sentí exaltado y quise llorar, pero al concluir la can­ción se desvaneció el sentimiento.

Todos nos levantamos y salimos. Las mujeres nos dieron agua. Unos la bebieron, otros hicieron gárgaras. Los hom­bres no hablaban en absoluto, pero las mujeres charlaban y soltaban risitas de la mañana a la noche. La comida ritual se sirvió al mediodía. Era maíz cocido.

Al ponerse el sol el viernes 4 de septiembre, empezó la segunda sesión. El guía cantó su canción de peyote y el ciclo de canciones e ingestión de botones de peyote se inició nue­vamente. Terminó en la mañana con todos los hombres cantando al unísono, cada quién su propia canción.

Al salir, no vi tantas mujeres como el día anterior. Al­guien me dio agua, pero yo ya no me ocupaba de mi alre­dedor. Otra vez había ingerido ocho botones, pero el efecto fue distinto.

Debió de ser hacia el final de la sesión cuando el canto se aceleró grandemente, con todos cantando a la vez. Per­cibí que algo o alguien fuera de la casa quería entrar. No podía yo saber si el canto era para impedirle entrar o para atraerlo al interior.

Yo era el único que no tenía canción. Los demás parecían mirarme inquisitivamente, sobre todo los jóvenes. Terminé por sentirme incómodo y cerrar los ojos.

Entonces advertí que con los ojos cerrados me era posi­ble percibir mucho mejor lo que pasaba. Esta idea concen­tró por entero mi atención. Cerraba los ojos y veía a los hombres frente a mi. Abría los ojos y la imagen no se alteraba. Las cosas en torno eran exactamente las mismas para mí, estuvieran mis ojos cerrados o abiertos.

De pronto todo se desvaneció, o se desmoronó, y en su lugar surgió la figura casi humana de Mescalito que yo había visto dos años antes. Se hallaba sentado a alguna distancia, de perfil hacia mí. Lo observé fijamente, pero él no me miró; ni una sola vez volvió la cara.

Creía estar haciendo algo mal, algo que lo mantenía a distancia. Me levanté y caminé hacia él para preguntarle al respecto. Pero el acto de moverme dispersó la imagen. Empezó a palidecer, y las figuras de los hombres con quie­nes yo estaba se superpusieron a ella, volvía oír el canto fuerte, frenético.

Salí a los matorrales cercanos y anduve un rato. Todo resaltaba con mucha claridad. Noté que veía en la oscuri­dad, pero esta vez importaba muy poco. El punto impor­tante era: ¿por qué me rehuía Mescalito?

Regresé a unirme al grupo, y a punto de entrar en la casa oí un pesado retumbar y sentí un temblor. La tierra se sacudía. Era el mismo ruido que dos años atrás yo había oído en el valle del peyote.

Corrí de nuevo al matorral. Sabia que Mescalito estaba allí, y que iba a encontrarlo. Pero no estaba. Esperé hasta la mañana, y me uní a los otros poco antes de terminar la sesión.

El procedimiento habitual se repitió el tercer día. Yo no me hallaba cansado, pero dormí durante la tarde.

La noche del sábado 5 de septiembre, el viejo entonó su canción de peyote para iniciar el ciclo una vez más. Durante esta sesión masqué un solo botón y no escuché ninguna de las canciones ni presté atención a nada de lo que ocurría. Desde el primer momento, todo mi ser se concentró exclu­sivamente en un punto. Sabía que faltaba algo terriblemente importante para mi bienestar.

Mientras los hombres cantaban pedí a Mescalito, en alta voz, enseñarme una canción. Mi súplica se confundió con el estentóreo canto de los hombres. De inmediato percibí una canción en mis oídos. Me volví y, sentado de espaldas al grupo, escuché. Oí las palabras y la tonada una y otra vez, y las repetí hasta aprenderme toda la canción. Era una canción larga, en español. Entonces la canté al grupo varias veces. Y poco después llegó a mis oídos una nueva canción. Al amanecer, había yo cantado ambas canciones incontables veces. Me sentía renovado, fortificado.

Después de que nos dieron agua, don Juan me entregó una bolsa y todos salimos a los cerros. Fue un recorrido largo y esforzado hasta una meseta baja. Allí vi varias plantas de peyote. Pero por alguna razón no quería mirar­las. Cuando hubimos cruzado la meseta, el grupo se dis­gregó. Don Juan y yo caminamos de retorno, juntando botones de peyote igual como habíamos hecho la primera vez que lo ayudé.

Regresamos al atardecer del domingo 6 de septiembre. En la noche, el guía abrió de nuevo el ciclo. Nadie había dicho una palabra, pero yo sabía perfectamente que se trataba de la única reunión. Esta vez el viejo cantó una canción nueva. Un saco con botones frescos de peyote se pasó de mano en mano. Era la primera vez que yo proba­ba un botón fresco. Era pulposo, pero difícil de masticar. Semejaba una fruta dura, verde, y era más acre y más amar­go que los botones secos. En lo personal, el peyote fresco me pareció infinitamente más vivo.

Masqué catorce botones. Los conté con cuidado. No ter­miné el último, pues oí el conocido retumbar que marcaba la presencia de Mescalito. Todo el mundo cantaba con fre­nesí, y supe que don Juan y todos los demás habían oído realmente el ruido. No quise pensar que su reacción fuera respuesta a una señal dada por alguno de ellos sólo para engañarme.

En ese momento sentí que me envolvía tina gran oleada de sabiduría. Una conjetura con la que llevaba tres años Ju­gando se convirtió en certeza. Había necesitado tres años advertir, o más bien descubrir, que cualquier cosa que esté contenida en el cacto Lophophora williamsii no tenía ningu­na necesidad de mí para existir como entidad; existía por sí misma allá afuera, libre. Lo supe entonces.

Canté febrilmente hasta no poder ya dar voz a las pala­bras. Sentía como si las canciones estuvieran dentro de mi cuerpo, sacudiéndome en forma incontrolable. Me era pre­ciso salir y hallar a Mescalito; de lo contrario, estallaría. Caminé hacia el campo de peyote. Seguía cantando mis can­ciones. Sabía que eran individualmente mías: la prueba incuestionable de mi peculiaridad. Percibía cada uno de mis pasos. Resonaban sobre la tierra; su eco producía la indescriptible euforia de ser un hombre.

Cada una de las plantas de peyote en el campo brillaba con una luz azulenca, cintilante. Una planta tenía una luz muy viva. Me senté frente a ella y le canté mis canciones. Mientras las cantaba, Mescalito salió de la planta: la mis­ma figura semihumana que yo había visto antes. Me miraba. Con gran audacia, para una persona de mi temperamento, le canté. Hubo un sonido de flautas o de viento, una vi­bración musical conocida. Mescalito parecía haber dicho, como dos años antes:

‑¿Qué quieres?

Hablé en voz muy alta. Sabia, dije, que algo estaba fuera de lugar en mi vida y en mis acciones, pero no podía des­cubrir qué era. Le rogué decirme qué andaba mal en mí, y también decirme su nombre para poder llamarlo cuando lo necesitara. Me miró, alargó la boca como una trompeta hasta alcanzar mi oído, y entonces me dijo su nombre.

De pronto vi a mi padre, en pie a mitad del campo de peyote; pero el campo había desaparecido y la escena era mi vieja casa, la casa de mi niñez. Mi padre y yo estábamos en pie junto a una higuera Abracé a mi padre y, aprisa, empecé a decirle cosas que nunca antes había podido decir. Cada una de mis ideas era concisa, e iba al grano. Era, en realidad, como si no hubiese tiempo y yo tuviera que decir todo de golpe. Dije cosas estremecedoras sobre mis senti­mientos hacia él, cosas que jamás habría podido pronunciar en circunstancias ordinarias.

Mi padre no habló. Solamente me escuchó, y luego fue jalado, o chupado, a otra parte. Me hallaba solo de nuevo. Lloré de remordimiento y de tristeza.

Crucé el campo de peyote clamando el nombre que Mes­calito me había enseñado. Algo surgió de una luz extraña, como estrella, en una planta de peyote. Era un objeto largo y brillante: una barra de luz del tamaño de un hombre. Por un momento iluminó todo el campo con un intenso res­plandor amarillento o ámbar; luego encendió el cielo crean­do una vista portentosa, maravillosa. Pensé que de seguir mirando me quedaría ciego; me cubrí los ojos y oculté la cabeza entre los brazos.

Tuve la clara noción de que Mescalito me indicaba comer un botón más de peyote. Pensé: "No puedo porque no tengo cuchillo para cortarlo."

‑Come uno de la tierra ‑me dijo en la misma extraña forma.

Me acosté boca abajo y masqué la parte superior de una planta. Me encendió. Llenó de tibieza e inmediatez cada rincón de mi cuerpo. Todo estaba vivo. Todo tenía detalle exquisito e intrincado, y sin embargo todo era simple. Yo estaba en todas partes; podía ver al mismo tiempo hacia arriba y hacia abajo y alrededor.

Este sentimiento particular duró lo bastante para que yo lo Advirtiera. Luego se tornó en un terror opresivo: terror que no me invadió súbitamente, sino, de alguna manera, efusivamente. Al principio, mi maravilloso mundo de silencio fue sacudido por ruidos agudos, pero no me preocupé. Luego los ruidos se hicieron más fuertes, ininterrumpidos, como si estuviesen cerrándose sobre mí. Y gradualmente perdí el sentimiento de flotar en un mundo indiferenciado, indiferente y hermoso. Los ruidos se volvieron pasos gigan­tescos. Algo enorme respiraba y se movía en mi derredor. Creí que estaba cazándome.

Corrí a esconderme detrás de un peñasco, y desde allí traté de precisar qué me seguía. En determinado momento repté fuera de mi escondite para mirar y mi. perseguidor, fuera el que fuera, me localizó. Era como un sargazo. Se arrojó encima de mí. Pensé que su peso me quebrantaría, pero en vez de ello me encontré dentro de un tubo o una cavidad.

Vi claramente que el sargazo no había cubierto toda la superficie en torno mío. Quedaba un poco de terreno libre debajo del peñasco. Empecé a reptar por allí. Vi enormes gotas liquidas caer del sargazo. "Supe" que estaba secretando ácido digestivo para disolverme. Una gota cayó sobre mi brazo; traté de limpiar el ácido con tierra y le apliqué saliva mientras continuaba escarbando. En cierto momento era yo casi vaporoso. Me empujaban hacia arriba, en dirección de una luz. Pensé que el sargazo me había disuelto. Advertí vagamente una luz ‑que se abrillantaba; empujaba desde abajo de la tierra hasta que por fin brotó en algo que reconocí como el sol saliendo detrás de las montañas.

Lentamente empecé a recobrar mis procesos sensoriales habituales. Yacía bocabajo con la barbilla sobre el brazo doblado. La planta de peyote frente a mí empezó a ilumi­narse de nuevo, y antes de que yo pudiese mover los ojos la luz larga surgió otra vez. Se cirnió sobre mí. Me senté. La luz tocó todo mi cuerpo con fuerza serena, y luego rodó hasta perderse de vista.

Corriendo durante todo el camino, llegué al sitio donde se hallaban los demás. Todos regresamos al pueblo. Don Juan y yo nos quedamos otro día con don Roberto, el guía peyotero. Yo dormí el tiempo que estuvimos allí. Cuando íbamos a marcharnos, los jóvenes que tomaron parte en el mitote se me acercaron. Me abrazaron uno por uno y rieron tímidamente. Cada uno se presentó. Pasé horas hablando con ellos acerca de todo, menos de las sesiones de peyote.

Don Juan dijo que era hora de irse. Los jóvenes volvie­ron a abrazarme.

‑Vuelve ‑dijo uno de ellos.

‑Ya te estamos esperando ‑añadió otro.

Manejé despacio, tratando de ver a los hombres mayores, pero ninguno estaba allí.

 

Jueves, 10 de septiembre, 1964

Hablar a don Juan de una experiencia me forzaba siempre a evocarla paso por paso, como mejor podía. Esta parecía ser la única manera de recordar todo.

Hoy le conté los detalles de mi último encuentro con Mes­calito. Escuchó atentamente mi historia hasta el punto en que Mescalito me dijo su nombre. Don Juan interrumpió allí.

‑Ya vas por cuenta propia ‑dijo‑. El protector te ha aceptado. De aquí en adelante, yo te seré de muy poca ayuda. Ya no tienes que decirme nada sobre tu relación con él. Ya sabes su nombre, y ni su nombre, ni sus tratos contigo, deben mencionarse nunca a ningún ser viviente.

Insistí en que deseaba narrarle todos los detalles de la experiencia, porque para mí no tenía sentido. Le dije que necesitaba su ayuda para interpretar lo que había visto. Dijo que eso podía hacerlo yo solo, que me convenía más empe­zar a pensar por mi cuenta. Argüí que me interesaba oír sus opiniones porque llegar a formular las mías requeriría de­masiado tiempo, y no sabía cómo proceder.

Dije:

‑Por ejemplo, las canciones. ¿Qué significan?

‑Eso nada más tú puedes decidirlo ‑dijo él‑, ¿Cómo voy yo a saber lo que significan? Sólo el protector puede decirte eso, igual que sólo él puede enseñarte sus canciones. Si yo te dijera lo que significan, sería lo mismo como si aprendieras las canciones de otra gente,

‑¿Qué quiere usted decir con eso, don Juan?

‑Oyendo cantar las canciones del protector, luego se conoce quiénes son los farsantes. Nada más las cancio­nes con alma son suyas y él las enseñó. Las otras son copias de canciones de otros hombres. La gente es a veces así de engañosa. Canta canciones ajenas sin siquiera saber qué dicen.

Dije que yo había querido preguntar qué propósito tenían las canciones. Repuso que las canciones que yo había apren­dido eran para llamar al protector, y que yo debía usarlas siempre, junto con su nombre, para llamarlo. Más tarde, probablemente Mescalito me enseñaría otras canciones con otros propósitos, dijo don Juan.

Le pregunté entonces si pensaba que el protector me había aceptado plenamente. Rió como si mi pregunta fuera tonta. El protector me había aceptado, dijo, y se había asegurado de que yo supiera que me había aceptado mostrán­doseme dos veces como una luz, Don Juan parecía muy im­presionado por el hecho de que yo había visto dos veces la luz. Recalcó ese aspecto de mi encuentro con Mescalito.

Le dije que no podía comprender cómo era posible ser aceptado y, a la vez, aterrorizado por el protector.

Pasó un rato muy largo sin responder. Parecía descon­certado. Por fin dijo:

‑¡Es tan claro! Lo que él quería es tan claro que no veo cómo puedes entender mal.

‑Todo es aún incomprensible para mí, don Juan.

‑Requiere tiempo ver y entender de veras lo que Mesca­lito quiere decir; hay que pensar en sus lecciones hasta que se aclaren.

 

Viernes, 11 de septiembre, 1964

Insistí nuevamente en que don Juan interpretara mis expe­riencias visionarias, Dio largas un rato. Luego habló como si ya hubiéramos estado conversando sobre Mescalito.

‑¿Ves cómo es idiota preguntar si es como una persona con quien se puede hablar? ‑dijo don Juan‑. No es como nada que hayas visto nunca. Es como un hombre, pero al mismo tiempo no tiene nada que ver con uno. Es difícil explicarle eso a la gente que no sabe rada de él y

quiere saberlo todo de golpe. Y además, sus lecciones son tan misteriosas como él mismo. Ninguno, que yo sepa, puede predecir sus actos. Le haces una pregunta y él te enseña el camino, pero no te habla de él de la misma manera en que tú y yo hablamos. ¿Entiendes ahora lo que hace?

‑No creo tener problemas para entender eso. Lo que no puedo figurarme es qué me quiso decir.

‑Le preguntaste qué anda mal en ti, y él te dio el pano­rama completo: ¡No puede haber error! No puedes salir con que no entiendes. No fue plática‑y sin embargo lo fue. Luego le hiciste otra pregunta, y te contestó exactamente del mismo modo. En cuanto a lo que quiso decir, no estoy seguro de entenderlo, porque tú decidiste no decirme cuál fue tu pregunta.

Repetí con mucho cuidado las preguntas que recordaba haber hecho, en el mismo orden: "¿Estoy haciendo lo co­rrecto? ¿Estoy en el buen camino? ¿Qué debería hacer con mi vida?" Don Juan dijo que las preguntas que yo había hecho eran sólo palabras; resultaba preferible no pronunciarlas, sino hacerlas desde adentro. Dijo que el protec­tor quiso darme una lección, y para probar que quería darme una lección y no asustarme ni ahuyentarme, dos veces se mostró como una luz.

Aún no podía yo comprender, dije, por qué Mescalito me aterrorizó si me había aceptado. Recordé a don Juan que, de acuerdo a sus postulados, ser aceptado por Mescalito implicaba que la forma del protector era constante y no pasaba de la beatitud a la pesadilla. Don Juan volvió a reírse de mí y dijo que, si pensaba en la pregunta que había tenido en mi corazón al hablar con Mescalito, yo mismo entendería la lección.

Pensar en la pregunta que había tenido en mi "corazón" era un problema difícil. Dije a don Juan haber tenido mu­chas cosas en mente. Cuando pregunté si estaba en el buen camino, quise decir: ¿Tengo un pie en un mundo y otro en otro? ¿Qué mundo es el bueno? ¿Qué curso debe seguir mi vida?

Don Juan escuchó mis explicaciones y concluyó que yo no tenía una visión clara del mundo, y que el protector me había dado una lección hermosamente clara.

‑Piensas que hay dos mundos para ti ‑dijo‑: dos caminos. Pero nada más hay uno. El protector te enseñó esto con claridad increíble. El único mundo a tu disposición es el mundo de los hombres, y de ese mundo no te puedes salir. ¡Eres un hombre! El protector te enseñó el mundo de la felicidad, donde no hay diferencias porque no hay nadie que pregunte por las diferencias. Pero ése no es el mundo de los hombres. El protector te sacó de él y te ense­ñó cómo piensa y lucha un hombre. ¡Ese es el mundo del hombre! Y ser hombre es estar condenado a ese mundo. Eres vanidoso, crees que vives en dos mundos, pero eso es pura vanidad. Hay un solo mundo para nosotros. Somos hombres, y debemos estar conformes con el mundo de los hombres.

"Creo que ésa fue la lección."


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