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TOLTECA UNIVERSAL - LAS ENSENANZAS DE DON JUAN


 

INTRODUCCIÓN

 

DURANTE el verano de 1960, siendo estudiante de antro­pología en la Universidad de California, los Ángeles, hice varios viajes al suroeste para recabar información sobre las plantas medicinales usadas por los indios de la zona. Los hechos que aquí describo empezaron durante uno de mis viajes. Esperaba yo un autobús Greyhound en un pueblo fronterizo, platicando con un amigo que había sido mi guía y ayudante en la investigación. De pronto se inclinó hacia mí y dijo que el hombre sentado junto a la ventana, un indio viejo de cabello blanco, sabía mucho de plantas, del peyote sobre todo. Pedía mi amigo presentarme a ese hombre.

Mi amigo lo saludó, luego se acercó a darle la mano. Después de que ambos hablaron un rato, mi amigo me hizo seña de unírmeles, pero inmediatamente me dejó solo con el viejo, sin molestarse siquiera en presentarnos. El no se sintió incomodado en lo más mínimo. Le dije mi nombre y él respondió que se llamaba Juan y que estaba a mis órdenes. Me hablaba de "usted". Nos dimos la mano por iniciativa mía y luego permanecimos un tiempo callados. No era un silencio tenso, sino una quietud natural y rela­jada por ambas partes. Aunque las arrugas de su rostro moreno y de su cuello revelaban su edad, me fijé en que su cuerpo era ágil y musculoso.

Le dije que me interesaba obtener informes sobre plantas medicinales. Aunque de hecho mi ignorancia con respecto al peyote era casi total, me descubrí fingiendo saber mucho, e incluso insinuando que tal vez le conviniera platicar con­migo. Mientras yo parloteaba así, él asentía despacio y me miraba, pero sin decir nada. Esquivé sus ojos y terminamos por quedar los dos en silencio absoluto. Finalmente, tras lo que pareció un tiempo muy largo, don Juan se levantó y miró por la ventana. Su autobús había llegado. Dijo adiós y salió de la terminal.

Me molestaba haberle dicho tonterías, y que esos ojos notables hubieran visto mi juego. Al volver, mi amigo trató de consolarme por no haber logrado algo de don Juan. Explicó que el viejo era a menudo callado o evasivo; pero el efecto inquietante de ese primer encuentro no se disipó con facilidad.

Me propuse averiguar dónde vivía don Juan, y más tarde lo visité varias veces. En cada visita intenté llevarlo a ha­blar del peyote, pero sin éxito. No obstante, nos hicimos muy buenos amigos, y mi investigación científica fue rele­gada, o al menos reencaminada por cauces que se hallaban mundos aparte de mi intención original.

El amigo que me presentó a don Juan explicó más tarde que el viejo no era originario de Arizona, donde nos conocimos, sino un indio yaqui de Sonora.

Al principio vi a don Juan simplemente, como un hom­bre algo peculiar que sabía mucho sobre el peyote y que hablaba el español notablemente bien. Pero la gente con quien vivía lo consideraba dueño de algún "saber secre­to", lo creía "brujo". Como se sabe, la palabra denota esen­cialmente a una persona que, posee poderes extraordinarios, por lo general malignos.

Después de todo un año de conocernos, don Juan fue franco conmigo. Un día me explicó que poseía ciertos conocimientos recibidos de un maestro, un "benefactor como él lo llamaba, que lo había dirigido en una especie de aprendizaje. Don Juan, a su vez, me había escogido como aprendiz, pero me advirtió que yo debería comprome­terme a fondo, y que el proceso era largo y arduo.

Al describir a su maestro, don Juan usó la palabra "dia­blero". Más tarde supe que ése es un término usado sólo por los indios de Sonora. Denota a una persona malvada que practica la magia negra y puede transformarse en ani­mal: en pájaro, perro, coyote o cualquier otra criatura. En una de mis visitas a Sonora tuve una experiencia pecu­liar que ilustraba el sentir de los indios hacia los diableros. Iba yo conduciendo un auto de noche, en compañía de dos amigos indios, cuando vi a un animal, al parecer un perro, cruzar la carretera. Uno de mis compañeros dijo que no era un perro, sino un coyote enorme. Disminuí la velocidad, y me acerqué a la cuneta para verlo bien. Permaneció unos cuantos segundos más al alcance de los faros y luego corrió a adentrarse en el chaparral. Era sin duda un coyote, pero del doble del tamaño ordinario. Hablando excitadamente, mis amigos convinieron en que era un animal muy fuera de lo común, y uno de ellos indicó que podía tratarse de un diablero. Decidí relatar aquella experiencia para interrogar a los indios de aquella zona sobre sus creencias en cuanto a la existencia de los diableros. Hablé con muchas personas, contando la anécdota y haciendo preguntas. Las tres conver­saciones siguientes indican sus creencias al respecto.

 

‑¿Crees que era un coyote, Choy? ‑pregunté a un joven después de que oyó la historia.

‑Quién sabe. Un perro, de seguro. Demasiado grande para coyote.

‑¿Crees que pudo ser un diablero?

‑Esos son puros cuentos. Esas cosas no existen.

‑¿Por qué dices eso, Choy?

‑La gente se imagina cosas. Te apuesto a que si hubieran cogido al animal habrían visto que era un perro. Una vez tenía yo que hacer un trabajo en otro pueblo, y me levanté antes del amanecer y ensillé un caballo. De ida, me encontré en el camino con una sombra oscura que parecía un animal enorme. Mi caballo se encabritó y me tiró de la silla. Yo también casi me muero del susto, pero resultó que la sombra era una mujer que iba caminando al pueblo.

‑¿O sea, Choy, que no crees que existan los diableros?

‑¡Diableros! ¿Qué es un diablero? ¡Dime qué es un diablero!

‑No sé, Choy. Manuel iba conmigo esa noche y dijo que el coyote podría haber sido un diablero. ¿Tú no puedes decirme qué es un diablero?

‑Dizque un diablero es un brujo que cambia de forma y toma la que quiere. Pero todo el mundo sabe que eso es puro cuento. Los viejos de aquí están llenos de historias sobre diableros. No las vas a hallar entre nosotros los más jóvenes.

 

‑¿Qué clase de animal piensa usted que fue, doña Luz? ‑pregunté a una mujer de edad madura.

‑Eso sólo Dios lo sabe, pero creo que no era un co­yote. Hay cosas que parecen coyotes, pero no son. ¿Iba corriendo el coyote, o estaba comiendo?

‑Estuvo inmóvil casi todo el tiempo, pero creo que cuando lo vi al principio estaba comiendo algo.

‑¿Está usted seguro de que no llevaba nada en el hocico?

‑A lo mejor sí. Pero dígame, ¿tendría eso algo que ver?

‑Sí, si tendría. Si llevaba algo en el hocico, no era un coyote.

‑¿Qué era entonces?

‑Era un hombre o una mujer.

‑¿Cómo se llaman esas personas, doña Luz?

No respondió. La interrogué un rato más, pero sin éxito. Finalmente dijo no saber. Le pregunté si aquellas personas se llamaban diableros, y respondió que "diablero" era uno de los nombres que se les daban.

‑¿Conoce usted a algún diablero? ‑pregunté.

‑Conocí a una mujer ‑dijo‑. La mataron. Eso pasó cuando yo era niña. Dizque la mujer se convertía en perra. Y cierta noche una perra entró en la casa de un blanco a robar queso. El blanco la mató con una escopeta, y en el mismo instante en que la perra murió en la casa del blanco, la mujer murió en su choza. Sus parientes se juntaron y fueron al blanco a exigirle pago. El blanco les pagó buen dinero por haber matado a la mujer.

‑¿Cómo pudieron exigirle pago si sólo mató un perro?

‑Dijeron que el blanco sabía que no era perro, porque había otros hombres con él y todos vieron que el animal se paró en dos patas, como gente, para alcanzar el queso, que estaba en una bandeja colgada del techo. Los hombres estaban esperando al ladrón porque todas las noches le ro­baban queso al blanco. Así que el blanco mató al ladrón sabiendo que no era perro.

‑¿Hay muchos diableros en estos días, doña Luz?

‑Esas cosas son muy secretas. Dicen que ya no hay dia­bleros, pero yo lo dudo, porque alguien de la familia del diablero tiene que aprender lo que el diablero sabe. Los dia­bleros tienen sus propias leyes, y una de ellas es que un diablero debe enseñar sus secretos a algún pariente suyo.

 

‑¿Qué cree que era el animal, don Genaro? ‑pregunté a un hombre muy anciano.

‑Un perro de algún rancho de por ahí. ¿Qué otra cosa?

‑¡Podría haber sido un diablero!

‑¿Un diablero? ¡Está loco! No hay diableros.

‑¿Quiere usted decir que ya no hay, o que nunca hubo?

‑En un tiempo sí hubo. Es cosa sabida de todos, Pero la gente les tenía mucho miedo y los mató.

‑¿Quién los mató, don Genaro?

‑Toda la gente de la tribu. El último diablero que yo conocí fue S . . . Mató docenas, quizá hasta cientos de per­sonas con su brujería. No podíamos tolerar eso y la gente se juntó y una noche le cayeron por sorpresa y lo quema­ron vivo.

‑¿Cuándo fue eso, don Genaro?

‑En mil novecientos cuarenta y dos.

‑¿Lo vio usted?

‑No, pero la gente todavía lo comenta. Dicen que no quedaron cenizas, aunque la estaca era de madera verde. Todo lo que quedó al final fue un gran charco de grasa.

 

Aunque don Juan tildaba de diablero a su benefactor, nunca mencionó el sitio donde había adquirido su saber ni identificó a su maestro. De hecho, don Juan revelaba muy poco de su vida personal. Sólo decía que nació en el suroes­te en 1891; que había pasado casi toda su vida en Mé­xico; que en 1900 su familia fue exiliada por el gobierno a la parte central del país, junto con miles de otros indios sonorenses, y que él vivió en el centro y el sur de México hasta 1940, Así, como don Juan había viajado mucho, su conocimiento podía ser producto de múltiples influencias. Y aunque se consideraba indio de Sonora, yo no podía tener certeza para catalogar totalmente su saber en la cultura de los indios sonorenses. Pero no es mi intención determinar aquí su medio cultural preciso.

En junio de 1961 inicié mi aprendizaje con don Juan. Anteriormente lo había visto en diversas ocasiones, pero siempre en calidad de observador antropológico. Durante esas primeras conversaciones, yo tomaba notas en forma en­cubierta. Luego, confiando en mi memoria, reconstruía toda la conversación. Pero cuando empecé a participar como aprendiz, tal método de tomar notas se dificultó mucho, pues nuestras conversaciones se referían a muchos temas di­ferentes. Entonces don Juan me permitió ‑aunque tras de vigorosa protesta‑ anotar abiertamente cuanto se dijera. También me habría gustado tomar fotos y hacer grabacio­nes, pero no quiso permitírmelo.

Serví como aprendiz primero en Arizona y después en Sonora, porque don Juan se mudó a México durante el curso de mi preparación. El procedimiento que seguí fue verlo durante unos cuantos días cada determinado tiempo. Mis visitas se hicieron más frecuentes y más largas durante los meses de verano de 1961, 1962, 1963 y 1964. En retrospec­tiva, pienso que este método de conducir el aprendizaje impidió que la enseñanza fuera completa, porque retrasó la venida del compromiso pleno indispensable para con­vertirme en brujo. Sin embargo, el método fue benéfico desde mi punto de vista personal, porque me dio un poco de distancia, y eso fomentó a su vez un sentido de examen crítico que habría sido imposible de lograr si yo hubiera participado continuamente, sin interrupción. En septiembre de 1965 interrumpí voluntariamente el aprendizaje.

 

Varios meses después de mi retirada, medité por primera vez en la idea de ordenar sistemáticamente mis notas de campo. Como los datos que había reunido eran bastante voluminosos e incluían mucha información miscelánea, em­pecé por tratar de establecer un sistema de clasificación. Dividí los datos en grupos de conceptos y procedimientos interrelacionados y dispuse tales grupos en orden jerárquico de importancia subjetiva, es decir, de acuerdo con el efecto que cada uno había tenido sobre mí. En esa forma llegué a la siguiente clasificación: usos de plantas alucinógenas; pro­cedimientos y fórmulas empleados en la brujería; adquisición y manipulación de objetos de poder; usos de plantas medicinales; canciones y leyendas.

Reflexionando sobre los fenómenos experimentados, ad­vertí que mi intento de clasificación no había producido sino un inventario de categorías; cualquier intento de refi­nar mi plan no daría, por tanto, sino un inventario más complejo. Eso no era lo que yo deseaba. Durante los meses siguientes a mi abandono del aprendizaje, necesité compren­der lo que había experimentado, y lo que había experimen­tado era la enseñanza de un sistema coherente de creencias por medio de un método pragmático y experimental. Desde la primera sesión en que participé, se me había hecho ma­nifiesto que las enseñanzas de don Juan poseían cohesión interna. Una vez decidido definitivamente a comunicarme su saber, procedió a hacer sus explicaciones por pasos orde­nados. Descubrir ese orden y comprenderlo resultó para mí una tarea en extremo difícil.

Mi incapacidad de lograr una comprensión parece haber nacido del hecho de que, tras cuatro años como aprendiz, seguía siendo un principiante. Resultaba claro que el cono­cimiento de don Juan y su método de trasmitirlo eran los de su benefactor; así, mis dificultades para comprender sus enseñanzas debieron de ser análogas a las que él mismo experimentó. Don Juan aludía a nuestra similitud como principiantes en comentarios incidentales sobre la incapaci­dad de comprender a su maestro durante su propio apren­dizaje. Tales observaciones me llevaron a creer que para cualquier principiante, indio o no, el conocimiento de la brujería se hacía incomprensible por las características ex­tranjeras de los fenómenos que el aprendiz experimentaba. Personalmente, como occidental, dichas características me resultaron tan ajenas que me fue prácticamente imposible explicarlas según mi propia vida cotidiana, y me vi forzado a concluir que sería inútil cualquier intento de clasificar mis datos de campo en mis propios términos.

Así se hizo obvio que el saber de don Juan debía ser examinado como él mismo lo comprendía; sólo en esos términos podría manifestarse en forma convincente. Sin embargo, al tratar de reconciliar mis puntos de vista con los de don Juan advertí que, cuando trataba de explicarme su saber, usaba siempre conceptos que lo hicieran "inteligible". Como esos conceptos eran ajenos a mí, tratar de comprender los conocimientos de don Juan como él los comprendía me colocaba en otra posición insostenible. Por tanto, mi prime­ra tarea era determinar el orden de conceptualización em­pleado por don Juan. Trabajando en ese sentido, vi que él mismo había hecho hincapié particular en cierto terreno de sus enseñanzas: específicamente, los usos de plantas alu­cinógenas. Sobre la base de este descubrimiento, revisé mi propio esquema de categorías.

Don Juan usó, por separado y en distintas ocasiones, tres plantas alucinógenas: peyote (Lophophora williamsii), toloache (Datura inoxia syn. D. meteloicles) y un hongo (posiblemente Psilocybe mexicana). Desde antes de su con­tacto con europeos, los indios americanos conocían las pro­piedades alucinógenas de estas tres plantas. A causa de sus propiedades, han sido muy usadas por placer, para curar, en la brujería, y para alcanzar un estado de éxtasis. En el contexto específico de sus enseñanzas, don Juan relacionaba el uso de la Datura inoxia y la Psilocybe mexicana con la adquisición de poder, un poder que él llamaba un "aliado". Relacionaba el uso de la Lophophora williamsii con la adqui­sición de sabiduría, o conocimiento de la buena manera de vivir.

La importancia de las plantas consistía, para don Juan, en su capacidad de producir etapas de percepción pecu­liar en un ser humano. Así, me guió al experimentar una serie de tales etapas con el propósito de exponer y validar su conocimiento. Las he llamado "estados de realidad no ordinaria", en el sentido de realidad inusitada contrapues­ta a la realidad ordinaria de la vida cotidiana. La distinción se basa en el significado inherente a los estados de reali­dad no ordinaria. En el contexto del saber de don Juan se consideraban reales, aunque su realidad se diferenciaba de la realidad ordinaria.

Don Juan consideraba los estados de realidad no ordina­ria como única forma de aprendizaje pragmático y único medio de adquirir el poder. Daba la impresión de que otras partes de sus enseñanzas eran incidentales a la adquisición de poder. Este punto de vista permeaba la actitud de don Juan hacia todo lo que no estaba conectado directamente con los estados de realidad no ordinaria. A través de mis notas de campo hay referencias dispersas al sentir de don Juan. Por ejemplo, en una conversación insinuó que algu­nos objetos poseen en sí mismos cierta cantidad de poder. Aunque él en lo particular no tenía ninguna respeto por los objetos de poder, decía que los brujos menores a me­nudo se valían de ellos. Le pregunté frecuentemente sobre esos objetos, pero pareció no tener interés en discutirlos. Sin embargo, cuando el tema se trajo a colación. en otra oportunidad, consintió, con renuencia en hablar de ellos.

 

‑Hay ciertos objetos empapados de poder ‑dijo‑. Hay cantidades de objetos así cultivados por hombres poderosos con ayuda de espíritus amigos. Estos objetos son herramien­tas; no son herramientas comunes, sino herramientas de muerte. Pero no son más que objetos; no tienen poder de enseñar. Hablando con propiedad, están en el terreno de los objetos de guerra; están hechos para la lucha; están hechos para matar, cuando se los arroja.

‑¿Qué clase de objetos son, don Juan?

‑No son en realidad objetos; más bien son modos de poder.

‑¿Cómo puede uno obtener esos modos de poder, don Juan?

‑Depende de la clase de objeto que quieras.

‑¿Cuántas clases de objetos hay?

‑Ya te dije, docenas. Cualquier cosa puede ser un obje­to de poder.

‑Bueno, entonces, ¿cuáles son los más poderosos?

‑El poder de un objeto depende de su dueño, de la clase de hombre que sea. Un objeto de poder cultivado por uno de esos brujos de mala muerte es una idiotez; en cam­bio, un brujo fuerte y poderoso da su fuerza a sus herra­mientas.

‑¿Cuáles son entonces los objetos de poder más co­munes? ¿Cuáles prefieren la mayoría de los brujos?

‑No hay preferencias. Todos son objetos de poder, todos son lo mismo,

‑¿Usted tiene alguno, don Juan?

No respondió; sólo me miró y se echó a reír. Permane­ció callado largo rato, y pensé que mis preguntas lo molestaban.

‑Hay limites para esos modos de poder ‑prosiguió‑. Pero de esto yo tengo la seguridad que no entiendes ni una palabra. A mi me ha llevado casi una vida entender que, por sí solo, un aliado puede revelar todos los secretos de esos poderes menores y volverlos cosa de niños. Yo tuve herramientas así en un tiempo, cuando era muy joven.

‑¿Qué objetos de poder tenía usted?

‑Maíz pinto, cristales y plumas.

‑¿Qué es el maíz pinto, don Juan?

‑Un grano de maíz que tiene una raya de color rojo en la mitad.

‑¿Es un solo grano?

‑No. Un brujo tiene cuarenta y ocho.

‑¿Qué hacen esos granos de maíz, don, Juan?

‑Cada uno puede matar a un hombre entrando en su cuerpo.

‑¿Y cómo entra en el cuerpo?

‑Es un objeto de poder y su poder consiste, entre otras cosas, en entrar en el cuerpo.

‑¿Y qué hace cuando entra?

‑Se hunde; se acomoda en el pecho o en los intestinos. El hombre se enferma y, a menos que el brujo que lo atien­da sea más fuerte que el que le hizo la brujería, muere tres meses después del momento en que el grano de maíz le entró en el cuerpo.

‑¿Hay alguna manera de curarlo?

‑El único modo es sacándole el maicito, pero muy pocos brujos se atreven a hacerlo. Puede que un brujo logre chuparlo, pero si no es lo bastante fuerte para rechazarlo, el maíz se le mete en el propio cuerpo y lo mata en lugar del otro.

‑Pero ¿cómo logra un grano de maíz entrar en el cuer­po de alguien?

‑Para explicar eso debo hablarte de la brujería del maíz pinto, que es una de las brujerías más poderosas que conoz­co. La brujería se hace con dos maicitos. A uno se lo es­conde en el botón fresco de una flor amarilla. Luego, a la flor se la deja en algún lugar donde pueda quedar en con­tacto con la víctima: en el camino por donde él pase a diario, o en cualquier parte donde acostumbre llegar. Ape­nas la víctima pisa la flor, o la toca de cualquier manera, la brujería está hecha. El maicito pinto se hunde en su cuerpo.

‑¿Qué pasa con el grano de maíz después de que el hombre lo toca?

‑Todo su poder entra en el hombre, y el grano queda libre. Se convierte en un maíz cualquiera. Puede dejarse en el sitio de la brujería, o puede barrerse; no importa. Es mejor barrerlo y echarlo al matorral para que algún pájaro se lo coma.

‑¿Puede comérselo un pájaro antes de que el hombre lo toque?

‑No. Ningún pájaro es tan estúpido, te lo aseguro. Los pájaros no se le acercan.

Don Juan describió entonces un procedimiento muy com­plejo por medio del cual pueden obtenerse tales maíces de poder,

‑Debes tener en cuenta que el maíz pinto es un simple instrumento, no un aliado ‑dijo‑. Cuando hayas hecho esa distinción no tendrás problema. Pero si consideras que esas herramientas son supremas, serás un tonto.

‑¿Son los objetos de poder tan poderosos como un alia­do? ‑pregunté.

Don Juan rió desdeñoso antes de contestar. Parecía estar esforzándose por tenerme paciencia.

‑El maíz pinto, los cristales y las plumas son simples juguetes en comparación con un aliado ‑dijo‑. Un hom­bre necesita objetos de poder sólo cuando no tiene un aliado. Buscarlos es perder el tiempo, sobre todo para ti. Tú deberías tratar de ganarte un aliado; cuando lo logres comprenderás lo que te estoy diciendo ahora. Los objetos de poder son como juego de niños.

‑No me entienda mal, don Juan ‑protesté‑. Por supuesto que quiero tener un aliado, pero también quiero saber todo lo que pueda acerca de los objetos de poder. Usted mismo ha dicho que saber es poder,

‑¡No! ‑dijo categórico‑. El poder depende de la cla­se de saber que se tenga. ¿De qué sirve saber cosas que no valen la pena?

En el sistema de creencias de don Juan, la adquisición de un aliado significaba exclusivamente la explotación de los estados de realidad no ordinaria que produjo en mí usando plantas alucinógenas. Creía que enfocando dichos estados y omitiendo otros aspectos del saber que él impar­tía, yo llegaría a una visión coherente de los fenómenos experimentados.

Por tanto, he dividido este libro en dos partes. En la primera, presento selecciones de mis notas de campo, rela­tivas a los estados de realidad no ordinaria que atravesé durante el aprendizaje. Como he ordenado mis notas de acuerdo con la continuidad del relato, no siempre tienen una secuencia cronológica exacta. Nunca describí por es­crito un estado de realidad no ordinaria hasta varios días después de haberlo experimentado, cuando ya podía tratar­lo con calma y objetividad. En cambio, mis conversaciones con don Juan fueron anotadas conforme ocurrían, inmediatamente después de cada estado de realidad no ordinaria. Por ello, mis informes de estas conversaciones tienen a veces fecha anterior a la descripción completa de una expe­riencia.

Mis notas de campo revelan la versión subjetiva de lo que yo percibía al atravesar la experiencia. Esa versión se presenta aquí tal como la narraba a don Juan, quien exigía una reminiscencia completa y fiel de cada detalle y un recuento en pleno de cada experiencia. Al anotar dichas experiencias, añadí detalles incidentales, en un intento por recuperar el ámbito total de cada estado de realidad no ordinaria. Quería describir en la forma más completa posi­ble el efecto emotivo que había experimentado.

Mis notas de campo manifiestan asimismo el contenido del sistema de creencias de don Juan. He condensado largas páginas de preguntas y respuestas entre don Juan y yo, con el fin de no reproducir la repetitividad propia de toda conversación. Pero como también quiero reflejar con exacti­tud el tono general de nuestras conversaciones, he quitado únicamente el diálogo que no aportó nada a mi comprensión de los conocimientos que don Juan me impartía. La infor­mación que él me daba era siempre esporádica, y por cada arranque de parte suya había horas de sondeo por la mía. Sin embargo, en muchas ocasiones expuso libremente sus co­nocimientos.

En la segunda parte de este libro, presento un análisis estructural sacado exclusivamente de los datos ofrecidos en la primera parte. A través de mi análisis intento cimentar los siguientes argumentos: 1) don Juan presentaba sus enseñanzas como un sistema de pensamiento lógico; 2) el sistema sólo tenía sentido examinado a la luz de sus propias unidades estructurales, y 3) el sistema estaba planeado para guiar al aprendiz a un nivel de conceptualización que expli­caba el orden de los fenómenos que había experimentado el mismo aprendiz.

 

 

PRIMERA PARTE

“LAS ENSEÑANZAS”

 

I

 

LAS NOTAS sobre mi primera sesión con don Juan están fechadas el 23 de junio de 1961, En esa ocasión principia­ron las enseñanzas. Yo había visto a don Juan varias veces antes, únicamente en calidad de observador. En cada opor­tunidad le había pedido instruirme sobre el peyote. Siempre hacia caso omiso de mi petición, pero jamás rechazaba de plano el tema y yo interpretaba sus titubeos como una posibilidad de que, rogándole más, podría inclinarse a ha­blar de sus conocimientos.

En esta sesión inicial me dio a entender claramente que podría tener en cuenta mi petición siempre y cuando yo poseyera claridad de mente y propósito ‑con respecto a lo que le había preguntado. Me era imposible cumplir tal condición, pues yo sólo le había pedido enseñanza sobre el peyote como medio de establecer con él un lazo de comunicación. Pensé que su familiaridad con el tema podía predisponerlo a estar más abierto y más dispuesto a hablar, permitiéndome así el ingreso en su conocimiento de las propiedades de las plantas. Sin embargo, él había tomado mi petición en sentido literal, y le preocupaba mi propó­sito de desear aprender sobre el peyote.

 

Viernes, 23 de junio, 1961

‑¿Me va usted a enseñar, don Juan?

‑¿Por qué quieres emprender un aprendizaje así?

‑Quiero, de veras que me enseñe usted lo que se hace con el peyote. ¿No es buena razón nada más que querer saber?

‑¡No! Debes buscar en tu corazón y descubrir por qué un joven como tú quiere emprender tamaña tarea de apren­dizaje.

‑¿Por qué aprendió usted, don Juan?

‑¿Por qué preguntas eso?

‑Quizá los dos tenemos las mismas razones,

‑Lo dudo. Yo soy indio. No andamos por los mismos caminos.

‑Mi única razón es que quiero aprender, sólo por saber. Pero le aseguro, don Juan, que mis intenciones no son malas.

‑Te creo. Te he fumado.

‑¿Cómo dice?

‑No importa ya. Conozco tus intenciones.

‑¿Quiere usted decir que vio a través de mí?

‑Puedes decirlo así.

‑¿Entonces me enseñará?

‑¡No!

‑¿Porque no soy indio?

‑No. Porque no conoces tu corazón. Lo importante es que sepas exactamente por qué quieres comprometerte. Aprender los asuntos del "Mescalito" es un acto de lo más serio. Si fueras indio, tu solo deseo seria suficiente. Muy pocos indios tienen ese deseo.

 

Domingo, 25 de junio, 1961

Me quedé con don Juan toda la tarde del viernes. Iba a marcharme a eso de las 7 p.m. Estábamos sentados en el zaguán de su casa y yo resolví preguntarle una vez más acerca de la enseñanza. Era casi una pregunta de rutina y esperaba que él volviese a negarse. Le pregunté si había alguna forma de aceptar mi solo deseo de saber, como si yo fuera indio. Tardó un rato largo en responder. Me sentí obligado a quedarme, porque don Juan parecía estar tra­tando de decidir algo.

Finalmente me dijo que había una forma, y procedió a delinear un problema. Señaló que yo estaba muy cansado sentado en el suelo, y que lo adecuado era hallar un "sitio" en el suelo donde pudiera sentarme sin fatiga. Yo tenía las rodillas contra el pecho y los brazos enlazados en torno a las pantorrillas. Cuando don Juan dijo que yo estaba cansado, advertí que me dolía la espalda y me hallaba casi exhausto.

Esperé su explicación con respecto a lo de un "sitio", pero don Juan no hizo ningún intento abierto de aclarar el punto. Pensé que acaso quería indicarme cambiar de posi­ción, de modo que me levanté y fui a sentarme más cerca de él. Don Juan protestó por mi movimiento y recalcó claramente que un sitio significaba un lugar donde uno podía sentirse feliz y fuerte de manera natural. Palmeó el lugar donde se hallaba sentado y dijo que ése era su sitio, añadiendo que me había puesto una adivinanza: yo debía resolverla solo y sin más deliberación.

Lo que él había planteado como un problema que ha de ser resuelto era ciertamente una adivinanza. Yo no tenía idea de cómo empezar, ni idea de lo que él tenía en mente. Varias veces pedí una pista, o al menos un indicio, sobre cómo proceder a la localización de un punto donde me sintiera feliz y fuerte. Insistí y argumenté que no tenía la menor idea de qué quería decir él en realidad, porque no me era posible concebir el problema. El me sugirió caminar por el zaguán, hasta hallar el sitio.

Me levanté y empecé a recorrer el suelo. Me sentí ridículo y fui a sentarme frente a don Juan.

El se enojó mucho conmigo y me acusó de no escuchar, diciendo que acaso no quisiera aprender. Tras un rato se calmó y me explicó que no cualquier lugar era bueno para sentarse o para estar en él, y que dentro de los confines del zaguán había un único sitio donde yo podía estar en las mejores condiciones. Mi tarea consistía en distinguirlo entre todos los demás lugares. La norma general era "sentir" to­dos los sitios posibles a mi alcance hasta determinar sin lugar a dudas cuál era el sitio correspondiente.

.Argüí que, si bien el zaguán no era demasiado grande (3.5 X 2.5 metros), el número de sitios posibles era avasa­llador, que requeriría un tiempo muy largo para probarlos todos y que como él no especificaba el tamaño del sitio, las posibilidades podían ser infinitas. Mis argumentos resulta­ron fútiles. Don Juan se puso en pie y, con mucha seve­ridad, me advirtió que resolver el problema tal vez requirie­ra días, pero de no resolverlo daba igual que me marchara, porque él no tendría nada que decirme. Recalcó que él sabía dónde era mi sitio, y que por tanto yo no podría men­tirle; dijo que sólo en esta forma le sería posible aceptar como razón válida mi deseo de aprender los asuntos del Mescalito. Añadió que nada en este mundo era un regalo: todo cuanto hubiera que aprender debía aprenderse por el camino difícil.

Dio vuelta a la casa para ir a orinar en el chaparral. De regreso entró directamente en su casa por la parte trasera.

Pensé que la misión de hallar el supuesto sitio de felici­dad era su propio modo de deshacerse de mí, pero me levanté y empecé a pasear de un lado a otro. El cielo estaba claro. Podía ver cuanto había en el zaguán y sus inmedia­ciones. Debí de caminar una hora o más, pero no ocurrió nada que revelase la ubicación del sitio. Me cansé de andar y tomé asiento; tras unos cuantos minutos me senté en otro lugar, y luego en otro, hasta cubrir todo el piso en forma semisistemática. Deliberadamente procuraba "sentir" dife­rencias entre lugares, pero carecía de criterio para la diferen­ciación. Sentí que estaba perdiendo el tiempo, pero me quedé. Mi racionalización fue que había venido de lejos sólo para ver a don Juan, y en realidad no tenía otra cosa que hacer.

Me acosté de espaldas y puse las manos bajo la cabeza a manera de almohada. Luego rodé y permanecí un rato sobre mi estómago. Repetí este proceso rodando por todo el piso. Por primera vez me pareció haber tropezado con un vago criterio. Sentía más calor acostado de espaldas.

Rodé nuevamente, ahora en dirección contraria, y otra vez cubrí el largo del piso, yaciendo boca abajo en los sitios donde estuve boca arriba en mi primera gira rodante. Expe­rimenté las mismas sensaciones de tibieza y frío según la postura, pero no diferencia entre los sitios.

Entonces se me ocurrió una idea que creí brillante: ¡el sitio de don Juan! Me senté allí y luego me acosté, boca abajo al principio y después de espaldas, pero el lugar era igual a los otros. Me levanté. Estaba harto. Quería despedir­me de don Juan, pero no me atrevía a despertarlo. Miré mi reloj. ¡Eran las 2 de la mañana! Había estado rodando durante seis horas.

En ese momento don Juan salió y rodeó la casa para ir al chaparral. Regresó y se detuvo junto a la puerta. Me sentía completamente abatido, y quise decirle algo desagra­dable y marcharme. Pero me di cuenta de que no era culpa suya; yo mismo había querido prestarme a todas esas tonterías. Le declaré mi fracaso: llevaba toda la noche rodando en el suelo, como un idiota y aún no podía hallar pies ni cabeza a la adivinanza.

Don Juan rió y dijo que eso no lo sorprendía, porque yo no había procedido, correctamente. No había usado los ojos. Eso era cierto, pero yo estaba muy seguro de que él me había indicado sentir la diferencia. Señalé esto, y él argu­yó que es posible sentir con los ojos, cuando no están mi­rando de lleno las cosas. En mi propio caso, dijo, no tenía yo otro medio de resolver el problema que usar cuanto tenia: mis ojos.

Entró en la casa. Tuve la certeza de que me había obser­vado. No tenía, pensé, otra forma de saber que yo no había estado usando los ojos.

Empecé a rodar de nuevo, porque ése era el procedimien­to más cómodo. Esta vez, sin embargo, apoyé la barbilla en las manos y miré cada detalle.

Tras un intervalo cambió la oscuridad en torno mío. Mientras enfocaba el punto directamente frente a mí, toda la zona periférica de mi campo de visión adquirió una co­loración brillante, un amarillo verdoso homogéneo. El efec­to fue pasmoso. Mantuve los ojos fijos en el punto frente a mí y empecé a reptar de lado, boca abajo, trecho por trecho.

De pronto, en un punto cercano a la mitad del piso, ad­vertí otro cambio de color. En un sitio, a mi derecha, aún en la periferia de mi campo de visión, el amarillo verdoso se hacía intensamente púrpura. Concentré allí la atención. El púrpura se desvaneció en un color pálido, pero brillante todavía, que permaneció estable mientras detuve en él mi atención.

Marqué el sitio con mi chaqueta y llamé a don Juan. Salió al zaguán. Yo estaba realmente excitado; había visto clara­mente el cambio de matices. Don Juan no pareció impresio­narse, pero me indicó sentarme en el sitio e informarle de qué clase de sensación era aquélla.

Tomé asiento y luego me tendí de espaldas. En pie junto a mí, don Juan preguntó repetidamente cómo me sentía, pero yo no experimenté nada diferente. Durante unos quince minutos traté de sentir o ver una diferencia, mientras don Juan aguardaba paciente junto a mí. Me sentí fastidiado. Tenía un sabor metálico en la boca. De un momento a otro me dolía la cabeza. Estaba a punto de vomitar. La idea de mis esfuerzos absurdos me irritaba hasta la furia. Me levanté.

Don Juan debió notar mi profunda amargura. No rió: dijo con mucha seriedad que, si quería yo aprender, debía ser inflexible conmigo mismo. Sólo una opción me estaba abierta, dijo: renunciar y marcharme, caso en el cual ja­más aprendería, o resolver la adivinanza.

Entró de nuevo. Yo quería irme en el acto, pero me ha­llaba demasiado cansado para conducir; además, el percibir los colores había sido tan asombroso que yo no vacilaba en considerar aquello como un criterio de algún tipo, y acaso pudieran percibirse otros cambios.

De cualquier modo, era demasiado tarde para irme. Me senté, estiré las piernas hacia atrás y volvía comenzar desde el principio.

Durante esta ronda atravesé rápidamente cada lugar, pa­sando por el sitio de don Juan, hasta el final del piso, y luego viré para cubrir el lado exterior. Al llegar al centro advertí que otro cambio de coloración estaba ocurriendo de nuevo en el borde de mi campo de visión. El color verdoso pálido percibido en toda el área se convertía, en cierto sitio a mi derecha, en un verdigrís nítido. Permaneció un momento y luego se metamorfoseó súbitamente en otro matiz fijo, distinto del que yo había percibido antes. Me quité un zapato para marcar el punto, y seguí rodando hasta cubrir el suelo en todas las direcciones posibles. No hubo ningún otro cambio de coloración.

Volví al punto indicado por mi zapato y lo examiné. Quedaba a metro y medio o poco más del sitio indicado por mi chaqueta, aproximadamente en dirección sureste. Ha­bía una piedra grande junto a él. Estuve tendido allí un buen rato, tratando de descubrir pistas, observando cada detalle, pero no sentí nada diferente.

Decidí probar el otro sitio. Rápidamente giré sobre mis rodillas, y estaba a punto de acostarme en la chaqueta cuan­do sentí una aprensión insólita. Era más bien como la sen­sación física de que algo empujaba mi estómago. Me levanté de un salto, retrocediendo con el mismo impulso. El ca­bello de mi nuca se erizó. Mis piernas se habían arqueado ligeramente, mi tronco estaba echado hacia adelante y mis brazos se proyectaban rígidamente frente a mí, con los dedos contraídos como garras. Advertí la extraña postura, y mi sobresalto aumentó.

Retrocediendo involuntariamente, tomé asiento en la pie­dra junto a mi zapato. De allí me dejé resbalar al suelo. Intenté aclarar qué cosa había podido ocurrir para producir­me tal susto. Pensé que debía haber sido mi fatiga. Ya casi era de día, Me sentí ridículo y confuso. Sin embargo, no tenía modo de explicar qué cosa me asustó, ni había descubierto lo que deseaba don Juan.

Resolví hacer un último intento. Me levanté, me acerqué despacio al lugar marcado por mi chaqueta, y de nuevo sentí la misma aprensión. Esta vez hice un vigoroso esfuer­zo por dominarme. Tomé asiento y luego me arrodillé para tenderme boca abajo, pero no pude acostarme pese a mi voluntad. Puse las manos en el suelo. Mi aliento se aceleró; se me revolvió el estómago. Tuve una clara sensación de pánico y luché por no salir corriendo, Pensé que tal vez don Juan me vigilaba. Lentamente repté de regreso al otro sitio y apoyé la espalda contra la piedra. Quería descansar un rato para poner en orden mis ideas, pero me quedé dormido.

Oí a don Juan hablar y reír por encima de mi cabeza. Desperté.

‑Hallaste el sitio ‑dijo.

Al principio no entendí, pero él me aseguró de nuevo que el lugar donde me había quedado dormido era el sitio en cuestión. Una vez más preguntó qué sentía allí tendido. Le dije que en realidad no advertía ninguna diferencia.

Me pidió comparar mis sensaciones en aquel momento con lo que había sentido al yacer en el otro sitio. Por vez primera se me ocurrió conscientemente que me era imposi­ble explicar mi aprensión de la noche anterior, Don Juan me instó, con una especie de actitud de reto, a sentarme en el otro sitio.

Por algún motivo inexplicable, yo tenía miedo a ese lugar, y no me senté en él. Don Juan aseveró que sólo un tonto podía dejar de ver la diferencia.

Le pregunté si cada uno de los dos lugares tenía un nombre especial. Dijo que el bueno se llamaba el sitio y el malo el enemigo; dijo que estos dos lugares eran la clave del bienestar de un hombre, especialmente si buscaba cono­cimiento. El mero acto de sentarse en el sitio propio creaba fuerza superior; en cambio, el enemigo debilitaba e incluso podía causar la muerte. Dijo que yo había repuesto mi ener­gía, dispendiada la noche anterior, echando una siesta en mi sitio.

También dijo que los colores percibidos por mí en asocia­ción con cada sitio específico tenían el mismo efecto general de dar fuerza o de reducirla.

Le pregunté si existían para mí otros sitios como los dos que había hallado y cómo debería hacer para localizarlos. Dijo que muchos lugares en el mundo serían comparables a esos dos, y que la mejor manera de hallarlos era determi­nar sus colores respectivos.

Yo no sabía a ciencia cierta si había resuelto el problema o no; de hecho, ni siquiera me hallaba convencido de que hubiese habido algún problema; no podía dejar de sentir que la experiencia era totalmente forzada y arbitraria. Esta­ba seguro de que don Juan me había observado toda la noche para luego seguirme la corriente diciendo que el sitio donde me quedara dormido era el buscado. Sin embargo, no veía yo motivo lógico de tal acción, y cuando me retó a sentarme en el otro sitio no pude hacerlo. Había una extra­ña separación entre mi experiencia pragmática de temer al "otro sitio" y mis consideraciones racionales sobre todo el episodio.

Don Juan, en cambio, se hallaba muy seguro de que yo había triunfado y, actuando en concordancia con mi éxito, me hizo saber que iba a instruirme con respecto al peyote.

‑Me pediste que te enseñara los asuntos del Mescalito ‑dijo‑. Yo quería ver si tenías espinazo como para cono­cerlo cara a cara. Mescalito no es chiste. Debes ser dueño de tus recursos. Ahora sé que puedo aceptar tu solo deseo como una buena razón para aprender.

‑¿De veras va usted a enseñarme los asuntos del peyote?

‑Prefiero llamarlo Mescalito. Haz tú lo mismo.

‑¿Cuándo va usted a empezar?

‑No es tan sencillo. Primero debes estar listo,

‑Creo que estoy listo.

‑Esto no es un chiste. Debes esperar hasta que no haya duda, y entonces lo conocerás.

‑¿Tengo qué prepararme?

‑No. Nada más tienes que esperar. A lo mejor te olvi­das de todo el asunto después de un tiempo. Te cansas rápi­damente. Anoche estabas a punto de irte a tu casa apenas se te puso difícil. Mescalito pide una intención muy seria.

 

 

 

 

 

 


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