INICIO
     LOGO
     QUIENES SOMOS?
     CONTACTO
     AYUDA GRATIS
     LA MEDITACION
     QUE ES EL EGO?
     BIBLIOTECA
     => el arte de ensonar
     => el conocimiento silencioso
     => el don del aguila
     => el fuego interno
     => el segundo anillo de poder
     => el lado activo del infinito
     => LAS ENSENANZAS DE DON JUAN
     => don juan 2
     => don juan 3
     => don juan 4
     => don juan 5
     => don juan 6
     => don juan 7
     => don juan 8
     => don juan 9
     => don juan 10
     => don juan 11
     MANTRAS
     MUSICA DE RELAJACION
     TOLTECA TV...
     VISITAS
     COMUNIDADES
     MESSENGER
     JUEGOS ONLINE
     VIDEOS GRACIOSOS
     COMENTARIOS
     INTERPRETACION
     BUSCADOR
     LIBRO DE VISITA



TOLTECA UNIVERSAL - don juan 3


III

 

Pasaron más de dos años entre el tiempo en que don Juan decidió instruirme acerca de los poderes aliados y el tiem­po en que me consideró listo para aprender sobre ellos en la forma pragmática y partícipe que él consideraba aprendizaje; en dicho lapso definió gradualmente las característi­cas generales de los dos aliados en cuestión. Me preparó para el corolario indispensable de todas las verbalizaciones y la consolidación de todas las enseñanzas: los estados de realidad no ordinaria.

Al principio, se refería de un modo muy casual a los poderes aliados. Las primeras menciones, en mis notas, están intercaladas entre otros temas de conversación

 

Miércoles, 23 de agosto, 1961

‑La yerba del diablo [toloache] era el aliado de mi bene­factor. Podría haber sido también el mío, pero no me gustó.

‑¿Por qué no le gustó la yerba del diablo, don Juan?

‑Tiene una desventaja seria.

‑¿Es inferior a otros poderes aliados?

‑No. No me estás entendiendo. La yerba del diablo es tan poderosa como el mejor de los aliados, pero tiene algo que a mí en lo personal no me gusta.

‑¿Me puede decir qué es?

‑Malogra a los hombres. Los hace probar el poder de­masiado pronto, sin fortificar sus corazones, y los hace domi­nantes y caprichosos. Los hace débiles en medio de gran poder.

‑¿No hay alguna manera de evitarlo?

‑Hay una manera de superar todo esto, pero no de evitarlo. Quien se hace aliado de la yerba debe pagar ese precio.

‑¿Cómo puede uno superar ese efecto, don Juan?

‑La yerba del diablo tiene cuatro cabezas: la raíz, el tallo y las hojas, las flores, y las semillas. Cada una es dife­rente, y quien se haga su aliado tiene que aprenderlas en ese orden. La cabeza más importante está en las raíces. El poder de la yerba del diablo se conquista por las raí­ces. El tallo y las hojas son la cabeza que cura enfermedades; bien usada, esta cabeza es un don a la humanidad. La tercera cabeza está en las flores y se usa para volver locos a los hombres, o para hacerlos obedientes, o para ma­tarlos. El hombre que tiene a la yerba de aliado nunca torna las flores, ni tampoco toma el tallo y las hojas, a no ser que esté enfermo, pero las raíces y las semillas se toman siempre, sobre todo las semillas: son la cuarta cabe­za de la yerba del diablo, y la más poderosa de todas.

 

"Mi benefactor decía que las semillas son la 'cabeza sobria': la única parte capaz de fortificar el corazón del hombre. La yerba del diablo es dura con sus protegidos, decía él, porque busca matarlos aprisa, y por lo común lo logra antes de que puedan llegar a los secretos de la 'cabe­za sobria'. Sin embargo, por ahí dicen que hubo hombres que averiguaron los secretos de la cabeza sobria. ¡Qué prue­ba para un hombre de conocimiento!"

-¿Averiguó su benefactor tales secretos?

‑No, él no.

‑¿Conoce usted a alguien que lo haya hecho?

‑No. Pero vivieron en un tiempo en que ese saber era

importante.

‑¿Conoce a alguien que sepa de gente así?

‑No, yo no.

‑¿Conocía a alguien su benefactor?

-El sí,

‑¿Por qué no llegó su benefactor a los secretos de la cabeza sobria?

‑Domar la yerba del diablo para hacerla un aliado es una de las tareas más difíciles que conozco. Ella y yo, por ejemplo, jamás nos hicimos alianza, quizá porque nunca le tuve cariño.

‑¿Puede usted usarla todavía como aliado, aunque no le tenga cariño?

‑Puedo, sólo que prefiero no hacerlo. Tal vez contigo sea diferente.

‑¿Por qué se llama yerba del diablo?

Don Juan hizo un gesto de indiferencia, alzó los hom­bros y permaneció callado algún tiempo. Finalmente dijo que "yerba del diablo" era su nombre de leche. Había, añadió, otros nombres para la yerba del diablo, pero no debían usarse porque el pronunciar un nombre era asunto serio, sobre todo si uno estaba aprendiendo a domar un poder aliado. Le pregunté por qué el pronunciar un nombre era cosa tan grave. Dijo que los nombres se reservaban para usarse sólo al pedir ayuda, en momentos de gran apuro y necesidad, y me aseguró que tales momentos ocu­rren tarde o temprano en la vida de quien busca el conoci­miento.

 

Domingo, 3 de septiembre, 1961

Hoy en la tarde don Juan recogió del campo dos plantas Datura.

Inesperadamente trajo a colación el terna de la yerba del diablo, y luego me pidió acompañarlo a los cerros a bus­car una.

Fuimos en coche hasta las montañas cercanas. Saqué de la cajuela una pala y nos adentramos por una de las caña­das. Caminamos bastante rato, vadeando el chaparral que crecía denso en la tierra suave, arenosa. Don Juan se detuvo junto a una planta pequeña con hojas de color verde oscuro y flores grandes, blancuzcas, acampanadas.

‑Esta ‑dijo.

Inmediatamente empezó a cavar. Traté de ayudarlo, pero él me rechazó con una vigorosa sacudida de cabeza y siguió cavando un hoyo circular en torno a la planta: un hoyo de forma cónica, hondo hacia el borde exterior, con un mon­tículo en el centro del círculo. Dejando de cavar, se arrodilló cerca del tallo y limpió con los dedos la tierra suave en torno, descubriendo unos diez centímetros de una raíz grande, tuberosa, bifurcada, cuyo grosor contrastaba mar­cadamente con el del tallo, que parecía frágil por compa­ración.

Don Juan me miró y dijo que la planta era "macho" porque la raíz se bifurcaba desde el punto exacto en que se unía al tallo. Luego se levantó y echó a andar buscando algo.

‑¿Qué busca usted, don Juan?

‑Quiero hallar un palo.

Empecé a mirar en torno, pero él me detuvo.

‑¡Tú no! Tú siéntate allí ‑señaló unas rocas como a seis metros de distancia‑. Yo lo encontraré.

Volvió tras un rato con una rama larga y seca. Usándola a manera de coa, aflojó cuidadosamente la tierra a lo lar­go de los dos ramales divergentes de la raíz. Limpió en torno a ellos hasta una profundidad aproximada de medio metro. Cuanto más ahondaba, más apretada estaba la tierra, hasta el punto de ser prácticamente impenetrable a la vara.

Dejó de cavar y se sentó a recobrar el aliento. Me senté junto a él. Pasamos largo rato sin hablar.

‑¿Por qué no la saca usted con la pala? ‑pregunté.

‑Podría cortar y dañar a la planta. Tuve que conse­guirme un palo de este sitio para que así, en caso de pegarle a la raíz, el daño no fuera tanto como el que haría una pala o un objeto extraño.

‑¿Qué clase de palo trajo usted?

‑Cualquier rama seca de paloverde es buena. Si no hay ramas secas, tienes que cortar una fresca.

‑¿Pueden usarse las ramas de cualquier otro árbol?

‑Ya te dije: sólo de paloverde y de ningún otro.

‑¿Por qué, don Juan?

‑Porque la yerba del diablo tiene muy pocos amigos, y el paloverde es el único árbol de por aquí que se lleva bien con ella: lo único que prende. Si dañas la raíz con una pala, no crecerá cuando la vuelvas a plantar, pero si la lastimas con un palo de ésos, lo más probable es que ni lo sienta.

‑¿Qué va usted a hacer ahora con la raíz?

‑Voy a cortarla. Debes dejarme. Vete a buscar otra planta y espera que te llame.

‑¿No quiere que lo ayude?

‑¡Sólo puedes ayudarme si te lo pido!

Alejándome, empecé a buscar otra planta, combatiendo el fuerte deseo de rondar a hurtadillas y observar a don Juan. Tras un rato se me unió.

‑Ahora vamos a buscar la hembra ‑dijo.

‑¿Cómo los distingue usted?

‑La hembra es más alta y crece por encima del suelo, así que realmente parece un arbolito. El macho es grande y se extiende cerca del suelo y más parece un matorral espeso. Cuando saquemos a la hembra verás que la raíz se hunde por un buen trecho antes de hacerse horcón. El macho, en cambio, tiene el horcón de la raíz pegada al tallo.

Buscamos juntos por el campo de daturas. Luego, seña­lando una planta, dijo: "Esa es hembra." Y procedió a cavar en torno de ella como había hecho antes. Apenas descubrió la raíz pude ver que ésta se ajustaba a su pre­dicción. Lo dejé nuevamente cuando se disponía a cortarla.

Al llegar a su casa, abrió el bulto donde había puesto las daturas. Sacó primero la más grande, el macho, y la lavó en una amplia bandeja de metal. Limpió cuidadosa­mente toda la tierra de la raíz, el tallo y las hojas. Después de esa limpieza minuciosa, separó el tallo de la raíz haciendo una incisión superficial en torno a su juntura con un cu­chillo corto y serrado, y quebrando la planta por allí. Tomó el tallo y separó cada una de sus partes haciendo montones individuales con las hojas, las flores y las espinosas vainas de semilla. Tiró cuanto estaba seco o comido de gusanos, y conservó sólo las partes intactas. Unió ambos ramales de la raíz atándolos con dos trozos de cordel, los quebró por la mitad tras hacer un corte superficial en la juntura, y obtuvo dos pedazos de raíz de igual tamaño,

Luego tomó un trozo de arpillera áspera y colocó en él los dos pedazos de raíz atados; encima puso las hojas en un montón ordenado, luego las flores, las vainas y el tallo. Dobló la arpillera e hizo un nudo con las puntas.

Repitió exactamente los mismos pasos con la otra planta, la hembra, sólo que al llegar a la raíz, en vez de cortarla, dejó intacta la horqueta, como una letra Y invertida. Luego puso todos los pedazos en otro bulto de tela. Cuando ter­minó, ya había oscurecido.

 

Miércoles, 6 de septiembre, 1961

Hoy, al atardecer, volvimos al tema de la yerba del diablo.

-Creo que deberíamos empezar otra vez con esa planta ‑dijo de pronto don Juan.

Tras un silencio cortés pregunté:

‑¿Qué va usted a hacer con las plantas?

‑Las plantas que saqué y corté son mías ‑dijo‑. Es como si fueran yo mismo; con ellas voy a enseñarte la ma­nera de domar a la yerba del diablo.

‑¿Cómo lo hará usted?

‑La yerba del diablo se divide en partes. Cada parte es distinta; cada una tiene su propósito y su servicio únicos.

Abrió la mano izquierda y midió sobre el piso desde la punta del pulgar hasta la del dedo anular.

‑Esta es mi parte. Tú medirás la tuya con tu propia mano. Ahora bien, para establecer dominio sobre la yerba del diablo, debes empezar por tomar la primera parte de la raíz. Pero como yo te he traído con ella, debes tomar la primera parte de la raíz de mi planta. Yo la he medido por ti, de modo que en realidad es mi parte la que debes tomar al principio.

Entró en la casa y sacó uno de los bultos de arpillera. Se sentó y lo abrió. Advertí que era la planta macho. También noté que sólo había un pedazo de raíz. Don Juan tomó el trozo restante de los dos originales y lo sostu­vo frente a mi cara,

‑Esta es mi primera parte ‑dijo‑. Yo te la doy. Yo mismo la he cortado para ti. La he medido como mía; ahora te la doy.

Por un instante, se me ocurrió que debería masticar la raíz como una zanahoria, pero él la metió en una bolsita blanca de algodón.

Fue a la parte trasera de la casa. Allí tomó asiento en el piso, cruzando las piernas, y con una "mano" redonda empezó a macerar la raíz dentro de la bolsa. Trabajaba sobre una piedra lisa que servía de mortero. De vez en vez lavaba las dos piedras, conservando el agua en un pequeño recipiente plano, labrado en un trozo de madera.

Al golpear cantaba, en forma muy suave y monótona, una cantilena ininteligible. Cuando hubo convertido la raíz en una pulpa blanda dentro de la bolsa, la colocó en el recipiente de madera. Volvió a meter allí el metate y la mano, llenó de agua la palangana y después la llevó a una especie de bebedero rectangular para cerdos colocado con­tra la cerca trasera.

Dijo que la raíz debía remojarse toda la noche y tenia que dejarse afuera de la casa para que recibiera el sereno.

‑Si mañana es día de sol y calor, será muy buena señal.

 

Domingo, 1° de septiembre, 1961

El jueves 7 de septiembre fue un día muy claro y caluroso. Don Juan parecía muy complacido con el buen augurio y repitió varias veces que probablemente yo le había caído bien a la yerba del diablo. La raíz se había remojado toda la noche, y a eso de las 10 a.m. fuimos detrás de la casa.

El sacó la palangana de la artesa, la puso en el suelo y se sentó al lado. Tomó la bolsa y la frotó contra el fondo. La alzó unos centímetros por encima del agua y la expri­mió, para luego dejarla caer. Repitió los mismos pasos tres veces más; luego desechó la bolsa, tirándola en la artesa, y dejó la palangana bajo el sol ardiente.

Regresamos dos horas después. Don Juan sacó una tetera de tamaño mediano, con agua amarillenta hirviendo. Ladeó la palangana con mucho tiento y vació el agua de encima, conservando el sedimento espeso acumulado en el fondo. Vació el agua hirviendo sobre el sedimento y dejó nueva­mente la palangana en el sol.

Esta secuencia se repitió tres veces a intervalos de más de una hora. Finalmente, vació casi toda el agua de la palangana, inclinó ésta a modo de que recibiera el sol del atardecer, y la dejó.

Cuando regresamos horas después, estaba oscuro. En el fondo de la palangana había una capa de sustancia gomosa. Parecía almidón a medio cocer, blancuzco o gris claro. Ha­bía quizá toda una cucharada cafetera de esa sustancia. Don Juan llevó la palangana a la casa, y mientras él ponía agua a hervir, yo quité trozos de tierra que el viento había echado en el sedimento. Se rió de mí.

‑Ese poquito de tierra no le hace daño a nadie.

Cuando el agua hervía, virtió poco más o menos una taza en la palangana. Era la misma agua amarillenta usada antes. Disolvió el sedimento formando una especie de sustancia lechosa.

‑¿Qué clase de agua es ésa, don Juan?

‑Agua de flores y frutas de la cañada.

Vació el contenido de la palangana en un viejo jarro de barro que parecía florero. Todavía estaba. muy caliente, de modo que sopló para enfriarlo. Tomó un sorbo y me pasó el jarro,

‑¡Bebe ya! ‑dijo.

Lo tomé automáticamente, y sin deliberación bebí toda el agua. Era un poco amarga, aunque su amargor era ape­nas perceptible. Lo que resaltaba mucho era el olor acre del agua. Olía a cucarachas.

Casi inmediatamente empecé a sudar. Me dio mucho calor y la sangre se me agolpó en las orejas. Vi una man­cha roja delante de mis ojos, y los músculos de mi estómago empezaron a contraerse en dolorosos retortijones. Tras un rato, aunque ya no sentía dolor, empecé a enfriarme; el sudor literalmente me empapaba.

Don Juan me preguntó si veía negrura o manchas negras frente a mis ojos. Le dije que lo veía todo rojo,

Mis dientes castañeteaban a causa de un nerviosismo in­controlable que me llegaba en oleadas, como irradiando del centro de mi pecho.

Luego me preguntó si tenía miedo. No encontraba yo sentido a sus preguntas. Le dije que obviamente tenía mie­do, pero él me preguntó nuevamente si tenía miedo de ella. No comprendí a qué se refería y dije que sí. El rió y dijo que yo no tenía miedo en realidad. Me preguntó si seguía viendo rojo. Todo lo que yo veía era una enorme mancha roja frente a mis ojos.

Tras un rato me sentí mejor. Gradualmente desaparecie­ron los espasmos nerviosos, dejando sólo un cansancio do­liente, agradable, y un intenso deseo de dormir. No podía tener los ojos abiertos, aunque aún oía la voz de don Juan. Me dormí. Pero la sensación de estar sumergido en un rojo profundo persistió toda la noche. Incluso soñé en rojo.

Desperté el sábado, alrededor de las 3 p.m. Había dormido casi dos días. Tenía una leve jaqueca y el estómago revuelto, y dolores intermitentes, muy agudos, en los intes­tinos. A excepción de eso, todo era como un despertar ordinario. Encontré a don Juan dormitando frente a su casa. Me sonrió.

‑Todo salió muy bien la otra noche ‑dijo‑. Viste rojo y eso es todo lo que importa.

‑¿Qué habría pasado si no hubiera visto rojo?

‑Habrías visto negro, y eso es mala señal.

‑¿Por qué es mala?

‑Cuando un hombre ve negro, quiere decir que no está hecho para la yerba del diablo, y vomita las entrañas, todas verdes y negras.

‑¿Y se muere?

‑No creo que nadie muera de esto, pero sí se puede enfermar por mucho tiempo.

‑¿Qué les pasa a quienes ven rojo?

‑No vomitan, y la raíz les produce un efecto de placer, lo cual significa que son fuertes y de naturaleza violenta: eso le gusta a la yerba. Así es como incita. Lo único malo es que los hombres terminan siendo esclavos suyos a cam­bio del poder que les da. Pero sobre esas cosas no tenemos control. El hombre vive sólo para aprender. Y si aprende es porque ésa es la naturaleza de su suerte, para bien o para mal.

‑¿Qué debo hacer luego, don Juan?

‑Luego debes plantar un brote que he cortado de la otra mitad de la primera parte de raíz. Tú la otra noche tomaste la mitad, y ahora hay que meter en la tierra la otra mitad. Tiene que crecer y dar semilla antes de que puedas emprender la verdadera tarea de domar a la planta.

‑¿Cómo la domaré?

‑La yerba del diablo se doma por la raíz. Paso a paso, debes aprender los secretos de cada parte de la raíz. Debes tomarlas para aprender los secretos y conquistar el poder.

‑¿Se preparan las distintas partes en la misma forma en que usted preparó la primera?

‑No, cada parte es distinta.

‑¿Cuáles son los efectos específicos de cada parte?

‑Ya te dije: cada una enseña una forma distinta de poder. Lo que tomaste la otra noche no es nada todavía. Cualquiera puede con eso. Pero sólo el brujo puede tomar las partes más hondas. No puedo decirte qué hacen porque todavía no sé si ella irá a tomarte. Hay que esperar. ,

‑¿Cuándo me dirá, entonces?

‑Cuando tu planta crezca y dé semilla.

‑Si cualquiera puede tomar la primera parte, ¿para qué se usa?

‑Diluida, es buena para todas las cosas de la hombría: gente vieja que ha perdido el vigor, o jóvenes que buscan aventuras, o hasta mujeres que quieren pasión.

‑Dijo usted que la raíz se usa sólo para el poder, pero veo que también se usa para otras cosas aparte del poder. ¿Estoy en lo cierto?

Me miró durante un rato muy largo, con una mirada firme que me hizo sentir incómodo. Sentí que mi pregunta lo había enojado, pero no podía comprender por qué.

‑La yerba se usa sólo para el poder ‑dijo finalmente con tono seco, severo‑. El hombre que quiere recobrar su vigor, la gente joven que busca soportar la fatiga y el ham­bre, el hombre que quiere matar a otro hombre, la mujer que quiere estar caliente: todos desean poder. ¡Y la yerba se lo da! ¿Sientes que la quieres? ‑preguntó tras una pausa.

‑Siento un vigor extraño ‑dije, y era verdad. Lo había advertido al despertar y lo sentía entonces. Era una sensa­ción muy peculiar de incomodidad, de amargura; todo mi cuerpo se movía y se estiraba con ligereza y fuerza inusita­das. Tenía comezón en los brazos y en las piernas. Mis hombros parecían henchirse; los músculos de mi espalda y de mi cuello me hacían sentir deseos de empujar árbo­les o frotarme contra ellos. Me sentía capaz de demoler un muro.

No dijimos más. Estuvimos un rato sentados en el za­guán. Noté que don Juan se estaba quedando dormido; cabeceó un par de veces y luego, sencillamente, estiró las piernas, se acostó en el piso con las manos tras la cabeza y se durmió. Me levanté y fui detrás de la casa, donde que­mé mi energía física extra limpiando la basura; don Juan, recordaba yo, había dicho que le gustaría que yo lo ayudase a limpiar detrás de su casa.

Más tarde, cuando él se despertó y vino al traspatio, yo me hallaba más relajado.

Nos sentamos a comer, y durante la comida me preguntó tres veces cómo me sentía. Siendo esto una rareza, terminé por preguntar:

‑¿Por qué le preocupa cómo me siento, don Juan? ¿Es­pera que tenga una mala reacción por haber tomado el jugo?

Rió. Pensé que se estaba portando como un niño travieso que ha armado una jugarreta e investiga los resultados de vez en cuando. Todavía riendo, dijo:

‑No pareces enfermo. Hace rato‑hasta me hablaste mal.

‑No es cierto, don Juan ‑protesté‑. No recuerdo haberle hablado nunca así.

Tomé muy en serio ese punto porque no recordaba haber­me sentido molesto con él.

‑Saliste en su defensa ‑dijo.

‑¿En defensa de quién?

‑Estabas defendiendo a la yerba del diablo. Ya pare­cías su amante.

Yo iba a protestar aún más vigorosamente, pero me con­tuve.

‑De veras no me di cuenta de que estaba defendiéndola.

‑Claro que no. Ni siquiera te acuerdas de lo que dijis­te, ¿verdad?

‑No, no me acuerdo. Tengo que admitirlo.

‑Ya ves. Así es la yerba del diablo. Se te cuela como una mujer. Ni siquiera te das cuenta. Todo lo que sabes es que te hace sentirte bien y con poder: los músculos se hinchan de vigor, los puños dan comezón, las plantas de. los pies arden por perseguir a alguien. Cuando un hombre la conoce es cuando de veras se llena de ansias. Mi benefactor decía que la yerba del diablo se queda con los hombres que quieren poder y se deshace de los que no pueden con ella. Pero el poder era más común entonces; se buscaba con más ganas. Mi benefactor era un hombre poderoso y, según lo que me dijo, su benefactor era todavía más dado a buscar poder. Pero en esos días había razón para ser poderoso.

‑¿Piensa usted que ya no hay razón para el poder en estos di as?

‑El poder está bien para ti, ahora. ‑Eres joven. No eres indio. Acaso la yerba del diablo sea buena en tus manos. Parece que te gustó. Te hizo sentirte fuerte. Yo mismo sentí todo eso. Y sin embargo no me gustó.

‑¿Puede decirme por qué, don Juan?

‑¡No me gusta su poder! Ya no sirve de nada. En otros tiempos, como aquellos de los que mi benefactor me contaba, había razón para buscar poder. Los hombres reali­zaban hazañas fenomenales, eran admirados por su fuerza y temidos y respetados por su saber. Mi benefactor me con­taba historias de hazañas verdaderamente fenomenales que se realizaron hace mucho, mucho. Pero ahora nosotros, los indios, ya no buscamos ese poder. Hoy en día, los indios usan la yerba para darse friegas. Usan las hojas y las flores para otras cosas; hasta dicen que les curan los granos. Pero no buscan su poder: un poder que actúa como un imán, más potente y más peligroso de manejar cuanto más se ahonda la raíz en la tierra. Cuando uno llega a los cuatro metros ‑dicen que algunos han llegado‑ encuentra el sitio del poder permanente, poder sin fin. Muy pocos seres humanos han hecho esto en el pasado, y nadie lo hace hoy.

Te lo digo, nosotros los indios ya no necesitamos el poder de la yerba del diablo. Creo que poco a poco he­mos perdido el interés, y ahora el poder ya no importa. Yo mismo no lo busco, y sin embargo una vez, cuando tenía tu edad, también sentía por dentro su hinchazón. Me sentía como tú te sentiste hoy, sólo que quinientas veces más fuerte. Maté a un hombre con un solo golpe de mi brazo. Podía aventar peñascos, peñascos enormes que ni veinte hombres podían mover. Una vez salté tan alto que tronché las copas de los árboles más altos. ¡Pero todo eso fue de balde! Lo único que hacía era asustar a los indios: nada más a los indios. Los demás, que no sabían nada de eso, no lo creían. Veían un indio loco, o bien algo que se movía en las copas de los árboles.

Estuvimos callados largo tiempo. Yo necesitaba decir algo.

‑Era distinto cuando había gente en el mundo ‑pro­siguió‑, gente que sabia que, un hombre podía conver­tirse en león de montaña o en pájaro, o que un hombre podía volar así nomás. Por eso ya no uso la yerba del diablo. ¿Para qué? ¿Para asustar a los indios?

Y lo vi triste, y una honda simpatía me llenó. Quise decirle algo, aunque fuera una perogrullada,

‑Tal vez, don Juan, ése sea el destino de todos los hom­bres que quieren saber.

‑Tal vez ‑dijo suavemente.

 

Jueves, 23 de noviembre, 1961

Al llegar en el auto, no vi a don Juan sentado en su za­guán. Eso me pareció extraño. Lo llamé en voz alta y su nuera salió de la casa.

‑Está adentro ‑dijo.

Resultó que don Juan se había dislocado el tobillo varias semanas antes. Había hecho su propio enyesado remojando tiras de tela en una papilla de cacto y hueso molido. Las ti­ras, atadas estrechamente en torno del tobillo, habían for­mado al secarse un molde ligero, ajustado. Tenía la dureza del yeso, pero no su amplitud de volumen.

‑¿Cómo pasó? ‑pregunté.

La nuera, una yucateca, que lo estaba atendiendo, me contestó,

‑Fue un accidente. ¡Se cayó y casi se rompe el pie!

Don Juan rió y esperó que la mujer saliera de la casa antes de responder.

‑¡Qué accidente ni qué nada! Tengo cerca una enemi­ga. ¡La Catalina! Me empujó en un momento de debilidad y yo caí.

‑¿Por qué hizo eso ella?

‑Porque quería matarme, por eso.

‑¿Estuvo aquí con usted?

‑¡Sí!

‑¿Por qué la dejó entrar?

‑Yo no la dejé. Ella entró volando,

‑¡Cómo dice!

‑Es chanate. Y muy buena para eso. Me cogió desprevenido. Ha estado tratando de acabarme desde hace mucho. Esta vez anduvo muy cerca.

‑¿Dijo usted que es un chanate? Digo, ¿es la Catalina un pájaro?

‑Ahí vas otra vez con tus preguntas. ¡Es un chanate! Igual que yo soy un cuervo. ¿Soy un hombre o un pájaro?

Soy un hombre que sabe cómo volverse pájaro. Pero hablan­do otra vez de la Catalina: ¡es una bruja del demonio! Su intención de matarme es tan fuerte que a duras penas logré quitármela de encima. El chanate se metió hasta mi casa y no pude detenerlo.

‑¿Puede usted convertirse en pájaro, don Juan?

‑¡Sí! Pero eso es algo que veremos después.

‑¿Por qué quiere matarlo?

‑Oh, hay un viejo problema entre nosotros. Se pasó de la raya, y ahora parece que tendré que acabar con ella antes de que ella acabe conmigo.

‑¿Va usted a usar brujería? ‑pregunté con gran expec­tación.

‑No seas tonto. Ninguna brujería trabajaría contra ella. ¡Tengo otros planes! Algún día te los diré.

‑¿Puede su aliado protegerlo de ella?

‑¡No! El humito nada más me dice qué hacer. Luego yo debo protegerme solo.

‑¿Y Mescalito? ¿Puede protegerlo de ella?

‑¡No! Mescalito es un maestro, no un poder que se use por motivos personales.

‑¿Y la yerba del diablo?

‑Ya te dije que debo protegerme solo, siguiendo las indicaciones de mi aliado el humito. Y hasta donde yo sé, el humito puede hacer cualquier cosa. Si quieres saber de lo que sea, el humo te dice. Y no sólo te da conocimiento, sino también los medios para proseguir. Es el aliado más maravilloso que un hombre pueda tener.

‑¿Es el humito el mejor aliado posible para todo el mundo?

‑Todos nosotros no somos iguales. Muchos le tienen miedo y no lo tocan, ni siquiera se le acercan. El humito es como todo lo demás; no se hizo para todos nosotros.

‑¿Qué clase de humo es, don Juan?

‑¡El humo de los adivinos!

había en su voz una reverencia perceptible; un estado de ánimo que yo nunca había notado anteriormente,

‑Empezaré por decirte exactamente lo que me dijo mi benefactor cuando empezó a enseñarme acerca de él. Aun­que en ese entonces, igual que tú ahora, yo no tenía modo de entender. "La yerba del diablo es para los que quieren poder. El humito es para los que quieren observar y ver." Y en mi opinión, el humito no tiene rival, Una vez que un hombre entra en su campo, todos los otros poderes están a su disposición. ¡Es magnífico! Y por supuesto, re­quiere una vida entera. Años nada más para familiarizarse con sus dos partes vitales: la pipa y la mezcla de fumar. La pipa me la dio mi benefactor, y después de tantos años de acariciarla se ha vuelto mía. Se ha hecho a mis manos. Pasarla a tus manos, por ejemplo, será una verdade­ra faena para mí, y una gran hazaña para ti, ¡si salimos con bien! La pipa sentirá la tensión de que alguien más la manosee, y si alguno de nosotros comete un error no habrá manera de evitar que la pipa se parta sola por su propia fuerza o se escape de nuestras manos para romperse, aun­que se caiga en un montón de paja. Si eso llega a suceder, será el fin de los dos. Sobre todo el mío. El humito se volvería contra mí en formas increíbles.

‑¿Cómo podría volverse contra usted si es su aliado?

Mi pregunta pareció alterar el curso de sus pensamientos. Pasó largo rato sin hablar.

La dificultad de los ingredientes ‑prosiguió de súbito- ­hace a la mezcla de fumar una de las sustancias más pe­ligrosas que conozco. Nadie puede prepararla sin que le enseñen. ¡Es veneno mortal para cualquiera que no sea el protegido del humito! La pipa y la mezcla deben tratarse con extremo cuidado. Y el hombre que trata de aprender debe prepararse llevando una vida dura, tranquila. Los efectos son tan terribles que sólo un hombre fuerte puede soportar la más pequeña fumada. Al principio todo es ate­rrador y confuso, pero cada fumada define más las cosas. ¡Y de pronto el mundo se abre de nuevo! ¡Increíble! Cuan­do esto sucede, el humito se ha hecho aliado de uno y le resolverá cualquier problema permitiéndole entrar en mun­dos inconcebibles.

"Esta es la mayor propiedad del humito, su mayor don. Y lleva a cabo su función sin dañar en lo más mínimo. ¡Yo llamo al humito un verdadero aliado!"

Como de costumbre, estábamos sentados frente a su casa, donde el suelo de tierra está siempre limpio y bien apiso­nado. Don Juan se levantó de pronto y entró en la casa. Tras unos momentos regresó con un bulto angosto y volvió a sentarse.

‑Esta es mi pipa ‑dijo.

Se inclinó hacia mí para mostrarme una pipa que sacó de una funda de lienzo verde. Medía unos veintidós o veinticinco centímetros. El tallo era de madera rojiza, sen­cillo, sin ornamentación. El cuenco parecía también de madera, y era un poco voluminoso en comparación con el delgado tallo. Tenía un acabado pulido y era de color gris oscuro, casi del color del carbón.

Don Juan sostuvo la pipa frente a mi cara Pensé que me la estaba entregando. Alargué la mano para tomarla, pero él la apartó rápidamente,

‑Esta pipa me la dio mi benefactor ‑dijo-. A su tiempo yo te la pasaré a ti. Pero primero debes conocerla. Cada vez que vengas te la daré. Empieza por tocarla. Agárrala un rato muy corto, al principio, hasta que tú y la pipa se acostumbren el uno al otro. Luego métela en tu bol­sa, o acaso en tu camisa. Y finalmente póntela en la boca. Todo esto se hace poco a poco, despacio y con tiento. Cuando la amistad está hecha, fumas en ella. Si sigues mi consejo y no te apuras, a lo mejor el humito se hace tam­bién tu aliado preferido.

Me entregó la pipa, pero sin soltarla. Alargué hacia ella el brazo derecho.

‑Con las dos manos ‑dijo él.

Toqué la pipa con ambas manos durante un momento muy breve. No me la acercó lo suficiente para asirla, sino sólo lo bastante para tocarla, Luego la apartó,

‑El primer paso es que la pipa te guste. ¡Eso lleva tiempo!

‑¿Puedo yo disgustar, a la pipa, don Juan?

‑No. No puedes disgustarle, pero debes aprender a que te guste para que, cuando te llegue la hora de fumar, la pipa te ayude a no tener miedo.

‑¿Qué fuma usted, don Juan?

‑¡Esto!

Abrió el cuello de su camisa dejando ver una bolsita que llevaba colgada como un medallón. La sacó, la desató, y con mucho cuidado virtió parte del contenido en la palma de su mano.

Hasta donde pude ver, la mezcla parecía hojas de té finamente deshebradas cuyo color variaba del café oscuro al verde claro, con unas cuantas pizcas de amarillo brillante.

Reintegró la mezcla a la bolsa, cerró la bolsa, la ató con una tirilla de cuero y la puso nuevamente bajo su camisa.

‑¿Qué clase de mezcla es?

‑Lleva muchas cosas. Conseguir todos los ingredientes es empresa muy difícil. Hay que viajar lejos. Los honguitos que se necesitan para preparar la mezcla crecen sólo en cier­tas épocas del año, y sólo en ciertos sitios.

‑¿Tiene usted una mezcla diferente para cada tipo de ayuda que necesita?

‑¡No! Sólo hay un humito, y no hay otro como él.

Señaló la bolsa colgada contra su pecho y alzó la pipa que descansaba entre sus piernas.

‑¡Estas dos son una! Una no puede ir sin la otra. Esta pipa y el secreto de esta mezcla pertenecían a mi benefactor. A él se los entregaron en la misma forma en que mi bene­factor me los dio a mi. Aunque la mezcla es difícil de pre­parar, uno puede volver a abastecerse. El secreto está en los ingredientes, y en la manera como se tratan y se mezclan. En cambio, la pipa es para toda la vida. Debe tratársela con cuidado infinito. Es resistente y fuerte, pero nunca hay que golpearla ni hacerla rodar de aquí para allá. Hay que manejarla con las manos secas, nunca cuando las manos están sudadas, y nada más debe usarse cuando se esté a solas. Y nadie, absolutamente nadie debe verla nunca, a menos que uno quiera dársela a alguien. Así me enseñó mi benefactor, y así he tratado a la pipa toda mi vida.

‑¿Qué pasaría si usted perdiera o rompiera la pipa?

Meneó la cabeza, muy lentamente, y me miró.

‑¡Me moriría!

-¿Son como la suya todas las pipas de los brujos?

‑No todos tienen pipas como la mía. Pero conozco algunos que sí.

‑¿Puede usted mismo hacer una pipa como ésta, don Juan? ‑insistí‑. Suponga que no la tuviera: ¿cómo po­dría darme una si quisiera?

‑Si no tuviera la pipa, no podría ni querría darla. Te darla cualquier otra cosa.

Parecía algo hosco conmigo. Metió con mucho cuidado la pipa en la funda, que debía de estar forrada de algún material suave, pues la pipa, que encajaba con justeza, se deslizó fácilmente al interior. Don Juan entró en la casa para guardar su pipa.

‑¿Está usted enojado conmigo, don Juan? ‑le pregun­té cuando volvió. Pareció sorprenderse de mi pregunta.

‑¡No! ¡Nunca me enojo con nadie! Ningún ser huma­no puede hacer nada lo bastante importante para enojarme. Uno se enoja con la gente cuando siente que sus actos son importantes. Yo ya no siento eso.

 

Martes, 26 de diciembre, 1961

El tiempo específico de replantar el "brote", como don Juan llamaba a la raíz, no estaba fijado, aunque se suponía que era el siguiente paso para domar el poder vegetal.

Llegué a casa de don Juan el sábado 23 de diciembre, temprano por la tarde. Estuvimos un rato sentados en si­lencio, como de costumbre. El día era cálido y nublado. Habían pasado meses desde que don Juan me diera la pri­mera parte.

‑Es tiempo de devolver la yerba a la tierra ‑dijo de pronto‑. Pero antes voy a prepararte una protección. Tú la guardarás, y sólo tú debes verla. Como yo voy a prepa­rarla, también yo la veré. Eso no es bueno porque, como te dije, no le tengo buena voluntad a la yerba del diablo. No somos uno. Pero mi recuerdo no vivirá mucho; soy demasiado viejo. Sin embargo, debes guardarla de los ojos de otros porque, mientras dura su recuerdo de haberla visto, el poder de la protección sufre daño.

Entró en su cuarto y sacó tres bultos‑de arpillera debajo de un petate viejo. Volvió al zaguán y tomó asiento.

Tras largo silencio abrió uno de los bultos. Era la datura hembra que había recogido en mi compañía; todas las hojas, flores y vainas apiladas con anterioridad estaban secas. Tomó el trozo largo de raíz en forma de Y, y luego ató nuevamente el bulto.

La raíz se había secado y enjutado y las barras de la horqueta se hallaban más separadas y contorsionadas. Puso la raíz en su regazo, abrió el morral de cuero y extrajo su cuchillo. Sostuvo la raíz seca frente a mí.

‑Esta parte es para la cabeza ‑dijo, e hizo la primera incisión en la cola de la Y, que vista al revés semejaba la forma de un hombre con las piernas abiertas.

-Ésta es para el corazón ‑dijo, y cortó cerca del ángulo de la Y. Luego cortó las puntas de la raíz, dejando unos siete centímetros en cada barra de la Y. Luego, con lenti­tud y paciencia, talló la forma de un hombre.

La raíz era seca y fibrosa. Para tallarla, don Juan hacía dos incisiones y pelaba las fibras entre ambas hasta la hon­dura de los cortes. Sin embargo, cuando se trataba de deta­lles, como dar forma a brazos y manos, cincelaba la madera. El producto final fue una figurilla como de alambre: un hombre con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos en posición de aferrar.

Don Juan se levantó y fue hasta una agave azul que cre­cía frente a la casa, junto al porche. Asió la dura espina de una de las pulposas hojas centrales, la dobló y le dio dos o tres vueltas. El movimiento circular casi separó la espina de la hoja, dejándola colgada. El la mordió, o más bien la tomó entre los dientes, y dio un tirón. La espina salió de la pulpa, arrastrando consigo un manojo de largas fibras: hebras de sesenta centímetros de largo unidas a la parte leñosa como una cola blanca. Aún sosteniendo la espi­na con los dientes, don Juan trenzó las fibras entre las palmas de sus manos e hizo un cordel que ató alrededor de las piernas de la figurilla, para juntarlas. Envolvió la parte inferior del cuerpo hasta que el cordel se terminó; luego, con gran pericia, utilizó la espina como una lezna dentro de la parte delantera del cuerpo, bajo los brazos cruzados, hasta que la aguda punta salió, como brotando de las manos de la figurilla. Usó de nuevo los dientes y, jalando con suavidad, sacó la espina casi por entero. Pa­recía una larga lanza sobresaliendo del pecho de la figura. Sin mirar ya la estatuilla, don Juan la metió en su morral.

Parecía exhausto por el esfuerzo. Se acostó en el piso y se quedó dormido.

Ya estaba oscuro cuando despertó. Comimos las provisio­nes que yo le había llevado y estuvimos un rato más sen­tados en el zaguán. Luego don Juan caminó hacia la parte trasera de la casa, llevando los tres bultos de arpillera‑ Cor­tó varias ramas secas y encendió una fogata. Nos sentamos cómodamente frente a ella y don Juan abrió los tres bultos. Además del que contenía los pedazos secos de la planta hembra, había otro con todo lo que aún quedaba de la planta macho, y un tercero, voluminoso, que contenía peda­zos verdes de datura, recién cortados.

Don Juan fue a la artesa y regresó con un mortero muy hondo, que más parecía una jarra con el fondo en suave curva. Hizo un hoyo poco profundo y asentó firmemente el mortero en la tierra‑ Echó más ramas secas en el fuego; después tomó los dos bultos con los pedazos secos de las plantas macho y hembra y los vació juntos en el mortero. Sacudió la arpillera para asegurarse de que todos los peda­zos habían caído en el mortero. Del tercer bulto extrajo dos trozos frescos de raíz de datura.

-Voy a prepararlos sólo para ti -dijo.

‑¿Qué clase de preparación es, don Juan?

‑Lino de estos pedazos viene de una planta macho, el otro de una planta hembra. Esta es la única vez que se deben juntar las dos plantas. Los pedazos vienen de un me­tro de hondo.

Los maceró con golpes parejos de la mano del mortero. Al hacerlo cantaba en voz baja: una especie de zumbido monótono, sin ritmo. Las palabras me resultaron ininteligi­bles. Se hallaba absorto en su tarea.

Cuando las raíces estuvieron completamente maceradas, tomó del bulto algunas hojas de datura. Estaban limpias y recién cortadas, todas intactas, sin cortes ni agujeros de gusano. Las echó en el mortero una por una. Tomó un pu­ñado de flores de datura y también las echó en el mortero, en la misma forma deliberada. Conté catorce de cada cosa. Luego sacó un manojo de vainas frescas, verdes: conserva­ban sus espinas y no estaban abiertas. No pude contarlas porque las echó todas juntas en el mortero, pero supuse que también eran catorce. Añadió tres tallos de datura, sin ho­jas. Eran rojos oscuros y estaban limpios y, a juzgar por sus ramificaciones múltiples, parecían haber pertenecido a unas plantas grandes.

Tras poner en el mortero todos estos ingredientes, los convirtió en una pulpa con los mismos golpes parejos. En determinado momento inclinó el mortero y con la mano empujó la mezcla a una olla vieja. Me alargó la mano; pensé que quería que se la secara. En vez de ello, tomó mi mano izquierda y con un movimiento muy rápido separó los dedos medio y anular tanto como pudo. Luego, con la punta de su cuchillo, me hirió entre ambos dedos y desga­rró hacia abajo la piel del anular. Actuó con tanta habilidad y rapidez que cuando retraje la mano ésta tenía una cor­tada honda, y la sangre fluía en abundancia. Cogió nueva­mente mi mano, la puso sobre la olla y la apretó para forzar la salida de más sangre.

El brazo se me adormeció. Me hallaba en un estado de shock: extrañamente frío y rígido, con una sensación opre­siva en el pecho y en los oídos. Sentí que resbalaba sobre mi asiento. ¡Me estaba desmayando! Don Juan soltó mi mano y agitó el contenido de la olla. Al recuperarme del shock, me sentí realmente enojado con él. Tardé bastante tiempo en recobrar la compostura.

Colocó tres piedras en torno al fuego y puso encima la olla. A todos los ingredientes añadió algo que me pareció ser un gran trozo de cola de carpintero, así como una olla de agua, y dejó hervir la mezcla. Las plantas de datura tienen, por sí solas, un olor muy peculiar. Combinadas con la cola, que produjo un fuerte olor cuando la mezcla empezó a hervir, creaban un vapor tan acerbo que yo debía contenerme para no vomitar.

La mezcla hirvió largo rato mientras seguíamos inmóvi­les, sentados frente a ella. A ratos, cuando el viento lle­vaba el vapor en mi dirección, la pestilencia me envolvía, y yo aguantaba el aliento en un esfuerzo por evitarla.

Don Juan abrió su morral y sacó la figurilla; me la dio cuidadosamente y me indicó ponerla en la olla sin quemarme las manos. La dejé resbalar suavemente hacia la papilla hirviente. El sacó su cuchillo, y por un segundo creí que iba a cortarme de nuevo; en vez de ello, empujó la figurita con la punta del cuchillo y la hundió.

Observó la papilla hervir durante un rato más, y luego empezó a limpiar el mortero. Lo ayudé. Cuando termina­mos, puso contra la cerca el mortero y la mano. Entramos en la casa, y la olla quedó toda la noche sobre las piedras.

Al amanecer, don Juan me dio instrucciones de sacar la figurilla de la goma y colgarla del techo mirando hacia el este, para que se secara al sol. A mediodía estaba tiesa como alambre. El calor había sellado el pegamento, y el color verde de las hojas se había mezclado con él. La figu­rilla tenía un acabado brillante, extraño.‑

Don Juan me pidió descolgarla. Luego me dio un morral pequeño que había hecho con una vieja chaqueta de ante que yo le llevé tiempo atrás. El morral era igual al que él mismo tenía. La única diferencia era que el suyo era de cuero café suave.

‑Mete tu "imagen" en el morral y ciérralo -dijo,

No me miraba, y deliberadamente mantenía apartado el rostro. Una vez que tuve la figurilla dentro del morral me dio una red para cargar y me indicó poner allí la olla de barro.

Caminó hasta mi coche, me quitó a red de las manos y la ató a la tapa abierta del compartimiento de guantes.

‑Ven conmigo ‑dijo.

Lo seguí. Rodeó la casa, describiendo un círculo comple­to en el sentido de las manecillas del reloj. Se detuvo en el zaguán y circundó la casa de nuevo, esta vez en dirección contraria, regresando otra vez al zaguán. Permaneció inmóvil algún tiempo, y luego se sentó.

Estaba yo condicionado a suponer un significado en todo cuanto don Juan hacía. Me preguntaba cuál podría ser el de dar vueltas a la casa, cuando él dijo:

‑¡Caramba! Se me olvidó dónde lo puse.

Le pregunté qué buscaba. Dijo haber olvidado dónde dejó el brote que yo debía replantar. Rodeamos la casa una vez más antes de que recordara el sitio.

Me mostró un pequeño frasco de vidrio sobre un pedazo de tabla clavado a la pared, debajo del techo. El frasco contenía la otra mitad de la primera parte de la raíz de datura. El brote mostraba un incipiente crecimiento de hojas en su extremo superior. El frasco contenía una pequeña cantidad de agua, pero nada de tierra,

‑¿Por qué no tiene tierra? ‑pregunté.

‑No todas las tierras son la. misma, y la yerba del diablo debe conocer sólo la tierra en que vivirá y crecerá. Y ahora es tiempo de devolverla a la tierra, antes que la dañen los gusanos.

‑¿Podemos plantarla aquí cerca de la casa? ‑pregunté.

‑¡No! ¡No! Cerca de aquí no. Debe regresar a un sitio de tu gusto.

‑¿Pero dónde puedo encontrar un sitio de mi gusto?

‑Eso yo no sé. Puedes plantarla donde quieras. Pero hay que velar por ella, porque debe vivir para que tú tengas el poder que necesitas. Si muere, eso significa que no te quiere, y no debes molestarla más. Significa que no tendrás poder sobre ella. Por eso debes cuidarla y velar por ella, para que crezca. Pero no vayas a consentirla.

‑¿Por qué no?

-Porque si no es su voluntad crecer, de nada sirve sonsacarla. Pero, eso sí, demuéstrale que te preocupas. Tenla limpia de gusanos y dale agua cuando la visites. Esto debe hacerse cada cierto tiempo hasta que tenga semilla. Después de que las primeras semillas germinen, estaremos segu­ros de que te quiere.

‑Pero, don Juan, no me es posible cuidar la raíz como usted dice,

‑¡Si quieres su poder, debes hacerlo! ¡No hay otra manera!

‑¿Puede usted cuidármela mientras no estoy aquí, don Juan?

‑¡No! ¡Yo no! ¡No puedo! Cada quien debe alimen­tar su propio brote. Yo tuve el mío. Ahora tú debes tener el tuyo. Y sólo cuando dé semillas, como te dije, podrás considerarte listo para aprender.

‑¿Dónde piensa usted que debo replantarla?

‑¡Eso es para que tú solo lo decidas! ¡Y nadie debe saber el lugar, ni siquiera yo! Así es como hay que replan­tar. Nadie, pero nadie, puede saber dónde está tu planta. Si un extraño te sigue, o te ve, toma el brote y corre para otro lado. Cualquiera podría causarte un‑ daño como no te imaginas con sólo manosear el brote. Podría lisiarte o ma­tarte. Por eso ni siquiera yo debo saber dónde está tu planta.

Me alargó el frasquito con el brote.

‑Agárralo ya.

Lo tomé. Entonces me llevó casi a rastras a mi coche.

‑Ahora debes irte. Ve y escoge el sitio donde replan­tarás el brote. Escarba un agujero hondo en tierra blanda, junto a un lugar con agua. Acuérdate: tiene que estar cerca del agua para crecer. Haz el agujero con las puras manos, aunque sangren. Pon el brote en el centro del agujero y haz un pilón alrededor, Luego remójalo con agua. Cuando el agua se hunda, llena el hoyo con tierra blanda. Después escoge un sitio a dos pasos del brote, en esa dirección [se­ñaló hacia el sureste]. Haz allí otro agujero hondo, tam­bién con las manos, y tira en él lo que hay en la olla. Luego quiebra la olla y entiérrala hondo en otro lugar, lejos del si­tio donde está tu brote. Cuando hayas enterrado la olla, regresa con tu brote y riégalo otra vez. Entonces saca tu imagen, sostenla entre los dedos donde está la cortada y, parad; en el sitio donde enterraste la cola, toca apenas el brote con la punta de la aguja. Da tres vueltas al brote, parándote cada vez en el mismo sitio a tocarlo.

‑¿Tengo que seguir una dirección específica al dar vuel­tas a la raíz?

‑Cualquier dirección‑ es buena. Pero debes siempre re­cordar en qué dirección enterraste la cola y qué dirección tomaste al rodear el brote. Toca apenitas el brote con la punta todas las veces menos la última: entonces la clavas hondo. Pero hazlo con cuidado; arrodíllate para afirmar la mano, porque no debes romper la punta dentro del brote. Si la rompes, estás acabado. La raíz no te servirá de nada.

‑¿Tengo que decir algo mientras doy la vuelta al brote?

‑No, eso lo haré yo por ti.

 

Sábado, 27 de enero, 1962

Apenas llegué a su casa esta mañana, don Juan me dijo que iba a enseñarme cómo se prepara la mezcla de fumar. Caminamos hasta los cerros y nos adentramos bastante por una de las cañadas. Se detuvo junto a un arbusto alto y es­belto cuyo color contrastaba marcadamente con el de la vegetación circundante. El chaparral en torno era amarillen­to, pero el arbusto era verde brillante.

‑De este arbolito debes tomar las hojas y las flores -dijo‑. El momento justo para cortarlas es el día de las ánimas.

Sacó su cuchillo y tronchó la punta de uña rama delgada. Eligió otra rama similar y también le tronchó la punta. Repitió esta operación hasta tener un puñado de puntas de rama. Luego se sentó en el suelo.

‑Mira ‑dijo‑. Corté todas las ramas encima de la horqueta que hacen dos o más hojas y el tallo. ¿Ves? Todas son iguales. Nada más usé la punta de cada rama, donde las hojas están frescas y tiernas. Ahora hay que buscar un lugar sombreado.

Caminamos hasta que pareció hallar lo que buscaba. Sacó del bolsillo un largo cordel y lo ató al tronco y a las ramas bajas de dos arbustos, haciendo una especie de tendedero donde colgó de cabeza las puntas de rama. Las ordenó con pulcritud a lo largo del cordel; enganchadas por la horque­ta entre las hojas y el tallo, parecían formar una larga fila de jinetes verdes.

‑Hay que ver que las hojas se sequen en la sombra ‑dijo‑. El sitio debe ser apartado y difícil de alcanzar. Así las hojas están protegidas Hay que dejarlas a secar en un sitio donde sea casi imposible encontrarlas. Después de que se secan, hay que ponerlas en un paquete y sellarlas.

Quitó las hojas del cordel y las tiró en los arbustos cercanos. Al parecer sólo había querido mostrarme el proce­dimiento.

Seguimos caminando y don Juan cortó tres flores distin­tas, diciendo que eran parte de los ingredientes y debían juntarse al mismo tiempo. Pero las flores se ponían en sendas vasijas de barro y se secaban en la oscuridad; había que poner una tapa en cada vasija para que las flores crearan moho dentro del recipiente. Dijo que la función de las hojas y las flores consistía en endulzar la mezcla del humito.

Salimos de la cañada y nos encaminamos al lecho del río. Tras un largo rodeo volvimos a su casa; En la noche estu­vimos sentados hasta hora avanzada en su propio cuarto, cosa que rara vez me permitía, y me habló del ingrediente final de la mezcla: los hongos.

‑El verdadero secreto de la mezcla está en los honguitos ‑dijo‑. Son el ingrediente más difícil de juntar. El viaje al sitio donde crecen es largo y peligroso, y seleccionar los buenos es todavía más arriesgado. Hay otras clases de hon­gos que crecen allí mismo y que no sirven; echan a perder a los buenos si se secan juntos. Requiere tiempo conocer bien los hongos, para no cometer un error. Hay daño grave si se usan los que no son: daño para el hombre y para la pipa. Sé de hombres que cayeron muertos por usar el humo sucio.

"En cuanto los honguitos se cortan, se meten en un guaje, así que no hay modo de revisarlos. Ves, hay que deshebrar­los para hacerlos pasar por el cuello del guaje."

‑¿Cómo se puede prevenir un error?

‑Teniendo cuidado y sabiendo escoger. Te dije que es difícil. No cualquiera puede domar el humito; la mayoría de la gente ni siquiera hace el intento.

‑¿Cuánto tiempo se dejan los hongos dentro del guaje?

‑Un año. Todos los demás ingredientes también se se­llan un año, Luego se miden por partes iguales y se muelen por separado, hasta que quede un polvo muy fino. Los hon­guitos no necesitan molerse porque ellos solos se convierten en polvo finito; nada más hay que desmoronar los trozos. Cuatro partes de hongos se añaden a una parte de todos los demás ingredientes juntos. Luego se mezclan y se ponen en una bolsa como la mía ‑señaló el saquito colga­do bajo su camisa.

‑Entonces todos los ingredientes se juntan otra vez, y cuando se han puesto a secar ya estás listo para fumar la mezcla que acabas de preparar. En tu caso, fumarás el año entrante. Y el año después de ése, la mezcla será toda tuya porque la habrás juntado solo. La primera vez que fumes, yo te encenderé la pipa. Fumas toda la mezcla del cuenco y esperas. El humito vendrá. Lo sentirás. Te dará libertad de ver todo cuanto quieras ver. Hablando con pro­piedad, es un aliado sin rival. Pero quien lo busque debe tener una intención y tina voluntad irreprochables. Las ne­cesita, porque si no tiene intención v voluntad de volver, el humito no lo dejará. Y después, también, debe tener intención y voluntad de recordar lo que el humito le per­mita ver; de otro modo no será más que una mancha de niebla en su mente.

 

Sábado, 8 de abril, 1962

En nuestras conversaciones, don Juan usaba a menudo la frase "hombre de conocimiento", o se refería a ella, pero nunca explicaba qué quería decir. Inquirí al respecto.

‑Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias de aprender –dijo-. Un hombre que, sin apuro, sin vacilación ha ido lo más lejos que puede en desenredar los secretos del poder y el conocimiento.

‑¿Puede cualquiera ser un hombre de conocimiento?

-No, no cualquiera,

-¿Entonces qué debe hacer un hombre para volverse hombre de conocimiento?

-Debe desafiar y vencer a sus cuatro enemigos naturales.

-¿Será un hombre de conocimiento tras derrotar a estos cuatro enemigos?

‑Si. Un hombre puede llamarse hombre de conocimiento sólo si es capaz de vencer a los cuatro.

-Entonces, ¿puede cualquiera que venza a estos enemi­gos ser un hombre de conocimiento?

‑Todo el que los venza se convierte en un hombre de conocimiento.

‑¿Pero hay requisitos especiales que un hombre debe cumplir antes de luchar con estos enemigos?

‑No hay requisitos. Cualquiera puede tratar de llegar a ser hombre de conocimiento; muy pocos llegan a serlo, pero eso es natural. Los enemigos que un hombre encuentra en el camino para llegar a ser un hombre de conocimiento son de veras formidables, de verdad poderosos; y la ma­yoría, pues, se pierde.

‑¿Qué clase de enemigos son, don Juan.

Se negó a hablar de los enemigos. Dijo que pasaría largo tiempo antes de que el tema tuviera algún sentido para mí. Traté de mantener vivo ese tema, y le pregunté si pen­saba que yo podía volverme hombre de conocimiento. Dijo que nadie podía decir eso de seguro. Pero yo insistí en preguntar si había algunas pistas que él pudiera usar para determinar si yo tenía o no oportunidad de convertirme en un hombre de conocimiento. Dijo que dependería de mi batalla contra los cuatro enemigos ‑de si podía yo vencer­los o salía vencido‑ pero que era imposible predecir el resultado de esa lucha.

Le pregunté si podía usar brujería o adivinación para ver el desenlace de la batalla. Dijo terminantemente que los resultados de la contienda no podían anticiparse por nin­gún medio, porque volverse hombre de conocimiento era cosa temporal. Cuando le pedí explicar este punto, replicó:

‑Ser hombre de conocimiento no tiene permanencia. Uno no es nunca en realidad un hombre de conocimiento. Más bien, uno se hace hombre de conocimiento por un ins­tante muy corto, después de vencer a las cuatro enemigos naturales.

‑Debe usted decirme, don Juan, qué clase de enemigos son.

No respondió. Insistí de nuevo, pero él abandonó el tema y se puso a hablar de otra cosa.

 

Domingo, 15 de abril, 1962

Cuando me disponía a partir, decidí preguntarle una vez más por los enemigos de un hombre de conocimiento. Aduje que no podría regresar en algún tiempo y serla buena idea escribir lo que él dijese y meditar en ello mien­tras estaba fuera.

Titubeó un rato, pero luego comenzó a hablar.

‑Cuando un hombre empieza a aprender, nunca sabe lo que va a encontrar. Su propósito es deficiente; su inten­ción es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán, pues no sabe nada de los trabajos que cuesta aprender.

"Pero uno aprende así, poquito a poquito al comienzo, luego más y más. Y sus pensamientos se dan de topetazos y se hunden en la nada. Lo que se aprende no es nunca lo que uno creía. Y así se comienza a tener miedo. El conoci­miento no es nunca lo que uno se espera. Cada paso del aprendizaje es un atolladero, y el miedo que el hombre experimenta empieza a crecer sin misericordia, sin ceder. Su propósito se convierte en un campo de batalla.

"Y así ha tropezado con el primero de sus enemigos naturales: ¡el miedo! Un enemigo terrible: traicionero y enredado como los cardos. Se queda oculto en cada recodo del camino, acechando, esperando. Y si el hombre, aterra­do en su presencia, echa a correr, su enemigo habrá puesto fin a su búsqueda."

‑¿Qué le pasa al hombre si corre por miedo?

‑Nada le pasa, sólo que jamás aprenderá. Nunca llega­rá a ser hombre de conocimiento. Llegará a ser un ma­leante, o un cobarde cualquiera, un hombre inofensivo, asus­tado; de cualquier modo, será un hombre vencido. Su primer enemigo habrá puesto fin a sus ansias.

‑¿Y qué puede hacer para superar el miedo?

‑La respuesta es muy sencilla. No debe correr. Debe desafiar a su miedo, y pese a él debe dar el siguiente paso en su aprendizaje, y el siguiente, y el siguiente. Debe estar lleno de miedo, pero no debe detenerse. ¡Esa es la regla! Y llega un momento en que su primer enemigo se retira. El hombre empieza a sentirse seguro de si. Su propósito se fortalece. Aprender no es ya una tarea ate­rradora.

"Cuando llega ese momento gozoso, el hombre puede decir sin duda que ha vencido a su primer enemigo na­tural."

‑¿Ocurre de golpe, don Juan, o poco a poco?

‑Ocurre poco a poco, y sin embargo el miedo se con­quista rápido y de repente.

‑¿Pero no volverá el hombre a tener miedo si algo nuevo le pasa?

‑No. Una vez que un hombre ha conquistado el miedo, está libre de él por el resto de su vida, porque a cambio del miedo ha adquirido la claridad: una claridad de mente que borra el miedo. Para entonces, un hombre conoce sus deseos; sabe cómo satisfacer esos deseos. Puede prever los nuevos pasos del aprendizaje, y una claridad nítida lo rodea todo. El hombre siente que nada está oculto,

"Y así ha encontrado a su segundo enemigo: ¡la clari­dad! Esa claridad de mente, tan difícil de obtener, dispersa el miedo, pero también ciega.

"Fuerza al hombre a no dudar nunca de sí. Le da la seguridad de que puede hacer cuanto se le antoje, porque todo lo que ve lo ve con claridad. Y tiene valor porque tiene claridad, y no se detiene en nada porque tiene clari­dad. Pero todo eso es un error; es como si viera algo claro peto incompleto. Si el hombre se rinde a esa ilusión. de poder, ha sucumbido a su segundo enemigo y será torpe para aprender. Se apurará cuando debía ser paciente, o será paciente cuando debería apurarse. Y tonteará con el apren­dizaje, hasta que termine incapaz de aprender nada más.

‑¿Qué pasa con un hombre derrotado en esa forma, don Juan? ¿Muere en consecuencia?

-No, no muere. Su segundo enemigo nomás ha parado en seco sus intentos de hacerse hombre de conocimiento; en vez de eso, el hombre puede volverse un guerrero impetuo­so, o un payaso. Pero la claridad que tan caro ha pagado no volverá a transformarse en oscuridad y miedo. Será claro mientras viva, pero ya no aprenderá ni ansiará nada.

‑Pero ¿qué tiene que hacer para evitar la derrota?

-Debe hacer lo que hizo con el miedo: debe desafiar su claridad y usarla sólo para ver, y esperar con paciencia y medir con tiento antes de dar otros pasos; debe pensar, sobre todo, que su claridad es casi un error. Y vendrá un momento en que comprenda que su claridad era sólo un punto delante de sus ojos. Y así habrá vencido a su segundo enemigo, y llegará a una posición donde nada puede ya dañarlo. Esto no será un error ni tampoco una ilusión. No será solamente un punto delante de sus ojos. Ése será el verdadero poder.

"Sabrá entonces que el poder tanto tiempo perseguido es suyo por fin. Puede hacer con él lo que se le antoje. Su aliado está a sus órdenes. Su deseo es la regla. Ve claro y parejo todo cuanto hay alrededor. Pero también ha tro­pezado con su tercer enemigo: ¡el poder!

"El poder es el más fuerte de todos los enemigos. Y natu­ralmente, lo más fácil es rendirse; después de todo, el hombre es de veras invencible. Él manda; empieza toman­do riesgos calculados y termina haciendo reglas, porque es el amo del poder.

"Un hombre en esta etapa apenas advierte que su tercer enemigo se cierne sobre él. Y de pronto, sin saber, habrá sin duda perdido la batalla. Su enemigo lo habrá transfor­mado en un hombre cruel, caprichoso."

‑¿Perderá su poder?

-No, nunca perderá su claridad ni su poder.

-¿Entonces qué lo distinguirá de un hombre de conoci­miento?

‑Un hombre vencido por el poder muere sin saber real­mente cómo manejarlo. El poder es sólo un carga sobre su destino. Un hombre así no tiene dominio de si mismo, ni puede decir cómo ni cuándo usar su poder.

‑La derrota a manos de cualquiera de estos enemigos ¿es definitiva?

‑Claro que es definitiva. Cuando uno de estos enemigos vence a un hombre, no hay nada que hacer.

‑¿Es posible, por ejemplo, que el hombre vencido por el poder vea su error y se corrija?

‑No. Una vez que un hombre se rinde, está acabado.

‑¿Pero si el poder lo ciega temporalmente y luego él lo rechaza?

‑Eso quiere decir que la batalla sigue. Quiere decir que todavía está tratando de volverse hombre de conocimiento. Un hombre está vencido sólo cuando ya no hace la lucha y se abandona.

‑Pero entonces, don Juan, es posible que un hombre se abandone al miedo durante años, pero finalmente lo conquiste,

‑No, eso no es cierto. Si se rinde al miedo nunca lo conquistará, porque se asustará de aprender y no volverá a hacer la prueba. Pero si trata de aprender durante años, en medio de su miedo, terminará conquistándolo porque nunca se habrá abandonado a él en realidad.

‑¿Cómo puede vencer a su tercer enemigo, don Juan?

‑Tiene que desafiarlo, con toda intención. Tiene que llegar a darse cuenta de que el poder que aparentemente ha conquistado no es nunca suyo en verdad. Debe tenerse a raya a todas horas, manejando con tiento, y con fe todo lo que ha aprendido. Si puede ver que, sin control sobre sí mismo, la claridad y el poder son peores que los errores, llegará a un punto en el que todo se domina. Entonces sabrá cómo y cuándo usar su poder. Y así habrá vencido a su tercer enemigo.

"El hombre estará, para entonces, al fin de su travesía por el camino del conocimiento, y casi sin advertencia tro­pezará con su último enemigo: ¡la vejez! Este enemigo es el más cruel de todos, el único al que no se puede vencer por completo; el enemigo al que solamente podrá ahuyen­tar por un instante.

"Este es el tiempo en que un hombre ya no tiene miedos, ya no tiene claridad impaciente; un tiempo en que todo su poder está bajo control, pero también el tiempo en el que siente un deseo constante de descansar. Si se rinde por ente­ro a su deseo de acostarse y olvidar, si se arrulla en la fatiga, habrá perdido el último asalto, y su enemigo lo reducirá a una débil criatura vieja. Su deseo de retirarse vencerá toda su claridad, su poder y su conocimiento.

"Pero si el hombre se sacude el cansancio y vive su destino hasta el final, puede entonces ser llamado hombre de conocimiento, aunque sea tan sólo por esos momentitos en que logra ahuyentar al último enemigo, el enemigo invencible. Esos momentos de claridad, poder y conoci­miento son suficientes."

 


Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis