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TOLTECA UNIVERSAL - don juan 6


VI

 

El siguiente paso en las enseñanzas de don Juan fue un nuevo aspecto en el dominio de la segunda parte de la raíz de datura. En el tiempo transcurrido entre las dos eta­pas del aprendizaje, don Juan inquirió únicamente acerca del desarrollo de mi planta.

 

Jueves, 27 de junio, 1963

‑Es buena costumbre probar la yerba del diablo antes de emprender de líen, su camino ‑dijo don Juan.

-¿Cómo se le prueba, don Juan?

‑Debes probar otra brujería con las lagartijas. Tienes todos los elementos que se necesitan para hacerles una pre­gunta más, esta vez sin mi ayuda.

 

‑¿Es muy necesario que haga yo esta brujería, don Juan?

‑Es la mejor forma de probar los sentimientos de la yerba del diablo hacia ti. Ella te prueba todo el tiempo, así que es justo que tú también la pruebes, y si en cualquier punto a lo largo de su camino sientes que por algún mo­tivo no deberías seguir, entonces simplemente te detienes.

 

Sábado, 29 de junio, 1963

Saqué a colación el tema de la yerba del diablo. Quería que don Juan me dijese más sobre ella, y sin embargo no quería comprometerme a participar.

‑La segunda parte se usa nada más para adivinar, ¿no es así, don Juan? ‑pregunté para iniciar la conversación.

‑No solamente para adivinar. Con ayuda de la segunda parte, uno aprende la brujería de las lagartijas, y al mismo tiempo prueba a la yerba del diablo; pero en realidad la segunda parte se usa para otros propósitos. La brujería de las lagartijas es apenas el principio.

‑Entonces, ¿para qué se usa, don Juan?

No respondió. Cambiando súbitamente el tema, me pre­guntó de qué tamaño estaban las daturas que crecían alre­dedor de mi propia planta. Señalé la altura con un gesto. Don Juan dijo:

‑Te he enseñado a distinguir el macho de la hembra. Ahora, ve a tus plantas y tráeme los dos. Ve primero a tu planta vieja y observa con cuidado el cauce hecho por la lluvia. A estas alturas, el agua ha de haber llevado muy lejos las semillas. Observa las zanjitas hechas por el desagüe y de ellas determina la dirección de la corriente. Luego encuentra la planta que esté creciendo en el punto más alejado a tu planta. Todas las plantas de yerba del diablo que crezcan en medio son tuyas. Más tarde, cuando vayan soltando semilla, puedes extender el tamaño de tu territorio siguiendo el cauce desde cada planta a lo largo del camino.

Me dio instrucciones minuciosas sobre cómo procurarme una herramienta cortante. El corte de la raíz, dijo, debía hacerse en la forma siguiente. Primero, debía yo escoger la planta que iba a cortar y apartar la tierra en torno al sitio donde la raíz se unía al tallo. Segundo, debía repetir exactamente la misma danza que había ejecutado al replantar la raíz. Tercero, debía cortar el tallo y dejar la raíz en la tierra. El paso final era cavar para extraer cuarenta centí­metros de raíz. Me instó a no hablar ni delatar sentimiento alguno durante este acto.

‑Deberás llevar dos trozos de tela ‑dijo‑. Extiéndelos en el suelo y pon las plantas encima. Luego córtalas en partes y amontónalas. El orden depende de ti, pero debes recordar siempre qué orden usaste, porque así es como tienes que hacerlo siempre. Tráeme las plantas tan pronto como las tengas.

 

Sábado, 6 de julio, 1963

El lunes 1° de julio corté las daturas que don Juan había pedido. Esperé a que estuviera bastante oscuro antes de bailar alrededor de las plantas, pues no quería que nadie me viera. Me sentía lleno de aprensión. Estaba seguro de que alguien iba a presenciar mis extrañas acciones. Previamente había yo elegido dos plantas que me parecieron macho y hembra. Tenía que cortar cuarenta centímetros de la raíz de cada una, y no fue tarea fácil cavar a esa pro­fundidad con un palo. Requirió horas. Tuve que terminar el trabajo en la oscuridad completa, y ya listo para cortarlas debí usar una lámpara de mano. Mi aprensión original de que alguien fuera a verme resultó mínima en comparación con el miedo de que alguien notara la luz en los ma­torrales,

Llevé las plantas a casa de don Juan el martes 2 de julio. El abrió los bultos y examinó los trozos. Dijo que aún tenía que darme semillas de sus plantas. Empujó un morte­ro frente a mí. Tomó un frasco de vidrio y vació su conte­nido ‑semillas secas aglomeradas‑ en el mortero.

Le pregunté qué eran, y repuso que semillas comidas de gorgojo. Había entre ellas bastantes bichos: pequeños gorgojos negros. Dijo que eran bichos especiales, que debía­mos sacarlos y ponerlos en un frasco aparte. Me entregó otro frasco, lleno hasta la tercera parte del mismo tipo de gorgojos. Un trozo de papel metido en el frasco les im­pedía escapar.

‑La próxima vez tendrás que usar los bichos de tus propias plantas ‑dijo don Juan‑. Lo que haces es cor­tar las vainas que tengan agujeritos: están llenas de gor­gojos. Abres la vaina y raspas todo y lo echas en un frasco. Junta un puñado de gorgojos y guárdalos aparte. Trátalos mal. No les tengas miramientos ni consideraciones. Mide un puño de las semillas apelmazadas comidas de gorgojo y un puño del polvo de los bichos, y entierra lo demás en cualquier sitio en esa dirección [señaló el sureste] de tu planta. Luego juntas semillas buenas, secas, y las guardas por separado. Junta todas las que quieras. Siempre puedes usarlas. Es buena idea sacar allí las semillas de las vainas, para poder enterrar todo de una vez.

Luego, don Juan me dijo que moliera primero las semi­llas apelmazadas, después los huevos de gorgojo, después los bichos y finalmente las semillas buenas y secas.

Cuando todo estuvo bien pulverizado, don Juan tomó los pedazos de datura que yo había cortado y amontonado. Separó la raíz macho y la envolvió con delicadeza en un trozo de tela. Me entregó lo demás y me dijo que lo cor­tara en pedacitos, lo moliera bien y pusiera en una olla hasta la última gota del jugo. Dijo que yo debía macerar las partes en el mismo orden en que las había amontonado.

Después de que terminé, me hizo medir una taza de agua hirviendo y agitarla con todo en la olla, y luego añadir otras dos tazas. Me entregó una barra de hueso de acabado pulido. Agité con ella la papilla y puse la olla en el fuego. Don Juan dijo entonces que debíamos preparar la raíz, usando para ello el mortero grande porque la raíz macho no podía cortarse para nada. Fuimos atrás de la casa. Don Juan tenía listo el mortero, y procedía macha­car la raíz como había hecho antes. La dejamos remojando, al sereno, y entramos en la casa.

Me indicó vigilar la mezcla en la olla. Debía dejarse her­vir hasta que tuviera cuerpo: hasta que fuese difícil de agitar. Luego se acostó en su petate y se durmió. La papilla llevaba al menos una hora hirviendo cuando noté que cada vez era más difícil agitarla. Juzgué que debía estar lista y la quité del fuego. La puse en la red bajo las tejas y me dormí.

Desperté al levantarse don Juan. El sol brillaba en un cielo despejado. Era un día cálido y seco. Don Juan comen­tó de nuevo su certeza de que yo le caía bien a la yerba del diablo.

Procedimos a tratar la raíz, y al finalizar el día tenía­mos una buena cantidad de sustancia amarillenta en el fondo del cuenco. Don Juan escurrió el agua de encima. Pensé que ése era el fin del proceso, pero él volvió a llenar el recipiente con agua hirviendo.

Bajó la olla de la papilla. Esta parecía casi seca. Llevó la olla dentro de la casa, la colocó cuidadosamente en el piso y se sentó. Luego empezó a hablar.

‑Mi benefactor me dijo que se permitía mezclar la plan­ta con manteca. Y eso es lo que vas a hacer. Mi benefactor me la mezcló a mi con manteca, pero, como. ya te he dicho, yo nunca le tuve afición a la planta ni traté realmente de hacerme uno con ella. Mi benefactor decía que para mejo­res resultados, para quienes de veras quieren dominar el poder, lo debido es revolver la planta con sebo de jabalí. El sebo de tripa es el mejor. Pero escoge tú. Acaso la vuelta de la rueda decida que tomes como aliado a la yerba del diablo, y en ese caso te aconsejo, como mi benefactor me aconsejó a mí, cazar un jabalí y sacar el sebo de tripa.

En otros tiempos, cuando la yerba del diablo era lo mejor, los brujos acostumbraban ir de cacería nada más para traer sebo de jabalí. Buscaban a los machos más grandes y fuertes. Tenían una magia especial para jabalíes; tomaban de ellos un poder especial, tan especial que hasta en esos días cos­taba trabajo creerlo. Pero ese poder se perdió. No sé nada de él. Ni conozco a nadie que sepa. A lo mejor la misma yerba te enseña todo eso.

Don Juan midió un puño de manteca y lo echó en el cuenco donde estaba la pasta seca, limpiándose la mano en el borde de la olla. Me dijo que agitara el contenido hasta que estuviera suave y bien revuelto.

Batí la mezcla durante casi tres horas. Don Juan la mira­ba de tiempo en tiempo, sin considerarla terminada aún. Por fin pareció satisfecho. El aire batido en la pasta le había dado un color gris claro, y consistencia de jalea. Colgó la olla del techo, junto al otro recipiente. Dijo que iba a dejarlo allí hasta el otro día, porque preparar esta segunda parte requería dos días. Me dijo que no comie­ra nada entre tanto. Podía tomar agua, pero rada de co­mida.

El día siguiente, jueves 4 de julio, cuatro veces hice escu­rrir la raíz, dirigido por don Juan. La última vez que escurrí el agua del cuenco, ya estaba oscuro. Nos sentamos en el porche. Don Juan puso ambos recipientes frente a mí. El extracto de raíz consistía en una cucharadita de almidón blancuzco. Lo puso en una taza y añadió agua. Dio vueltas a la taza para disolver la sustancia y luego me entregó la taza. Me dijo que bebiera todo lo que había en la taza. Lo bebí rápido y luego puse la taza en el piso y me recliné. Mi corazón empezó a golpear; sentí perder el aliento. Don Juan me ordenó, como si tal cosa, quitarme toda la ropa. Le pregunté por qué, y dijo que para untarme la pasta. Vacilé. No sabia si desvestirme.

Don Juan me instó a apurarme. Dijo que había muy poco tiempo para tonterías. Me quité toda la ropa.

Tomó su barra de hueso y cortó dos líneas horizontales en la superficie de la pasta, dividiendo así el contenido de la olla en tres partes iguales. Luego, empezando en el centro de la línea superior, trazó una raya vertical perpendicular a las otras dos, dividiendo la pasta en cinco partes. Se­ñaló el área inferior de la derecha y dijo que era para mi pie izquierdo. El área encina de ésa era para mi pierna izquierda. La parte superior, la más grande, era para mis genitales. La que seguía hacia abajo, del lado izquierdo, era para mi pierna derecha, y el área inferior izquierda para mi pie derecho. Me dijo que aplicara la parte destina­da al pie izquierdo en la planta del pie y la frotara a con­ciencia. Luego me guió en la aplicación de la pasta a la parte interior de toda mi pierna izquierda, a mis genitales, hacia abajo por toda la parte interior de la pierna derecha, y finalmente a la planta del pie derecho.

Seguí sus instrucciones. La pasta estaba fría y tenía un olor particularmente fuerte. Al terminar de aplicarla me enderecé. El olor de la mezcla entraba en mi nariz. Me esta­ba sofocando. El olor acre literalmente me asfixiaba. Era como un gas de algún tipo. Traté de respirar por la boca y traté de hablarle a don Juan, pero no pude.

Don Juan me miraba con fijeza. Di un paso hacia él. Mis piernas eran como de hule y largas, extremadamente largas. Di otro paso. Las junturas de mis rodillas parecían tener resorte, como una garrocha para salto de altura; se sacudían y vibraban y se contraían elásticamente. Avancé. El movimiento de mi cuerpo era lento y tembloroso: más bien un estremecimiento ascendente y hacia adelante. Bajé la mirada y vi a don Juan sentado debajo de mí: muy por debajo de mí. El impulso me hizo dar otro paso, aun más largo y elástico que el precedente. Y entonces me elevé. Recuerdo haber descendido una vez; entonces empujé con ambos pies, salté hacia atrás y me deslicé bocarriba. Veía el cielo oscuro sobre mí, y las nubes que pasaban a mi lado. Moví el cuerpo a tirones para ver hacia abajo. Vi la masa oscura de las montañas. Mi velocidad era extra­ordinaria. Tenía los brazos fijos, plegados contra los flan­cos. Mi cabeza era la unidad directriz. Manteniéndola echada hacia atrás, describía yo círculos verticales. Cambiaba de dirección moviendo la cabeza hacia un lado. Disfrutaba de libertad y ligereza como nunca antes había conocido. La maravillosa oscuridad me producía un sentimiento de triste­za, de añoranza tal vez. Era como haber hallado un sitio al cual correspondía: la oscuridad de la noche. Traté de mirar en torno, pero todo cuanto percibía era que la noche estaba serena, y sin embargo pletórica de poder.

De pronto supe que era hora de bajar; fue como recibir una orden que debía obedecer. Y empecé a descender como una pluma, con movimientos laterales. Ese tipo de trayec­toria me hacía sentir enfermo. Era lento y a sacudidas, como si estuvieran bajándome con poleas. Me dio náusea. Mi cabeza estallaba a causa de un dolor torturante en extre­mo. Una especie de negrura me envolvía. Tenía mucha conciencia del sentimiento de hallarme suspendido en ella.

Lo siguiente que recuerdo es la sensación de despertar. Estaba en mi cama, en mi propio cuarto. Me senté. Y la imagen de mi cuarto se disolvió. Me levanté, ¡Estaba des­nudo! Al ponerme en pie, volvió la náusea.

Reconocí algunos puntos de referencia. Me encontraba a menos de un kilómetro de la casa de don Juan, cerca del sitio de sus daturas. De pronto todo encajó donde le correspondía y me di cuenta de que debería regresar cami­nando hasta la casa, desnudo. Hallarme privado de ropa era una profunda desventaja psicológica, pero nada podía yo hacer para resolver el problema. Pensé en improvisarme una falda con ramas, pero la idea parecía ridícula y además pronto amanecería, pues el crepúsculo matutino ya estaba claro. Olvidé mi incomodidad y mi náusea y eché a andar rumbo a la casa. Me obsesionaba el temor de ser descu­bierto. Iba a la expectativa de gente o perros. Traté de correr, pero me herí los pies en las piedritas agudas. Cami­né despacio. Ya había clareado mucho. Entonces vi a alguien acercarse por el camino, y rápidamente salté tras los mato­rrales. La situación me parecía de lo más incongruente. Un momento antes me hallaba disfrutando el increíble placer de volar; al minuto siguiente estaba escondido, aver­gonzado de mi propia desnudez. Pensé en saltar de nuevo al camino y correr con todas mis fuerzas pasando junto a la persona que se acercaba. Pensé que se sobresaltaría tanto que, cuando advirtiera que se trataba de un hombre desnu­do, yo ya la habría dejado muy atrás. Pensé todo eso, pero no me atrevía moverme.

La persona que venía por el camino estaba casi junto a mí y se detuvo. La oí decir mi nombre. Era don Juan, y traía mi ropa. Riendo, me miró vestirme; rió tanto que acabé por reír también yo.

El mismo día, viernes 5 de julio, al caer la tarde, don Juan me pidió narrarle los detalles de mi experiencia. Relaté todo el episodio con el mayor cuidado posible.

‑La segunda parte de la yerba del diablo se usa para volar ‑dijo cuando hube terminado‑. El ungüento por sí solo no basta. Mi benefactor decía que la raíz es la que dirige y da sabiduría, y es la causa del volar. Conforme vayas aprendiendo, y la tomes seguido para volar, empeza­rás a ver todo con gran claridad. Puedes remontarte por los aires cientos de kilómetros para saber qué está pasando en cualquier lugar que quieras, o para descargar un golpe mortal sobre tus enemigos lejanos. Conforme te vayas fami­liarizando con la yerba del diablo, ella te enseñará a hacer esas cosas. Por ejemplo, ya te ha enseñado a cambiar de dirección. Así, te enseñará cosas que ni te imaginas.

‑¿Cómo qué, don Juan?

‑Eso no te lo puedo decir. Cada hombre es distinto. Mi benefactor jamás me dijo lo que había aprendido. Me dijo cómo proceder, pero jamás lo que él vio. Eso es nada más para uno mismo.

-Pero yo le digo a usted todo lo que veo, don Juan.

‑Ahora sí. Más tarde no. La próxima vez que tomes la yerba del diablo la tomarás solo, alrededor de tus propias plantas, porque allí es donde aterrizarás: alrededor de tus plantas. Recuérdalo. Por eso vine aquí a mis plantas a buscarte.

No dijo más y me quedé dormido. Al despertar por la noche, me sentía revigorizado. Por alguna razón exudaba una especie de contento físico. Estaba feliz, satisfecho. Don Juan me preguntó:

‑¿Te gustó la noche? ¿O te asustó?

Le dije que la noche había sido en verdad magnífica.

‑¿Y tu dolor de cabeza? ¿Era muy fuerte? ‑preguntó.

‑Tan fuerte como todas las otras sensaciones. Fue el peor dolor que he sentido ‑dije.

‑¿Te impediría eso querer probar otra vez el poder de la yerba del diablo.

-No sé. No quiero ahora, pero más tarde quizá. De veras no sé, don Juan.

Había una pregunta que yo deseaba hacerle, Supe que él la evadiría, de modo que había esperado que él mismo tocara el tema; esperé todo el día. Por fin, aquella noche antes de irme, tuve que preguntarle:

‑¿De verdad volé, don Juan?

‑Eso me dijiste. ¿No?

‑Ya lo sé, don Juan. Quiero decir, ¿voló mi cuerpo? ¿Me elevé como un pájaro?

‑Siempre me preguntas cosas que no puedo responder. Tú volaste. Para eso es la segunda parte de la yerba del diablo. Conforme vayas tomando más, aprenderás a volar a la perfección. No es asunto sencillo. Un hombre vuela con ayuda de la segunda parte de la yerba del diablo. Nada más eso puedo decirte. Lo que tú quieres saber no tiene sentido. Los pájaros vuelan como pájaros y el enyerbado vuela así.

-¿Así como los pájaros?

‑No, así como los enyerbados.

‑Entonces no volé de verdad, don Juan. Volé sólo en mi imaginación, en mi mente. ¿Dónde estaba mi cuerpo?

‑En las matas ‑repuso cortante, pero inmediatamente echó a reír de nuevo‑, El problema contigo es que nada más entiendes las cosas de un modo. No piensas que un hombre vuele, y sin embargo un brujo puede recorrer mil kilómetros en un segundo para ver qué está pasando. Puede descargar un golpe sobre sus enemigos a grandes distancias. Conque ¿vuela o no vuela?

‑Mire, don Juan, usted y yo tenemos orientaciones diferentes. Pongamos por caso que uno de mis compañeros estudiantes hubiera estado aquí conmigo cuando tomé la yerba del diablo. ¿Habría podido verme volar?

‑Ahí vas de vuelta con tus preguntas de qué pasaría si. . . Es inútil hablar así. Si tu amigo, o cualquier otro, toma la segunda parte de la yerba, no le queda otra cosa sino volar. Ahora, si nada más te está viendo, puede que te vea volar, o puede que no. Depende del hombre,

-Pero lo que quiero decir, don Juan, es que si usted y yo miramos un pájaro y lo vemos volar, estamos de acuerdo en que vuela. Pero si dos de mis amigos me hubie­ran visto volar como anoche, ¿habrían estado de acuerdo en que yo volaba?

‑Bueno, a lo mejor. Tú estás de acuerdo en que los pájaros vuelan porque los has visto volar. Volar es cosa común para los pájaros. Pero no estarás de acuerdo en otras cosas que hacen los pájaros, porque nunca los has visto hacerlas. Si tus amigos supieran de hombres que vuelan con la yerba del diablo, entonces estarían de acuerdo.

‑Vamos a ponerlo de otro modo, don Juan. Lo que quise decir es que, si me hubiera amarrado a una roca con una cadenota pesada, habría volado de todos modos, por­que mi cuerpo no tuvo nada que ver con el vuelo.

Don Juan me miró incrédulo.

‑Si te amarras a una roca ‑dijo‑, mucho me temo que tendrás que volar cargando la roca con su pesada ca­denota.


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