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TOLTECA UNIVERSAL - don juan 11


XI

 

El último hecho que registré en mis notas de campo tuvo lugar en septiembre de 1965. Fue la última de las enseñan­zas de don Juan. Lo llamé "un estado especial de realidad no ordinaria" porque no los produjo ninguna de las plan­tas que yo había usado con anterioridad. Al parecer don Juan lo provocó por medio de una manipulación cuidado­sa de indicaciones acerca de si mismo; es decir, se portó frente a mi en una forma tan hábil. que creó la impresión clara y sostenida de no ser realmente él mismo, sino al­guien que lo suplantaba. Como resultado, experimenté un profundo sentido de conflicto; quería creer que se tra­taba de don Juan, y sin embargo no podía estar seguro. La concomitante del conflicto fue un terror consciente tan agudo que minó mi salud por varias semanas. Después pensé que habría sido prudente poner fin entonces a mi aprendizaje. Desde aquel tiempo, nunca he sido partici­pante, pero don Juan no ha cesado de considerarme apren­diz. Ha visto en mi retiro sólo un periodo necesario de recapitulación, otro paso de aprendizaje, que puede durar indefinidamente. Sin embargo, desde entonces, jamás me ha expuesto sus conocimientos.

Escribí la crónica detallada de mi última experiencia casi un mes después de que ocurrió, aunque tenía ya copiosas notas sobre sus puntos destacados, escritas al día siguiente, durante las horas de gran agitación emotiva que precedie­ron al punto más intenso de mi terror.

 

Viernes, 29 de octubre, 1965

El jueves 30 de septiembre de 1965 fui a ver a don Juan. Los estados breves y someros de realidad no ordinaria per­sistían a pesar de mis deliberados intentos por ponerles fin, o sacudírmelos de encima como don Juan había su­gerido. Yo sentía que mi condición iba empeorando, pues aumentaba la duración de tales estados. Tomé conciencia aguda del ruido de los aeroplanos. El ruido de sus motores al pasar por encima captaba inexorablemente mi atención y la fijaba, hasta el punto en que me parecía seguir al avión como si fuera dentro de él o volara con él. Esta sen­sación era muy molesta. La incapacidad de sacudírmela me producía una honda angustia.

Don Juan, tras escuchar atentamente todos los detalles, concluyó que yo sufría de pérdida del alma. Le dije que tenía estas alucinaciones desde la vez que fumé los hongos, pero él insistió en que eran cosa nueva. Dijo que antes yo tenía miedo y "soñaba cosas sin sentido", pero que ahora estaba en verdad embrujado. La prueba era que el ruido de los aviones en vuelo podía arrastrarme. Por lo común, dijo, el ruido de un arroyo o de un río puede atrapar a un embrujado que ha perdido el alma y arrastrarlo a su muerte. Luego me pidió describir todas mis actividades durante la época anterior a las alucinaciones. Enumeré to­das las actividades que pude recordar. Y de mi recuento, él dedujo el sitio donde yo había perdido el alma.

Don Juan parecía francamente preocupado, cosa del todo insólita en él. Esto, como es natural, aumentó mi apren­sión. Dijo que no tenía idea definida de quién había atra­pado mi alma, pero quienquiera que fuese pretendía sin duda matarme o enfermarme de gravedad. Luego me dio instrucciones precisas acerca de una "forma para pelear", una posición corporal especifica que yo debería mantener, permaneciendo en mi sitio benéfico. Tenía que conservar esta postura que él llamaba forma.

Le pregunté a qué venia todo eso y con quién iba yo a pelear. Repuso que él iría a ver quién había tomado mi alma y si era posible recuperarla. Mientras tanto, yo debía permanecer en mi sitio hasta su regreso. La forma para pelear era en realidad una precaución, dijo, en caso de que algo ocurriese durante su ausencia, y yo debía usarla si me atacaban. Consistía en palmotear contra la pantorri­lla y el muslo de mi pierna derecha y dar de saltos con el pie izquierdo en una especie de danza que yo había de ejecutar enfrentando al atacante.

Me advirtió que la forma debía adoptarse sólo en mo­mentos de crisis extrema; mientras no hubiera peligro a la vista, yo podía estar simplemente sentado en mi sitio, con las piernas cruzadas. Pero en circunstancias de peligro ex­tremo, tenía el recurso de un último medio de defensa: arrojar un objeto contra el enemigo. Me dijo que por lo común se arroja un objeto de poder, pero como yo no te­nía ninguno me era forzoso usar cualquier piedra que cu­piese en la palma de mi mano derecha, una piedra que yo pudiera sostener apretada entre la palma y el pulgar. Dijo que tal técnica debía usarse sólo si uno se hallaba indudable­mente en peligro de perder la vida. El lanzamiento del ob­jeto tenía que acompañarse con un grito de guerra, un alarido con la propiedad de dirigir el objeto a su blanco. Insistió en recomendarme cuidado y deliberación con el gri­tó, y no emplearlo al azar, sino sólo con "severas condicio­nes de seriedad".

Le pregunté qué quería decir con "severas condiciones de seriedad". Dijo que el clamor, o grito de guerra, era algo que se quedaba con un hombre toda la vida: por eso tenia que ser bueno desde el principio. Y la única manera de empezarlo correctamente era retener el miedo y la prisa naturales de uno hasta hallarse lleno por entero de‑poder, y entonces el alarido brotaría con dirección y fuerza. Dijo que éstas eran las condiciones de seriedad necesarias para soltar el grito.

Le pedí explicación sobre el poder que supuestamente lo llenaba a uno antes del clamor. Dijo que era algo que corría a través del cuerpo saliendo de la tierra donde uno estaba parado; era una especie de poder emanado del sitio benéfico, para ser exactos. Era una fuerza que empujaba el alarido para hacerlo salir. Si tal fuerza se manejaba de­bidamente, el grito de batalla sería perfecto.

De nuevo le pregunté si pensaba que algo iba a ocurrir­me. Dijo no saber nada de eso y me advirtió dramática­mente quedarme pegado a mi sitio cuanto fuese necesario, porque ésa era la única protección que yo tenía contra cualquier cosa que pudiera pasar.

Empecé a asustarme; le supliqué ser más explícito. Dijo que todo cuanto sabia era que yo no debía moverme en ninguna circunstancia; no debía entrar en la casa ni ir al matorral. Sobre todo, dijo, no debía hablar una sola pala­bra, ni siquiera a él. Dijo que si‑me daba mucho miedo po­día cantar mis canciones de Mescalito, y añadió que yo ya sabia demasiado sobre estos asuntos para que fuera necesa­rio señalarme, como a un niño, la importancia de hacer todo correctamente.

Sus admoniciones me provocaron un estado de angustia profunda. Estuve seguro de que él esperaba que algo ocu­rriese. Le pregunté por qué me recomendaba cantar las canciones de Mescalito, y qué cosa creía él que fuera a asustarme. Rió y dijo que tal vez me diese miedo de estar solo. Entró en la casa y cerró la puerta tras de sí. Miré mi reloj. Eran las 7 p.m. Estuve sentado en calma un largo rato. No salían ruidos del cuarto de don Juan. Todo estaba tran­quilo, Hacía viento. Pensé en correr a mi coche a sacar una mampara, pero no me atreví a actuar contra el consejo de don Juan. No tenía sueño, sino cansancio; el viento frío me imposibilitaba descansar.

Cuatro horas después oía don Juan caminar en torno a la casa. Pensé que podía haber salido por la parte trasera para orinar en el matorral. Entonces me llamó con voz fuerte.

‑¡Oye muchacho! ¡Oye muchacho! Ven aquí ‑dijo.

Casi me levanté para ir con él. Era su voz, pero no su tono, ni sus palabras de costumbre. Don Juan nunca me había dicho "oye muchacho". De modo que seguí donde me hallaba. Un‑escalofrío corrió a lo largo de mi espalda. El empezó a gritar de nuevo, usando la misma frase o una similar.

Lo oí dar vuelta a la pared trasera de su casa. Tropezó con una pila de leña como si no supiera que estaba allí. Luego llegó al zaguán y se sentó junto a la puerta, con la espalda contra la pared. Parecía más pesado que de costum­bre. Sus movimientos no eran lentos ni torpes, sólo más pesados. Se dejó caer a plomo en el suelo, en vez de des­lizarse ágilmente como solía. Además, ése no era su sitio, y don Juan nunca, en ninguna circunstancia, se sentaba en ningún otro lugar.

Entonces volvió a hablarme. Preguntó por qué me había yo negado a ir cuando él me necesitaba. Hablaba con voz fuerte. Yo no quería mirarlo, y sin embargo experimentaba una urgencia compulsiva de observarlo. Empezó a mecer­se levemente de un lado a otro. Cambié de postura, adopté la forma para pelear que él me enseñó, y me volvía en­cararlo. Mis músculos estaban tiesos y extrañamente tensos. No sé qué me movió a adoptar la forma dé pelea, acaso fue el creer que don Juan quería asustarme creando la impresión de que, en realidad, la persona que yo estaba viendo no era él mismo. Pensé que ponía mucho cuidado en hacer cosas fuera de costumbre, para implantar la duda en mi mente. Tuve miedo, pero aun así me sentía por encuna de todo aquello, porque de hecho me hallaba eva­luando y analizando la secuencia completa.

En ese punto, don Juan se levantó. Sus movimientos fue­ron completamente desconocidos. Puso los brazos frente al cuerpo y se empujó hacia arriba, alzando primero la es­palda; luego asió la puerta y enderezó la parte superior del cuerpo. Me asombró la honda familiaridad que yo tenia con sus movimientos, y el sentimiento terrible que él crea­ba al hacerme ver un don Juan que no se movía como don Juan.

Dio unos pasos hacia mí. Sostenía con ambas manos la parte inferior de su espalda, como si tratara de endere­zarse o sufriera un dolor. Gemía y resoplaba. Parecía tener tapada la nariz. Dijo que me iba a llevar, y me ordenó levantarme y seguirlo. Caminé hacia el lado oeste de la casa. Cambié de posición para encararlo. Se volvió hacia mí. Yo no me moví de mi sitio; estaba pegado a él.

-¡Oye muchacho! ‑vociferó‑. Te dije que vengas conmigo. ¡Si no vienes te llevo a empujones!

Se me acercó. Empecé a golpearme la pantorrilla y el muslo y a bailar aprisa. Don Juan llegó al filo del zaguán, frente a mi, y casi me tocó. Frenéticamente dispuse mi cuerpo para adoptar la posición de lanzamiento, pero él cambió de dirección y se alejó hacia los matorrales a mi izquierda. En cierto momento, mientras se alejaba, se volvió de pronto, pero yo le daba la cara.

Se perdió de vista. Conservé la postura de pelea un rato más, pero como ya no lo vi me senté de nuevo con las piernas cruzadas y la espalda contra la roca. A estas alturas me hallaba realmente asustado. Quise huir corriendo, pero esa idea me aterraba más aún. Sentí que, si él me atrapaba en el camino a mi coche, quedaría completamente a su merced. Empecé a cantar las canciones de peyote que sa­bía. Pero sentía de algún modo que allí eran impotentes. Sólo servían de pacificador, pero me serenaron. Las canté una y otra vez.

A eso de las 2:45 a.m. oí un ruido dentro de la casa. Inmediatamente cambié de postura. La puerta se abrió de golpe y don Juan salió trastabillando. Boqueaba y se aga­rraba la garganta. Se arrodilló frente a mí y gimió. Me pidió, en voz aguda y chillona, ir a ayudarlo. Luego voci­feró nuevamente y me ordenó ir. Hacía ruidos de gargaris­mo. Me suplicó ir a ayudarlo, porque algo lo ahogaba. Se arrastró sobre las manos y las rodillas hasta hallarse a poco más de un metro. Extendió las manos hacia mí.

‑¡Ven acá! ‑dijo. Entonces se levantó. Sus brazos estaban extendidos en mi dirección. Parecía dispuesto a afe­rrarme. Pateé el suelo y me di palmadas en la pantorrilla y el muslo. Estaba fuera de mí.

Don Juan se detuvo y caminó hacia el costado de la casa y se internó entre los matorrales. Cambié de postura para encararlo. Luego volví a sentarme. Ya no quería can­tar. Mi energía parecía desgastarse. Todo el cuerpo me dolía; cada músculo estaba tieso y dolorosamente contraído. No sabía qué pensar. No podía decidir si enojarme con don Juan o no. Pensé en saltarle encima, pero de alguna manera supe que él me derribaría de golpe como a un in­secto. Tuve verdaderas ganas de llorar. Experimentaba una honda desesperanza; la idea de que don Juan iba a tales extremos por asustarme provocaba en mí una sensación de llanto. Me resultaba imposible hallar un motivo para su tremendo despliegue histriónico; sus movimientos eran tan habilidosos que me confundían. No era como si tratara de moverse como mujer; era como si una mujer tratara de moverse igual que don Juan. Tuve la impresión de que esa mujer intentaba en verdad caminar y moverse con la de­liberación de don Juan, pero era demasiado pesada y no tenía la ligereza de don Juan. Quien estuviera frente a mí creaba la impresión de ser una mujer pesada, de menos edad, tratando de imitar los movimientos lentos de un an­ciano ágil.

Estos pensamientos me arrojaron a un estado de pánico. Un grillo empezó a clamar ruidosamente, muy cerca de mí. Noté la riqueza de su tono; imaginé que tenía voz de barítono. El canto empezó a disolverse. De pronto, todo mi cuerpo se contrajo. Volvía adoptar la forma de lucha y encaré la dirección de donde había venido el canto del grillo.

El sonido me estaba atrapando; había empezado a atra­parme antes de que yo me diera cuenta de que solamente era como de grillo. El sonido se acercó de nuevo. Se hizo terriblemente fuerte. Empecé a cantar mis canciones de peyote, más y más alto. De pronto el grillo calló. Inmedia­tamente‑ me senté, pero seguí cantando. Un momento des­pués vi la figura de un hombre correr hacia mí, viniendo de la dirección opuesta al llamado del grillo. Palmotee so­bre mi muslo y mi pantorrilla y pateé vigorosa, frenética­mente. La figura pasó muy aprisa, casi tocándome. Pa­recía un perro. Experimenté un miedo tan espantoso que quedé insensible. No recuerdo haber sentido ni pensado nada más.

El rocío de la mañana fue refrescante. Me sentí mejor. El fenómeno, fuera lo que fuese, parecía haberse retirado. Eran las 5:48 a.m. cuando don Juan abrió calladamente la puerta y salió. Estiró los brazos, bostezando, y me miró. Dio dos pasos hacia mí, prolongando su bostezo. Vi sus ojos mirar a través de párpados entornados. Me levanté de un salto; supe entonces que quienquiera, o lo que fuera, que estuviese frente a mí, no era don Juan.

Recogí del suelo una piedra pequeña, con filos agudos. Estaba junto a mi mano derecha. No la miré; únicamente la sostuve apretándola con el pulgar contra los dedos exten­didos‑ Adopté la forma que don Juan me había enseñado. En cuestión de segundos, sentí que me llenaba un extraño vigor. Entonces grité y arrojé la piedra. Me pareció un cla­mor magnífico. En ese momento, no me importaba vivir ni morir. Sentí que el grito era estremecedor en su poten­cia. Era penetrante y prolongado, y en verdad dirigió mi puntería. La figura frente a mí osciló y chilló y trastabilló hacia el costado de la casa, para internarse de nuevo en el matorral.

Tardé horas en calmarme. Ya no pude tomar asiento; trotaba de continuo en el mismo sitio. Tenía que respirar por la boca para recibir aire suficiente.

A las 11 a.m. don Juan volvió a salir. Yo iba a dar un salto, pero los movimientos eran suyos. Fue derecho a su sitio y se sentó como solía. Me miró y sonrió. ¡Era don Juan! Fui a él y, en vez de enojarme, besé su mano. Creía realmente que él no había actuado para crear un efecto dramático, sino que alguien lo había suplantado para ha­cerme daño o matarme.

La conversación se inició con especulaciones sobre la identidad de una persona femenina que supuestamente ha­bía tomado mi alma. Luego don Juan me pidió contarle cada detalle de mi experiencia.

Narré toda la secuencia de eventos en una forma muy deliberada. El rió todo el tiempo, como si fuera un chiste. Cuando terminé, dijo:

‑Te fue bien. Ganaste la batalla por tu alma. Pero el asunto es más serio de lo que yo creía. Anoche tu vida no valía ni un carajo. Tu buena suerte fue que sabías lo suficiente y te defendiste. De no haber tenido un poco de preparación, ahorita estarías muerto, porque lo que te vi­sitó anoche traía ganas de acabar contigo.

‑¿Cómo es posible, don Juan, que alguien tomara la forma de usted?

‑Muy sencillo. Lo que te visitó anoche es una diablera y tiene un buen ayudante del otro lado. Pero no fue muy buena para tomar mi apariencia, y tú diste con el truco.

‑¿Un ayudante del otro lado es lo mismo que un aliado?

‑No, un ayudante es la ayuda de un diablero. Un ayu­dante es un espíritu que vive del otro lado del mundo y ayuda al diablero a causar enfermedad y dolor. Lo ayuda a matar.

‑¿Puede un diablero tener también un aliado, don Juan?

‑Por supuesto, si son los diableros los que tienen alia­dos, pero antes de que un diablero pueda domar a un aliado, el diablero acostumbra tener un ayudante que lo auxilie en sus tareas.

‑¿Y la mujer que tomó su forma, don Juan? ¿Tiene sólo ayudante y no aliado?

‑No sé si tenga aliado o no. A algunas personas no les gusta el poder de un aliado y prefieren un ayudante. Domar un aliado es trabajo duro. Sale más fácil conseguir un ayudante del otro lado.

‑¿Piensa usted que yo podría conseguir un ayudante?

‑Para saberlo, tienes que aprender mucho más. Estamos otra vez al principio, casi como el primer día que viniste a pedirme hablar de Mescalito, y yo no podía porque no me habrías entendido ni una palabra. Ese otro lado es el mun­do de los diableros. Creo que lo mejor será decirte lo que yo creo y siento, como lo hizo mi benefactor. El era dia­blero y guerrero; su vida se inclinaba hacia la fuerza y la violencia del mundo. Pero yo no soy ninguna de las dos cosas. Esa. es mi naturaleza. Tú has visto mi mundo desde el principio. En cuanto a enseñarte el camino de mi bene­factor, nada más puedo dejarte en la puerta, y tú tendrás que decidir solo; tendrás que aprenderlo por tu propia cuenta. Debo reconocer ahora que cometí un error contigo. Habría sido mucho mejor, ahora lo veo, empezar como yo mismo empecé. Así es más fácil darse cuenta de cuán sencilla y a la vez cuán profunda es la diferencia. Un dia­blero es un diablero y un guerrero es un guerrero. O se puede ser las dos cosas. Hay bastante gente que es las dos cosas. Pero un hombre que sólo recorre los caminos de la vida lo es todo. Hoy no soy ni guerrero ni diablero. Para mí ya no hay nada de eso. Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atra­vesar todo su largo. Y esos recorro mirando, mirando, sin aliento,

Hizo una pausa. Su rostro reflejaba un estado de ánimo peculiar; parecía inusitadamente serio. Yo no sabía qué preguntar ni qué decir.

Don Juan prosiguió:

‑La cosa que hay que aprender es cómo llegar a la raja entre los mundos y cómo entrar en el otro mundo. Hay una raja entre los dos mundos, el mundo de los diableros y el mundo de los hombres vivos. Hay un lugar donde los dos mundos se montan el uno sobre el otro. La raja está allí. Se abre y se cierra como una puerta con el viento. Para llegar allí, un hombre debe ejercer su voluntad. Debe, di­ría yo, desarrollar un deseo indomable, una dedicación total. Pero debe hacerlo sin ayuda de ningún poder ni de ningún hombre. El hombre sólo debe reflexionar y desear hasta el momento en que su cuerpo esté listo para empren­der el viaje. Ese momento se anuncia con un temblor prolon­gado de los miembros y vómitos violentos. Por lo general, el hombre no puede dormir ni comer, y se va gastando.

Cuando las convulsiones ya no cesan, el hombre está listo para partir, y la raja entre los mundos aparece enfrente de sus ojos como una puerta monumental: una rendija que sube y baja. Cuando se abre, el hombre tiene que‑colarse por ella. Del otro lado de esa frontera es difícil distinguir. Hace viento, como polvareda. El viento se arremolina. El hombre debe entonces caminar en cualquier dirección. El viaje será corto o largo, según su fuerza de voluntad. Un hombre de voluntad fuerte hace viajes cortos. Un hombre débil, indeciso, viaja largo y con dificultades. Después de este viaje, el hombre llega a una especie de meseta. Se pue­den distinguir con claridad algunos de sus rasgos. Es un plano encima de la tierra. Se le reconoce por el viento, que allí sopla todavía más fuerte: golpea, ruge por todo el derredor. En la parte más alta de esa meseta está la entrada al otro mundo. Y hay una especie de piel que separa los dos mundos; los muertos la atraviesan sin ruido, pero nosotros tenemos que romperla con un grito. El viento reúne fuerza, el mismo viento indómito que sopla en la me­seta. Cuando el viento ha juntado fuerza suficiente, el hom­bre tiene que gritar y el viento lo empuja al otro lado. Aquí también su voluntad debe ser inflexible, para poder combatir al viento. Todo lo que necesita es un empujón suave, y no que el viento lo mande al fin del otro mundo. Una vez que está del otro lado, tiene que vagar por allí. Su buena suerte sería encontrar un ayudante cerca, no muy lejos de la entrada. El hombre tiene que pedirle ayuda. En sus propias palabras, tiene que pedir al ayudante que lo instruya y lo haga diablero. Cuando el ayudante acepta, mata al hombre allí mismo, y mientras está muerto le ense­ña. Cuando hagas el viaje, a lo mejor encuentras a un gran diablero en el ayudante que te mate y te enseñe; eso depende de tu suerte. Pero las más de las veces uno encuen­tra brujos de mala muerte sin gran cosa que enseñar. Pero ni tú ni ellos tienen el poder de negarse. El mejor de los casos es hallar un ayudante macho para no caer en manos de una diablera que lo haga a uno sufrir en forma increí­ble. Las mujeres siempre son así. Pero eso depende de la pura suerte, a no ser que el benefactor de uno sea también un gran diablero, caso en el cual tendrá muchos ayudan­tes en el otro mundo y puede mandarlo a uno a ver a un ayudante en particular. Mi benefactor era uno de esos hom­bres.

"Me guió al encuentro de su espíritu ayudante. Des­pués de que regreses, ya no serás el mismo. Estás compro­metido a volver y a ver seguido a tu ayudante. Y estás comprometido a alejarte más y más de la entrada, hasta que por fin un día irás demasiado lejos y no podrás re­gresar. A veces un diablero pesca un alma y la empuja por la entrada y la deja a la custodia de su ayudante mien­tras él le roba a la persona toda su voluntad. En otros casos, el tuyo por ejemplo, el alma pertenece a una persona de voluntad fuerte, y el diablero sólo puede guardarla en su morral, porque es demasiado difícil llevársela al otro lado. En tales casos, como en el tuyo, una batalla puede resolver el problema: una batalla en que el diablero se juega el todo por el todo. Esta vez perdió el combate y tuvo que soltar tu alma. De haber ganado, se la llevaba a su ayudante para que se quede con ella."

‑Pero ¿cómo le gané?

‑No te moviste de tu sitio. Si te hubieras apartado un centímetro, te habría hecho polvo. La diablera escogió el momento en que yo no estaba como la mejor hora para atacar, y lo hizo bien. Falló porque no contaba con tu pro­pia naturaleza, que es violenta, y también porque no te saliste del sitio en el que eres invencible.

-¿Cómo me habría matado de haberme movido?

‑Te habría golpeado como un rayo. Pero sobre todo se habría quedado con tu alma, y tú te habrías ido gastando.

‑¿Qué va a suceder ahora, don Juan?

-Nada. Recobraste tu alma. Fue una buena batalla‑Ano­che aprendiste muchas cosas.

Después nos pusimos a buscar la piedra que yo había lanzado. Don Juan dijo que, de encontrarla, podríamos estar absolutamente seguros de que el asunto había termina­do. Buscamos durante casi tres horas. Yo tenía el senti­miento de que la reconocería. Pero no pude.

Ese mismo día, empezando a anochecer, don Juan me llevó a los cerros cerca de su casa. Allí me dio instruccio­nes largas y detalladas sobre procedimientos específicos de pelea. En determinado momento, mientras repetía ciertos pasos prescritos, me hallé solo. Había subido corriendo una ladera y estaba sin aliento. Sudaba en abundancia, pero tenía frío. Llamé varias veces a don Juan, pero no contestó, y empecé a experimentar una aprensión extraña. Oí un cru­jir en el matorral, como si algo viniera hacia mí. Escuché atentamente, pero el ruido cesó. Luego volvió a oírse, más fuerte y más Cerca. En ese instante se me ocurrió que iban a repetirse los eventos de la noche anterior. En cuestión de segundos, mi miedo creció fuera de toda proporción. El crujir en las matas se acercó más, y mi fuerza menguó. Quería gritar o llorar, correr o desmayarme, Mis rodillas se vencieron; caí por tierra, chillando. Ni siquiera pude cerrar los ojos. Después de eso, sólo recuerdo que don Juan encendió una hoguera y frotó los músculos agarrotados de mis brazos y piernas.

Permanecí varias horas en un estado de profunda zozobra. Más tarde, don Juan explicó mi reacción desproporcionada como un hecho común. Me declaré incapaz de descubrir lógicamente qué había ocasionado mi pánico; y él repuso que no fue el miedo de morir, sino más bien el miedo a perder el alma, un temor común entre los hombres que no poseen una intención indomable.

 

Esa experiencia fue la última enseñanza de don Juan. Desde entonces me he abstenido de buscar sus lecciones. Y, aunque don Juan no ha alterado su actitud de benefac­tor hacia mí, creo en verdad haber sucumbido al primer enemigo de un hombre de conocimiento.

 

FIN

 

 


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