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TOLTECA UNIVERSAL - don juan 7


VII

 

juntar los ingredientes y prepararlos para la mezcla de fu­mar formaba un ciclo anual. El primer año, don Juan me enseñó el procedimiento. En diciembre de 1962, el segundo año, al renovarse el ciclo, don Juan se limitó a dirigirme; yo mismo recolecté los ingredientes, los preparé, y los guardé hasta el año siguiente.

En diciembre de 1963, empezó un nuevo ciclo. Don Juan me enseñó entonces a combinar los ingredientes secos que yo había juntado y preparado el año anterior. Echó la mezcla de fumar en una bolsita de cuero, y nos pusimos a reunir una vez más los diversos ingredientes, para el pró­ximo año.

Don Juan rara vez mencionó el "humito" durante el año transcurrido entre ambas recolecciones. Sin embargo, siempre qué iba a verlo me daba a sostener su pipa, y el proceso de "hacer amistad" con la pipa se desarrolló tal como él había prescrito. Puso la pipa en mis manos muy gradualmente. Exigía concentración y cautela absoluta en esa acción, y me daba instrucciones explícitas. Cualquier torpeza con la pipa produciría inevitablemente mi muerte o la suya propia, decía.

Apenas hubimos terminado el tercer ciclo de recolección y preparación, don Juan empezó a hablar del humo como aliado por primera vez en más de un año.

 

Lunes, 23 de diciembre, 1963

Regresábamos en el coche a su casa, tras recolectar unas flores amarillas para la mezcla. Eran uno de los ingredien­tes necesarios. Hice la observación de que aquel año, al juntar los ingredientes, no habíamos seguido el mismo orden que el pasado. Rió y dijo que el humito no era caprichoso ni mezquino, como la yerba del diablo. Para el humito, el orden de recolección carecía de importancia; lo único que se requería era que quien usara la mezcla fuese certero y exacto.

Pregunté a don Juan qué íbamos a hacer con la mezcla que él preparó y me dio a guardar. Repuso que era mía, y añadió que yo debía usarla lo más pronto posible. Pre­gunté cuánto se necesitaba cada vez. La bolsita que me había dado contenía aproximadamente el triple de la canti­dad que cabría en una bolsa pequeña de tabaco. Me dijo que en un año tenía que usar todo el contenido de mi bolsa, y la cantidad necesaria cada vez que fumase era asunto personal.

Quise saber qué pasaría si nunca me acababa la bolsa. Don Juan dijo que nada pasaría; el humito no exigía nada. El mismo ya no necesitaba fumar, y sin embargo cada año hacia una mezcla nueva. Luego se corrigió y dijo que rara vez tenía que fumar. Le pregunté qué hacía con la mezcla no usada, pero no respondió. Dijo que la mezcla ya no servía si no se usaba en un año.

En este punto nos metimos en una larga discusión. Yo no formulaba correctamente mis preguntas, y sus respuestas parecían confusas. Yo deseaba saber si la mezcla perdería sus propiedades alucinógenas, o poder, después de un año, haciendo así necesario el ciclo anual, pero él insistió en que la mezcla no perdía su poder después de ningún tiempo. Sólo pasaba, dijo, que uno ya no la necesitaba porque había hecho nueva provisión; debía disponer del resto de la vieja mezcla en una forma especifica, que don Juan no quiso revelarme en ese punto.

 

Martes, 24 de diciembre, 1963

‑Dijo usted, don Juan, que ya no necesita fumar.

‑Sí; como el humito es mi aliado, ya no necesito fumar. Puedo llamarlo en donde sea y cuando sea.

‑¿Quiere decir que viene con usted aunque usted no fume?

‑Quiero decir que yo voy libremente con él.

-¿Podré hacer eso yo también?

‑Podrás, si logras ganártelo como aliado.

 

Martes, 31 de diciembre, 1963

El jueves 26 de diciembre tuve mi primera experiencia con el aliado de don Juan, el humito. Durante todo el día llevé a don Juan en coche de un lado a otro e hice encargos suyos. Regresamos a su casa al atardecer. Observé que no habíamos comido nada en todo el día. Eso no le preocu­paba en absoluto; en cambio, empezó a decir que me era imperativo entrar en confianza con el humito. Dijo que debía experimentarlo yo mismo para ver cuán importante era como aliado.

Sin darme oportunidad de responder nada, don Juan anunció, que en ese preciso momento iba a encenderme su pipa. Intenté disuadirlo, argumentando que no me consideraba listo. Le dije que no sentía haber manejado la pipa el tiempo suficiente. Pero él dijo que no me quedaba mucho tiempo para aprender, y que yo debía usar la pipa muy pronto. La sacó de su funda y la acarició. Sentado en el piso, junto a él, yo trataba frenéticamente de ponerme mal y desmayarme: de hacer cualquier cosa por aplazar este paso inevitable.

La habitación estaba casi oscura. Don Juan había encen­dido, y puesto en un rincón, la lámpara de kerosén. Por lo general, ésta mantenía el cuarto en una semioscuridad relajante, su luz amarillenta siempre apacible. Pero esta vez la luz parecía inusitadamente roja; sacaba de quicio. Don Juan desató su pequeña bolsa de mezcla sin quitarla del cordón amarrado en torno a su cuello. Acercó la pipa a sí, la puso dentro de su camisa y virtió parte de la mezcla en el cuenco. Me hizo observar el procedimiento, señalando que si la mezcla se derramaba caería dentro de su camisa.

Don Juan llenó tres cuartas partes del cuenco; luego ató la bolsa con una mano sosteniendo la pipa en la otra. Recogió un pequeño plato de barro, me lo entregó y me pidió ir afuera a traer brasitas del fuego. Fui atrás de la casa y saqué un montón de carbones de la estufa de adobe. Regresé apresurado al cuarto de don Juan. Sentía una angus­tia profunda. Era como una premonición.

Me senté junto a don Juan y le di el plato. Lo miró y dijo calmadamente que las brasas eran demasiado grandes. Las quería más chicas, que encajaran en el cuenco de la pipa. Volví a la estufa y traje algunas. Tomó el nuevo plato de brasas y lo puso frente a sí. Estaba sentado con las piernas cruzadas y metidas bajo el cuerpo. Me miró con el rabillo del ojo y se inclinó hasta casi tocar los carbones con la barbilla. Sostuvo la pipa en la mano izquierda, y con un movimiento extremadamente veloz de la derecha recogió una brasa ardiente y la puso en el cuenco de la pipa; luego irguió la espalda y, tomando la pipa con ambas manos, se la puso en la boca y dio tres fumadas. Extendió los brazos hacia mí y me dijo, en susurro enérgico, que tomase la pipa en las dos manos y fumara.

La idea de rechazar la pipa y salir corriendo cruzó por un segundo mi mente, pero don Juan exigió de nuevo ‑todavía susurrando‑ que tomara la pipa y fumase. Lo miré. Sus ojos estaban fijos en mi. Pero su mirada era amistosa, preocupada. Resultaba claro que yo había hecho la elección largo tiempo atrás; no había más alternativa que hacer lo que él decía.

Tomé la pipa y casi la dejé caer. ¡Estaba caliente! Me la llevé a la boca con gran cuidado porque imaginé que su calor sería insoportable. Pero no sentí calor alguno.

Don Juan me indicó inhalar. El humo fluyó entrando en mi boca y pareció circular allí. Sentí como si tuviera la boca llena de masa. El símil se me ocurrió aunque nunca había tenido la boca llena de masa. El humo era también como mentol, y el interior de mi boca se enfrió de repente. La sensación fue refrescante.

‑¡Otra vez! ¡Otra vez! ‑oí susurrar a don Juan. Yo sentía que el humo se filtraba libremente dentro de mi cuerpo, casi sin mi control. No necesité más apremio de don Juan. Mecánicamente seguí inhalando.

De pronto, don Juan se inclinó y me quitó la pipa de las manos. Con golpes suaves vació la ceniza en el plato de las brasas, luego se mojó el dedo con saliva y le dio vueltas dentro del cuenco para limpiar las paredes de éste. Sopló repetidas veces a través del tallo. Lo vi devolver la pipa a su funda. Sus acciones retenían mi interés.

Cuando hubo limpiado y guardado la pipa, me miró, y por vez primera advertí que todo mi cuerpo se hallaba insensible, mentolado. Me pesaba el rostro y me dolían las quijadas. No podía tener cerrada la boca, pero no había flujo de saliva. Mi boca ardía de tan seca, y sin embargo yo no tenía sed. Empecé a percibir un calor insólito enci­ma de toda mi cabeza. ¡Un calor frío! Cada vez que exhalaba, el aliento parecía cortarme los orificios nasales y el labio superior. Pero no quemaba; dolía como un trozo de hielo.

Don Juan estaba sentado junto a mí, a mi derecha, y sin moverse sostenía contra el suelo la funda de la pipa, como impidiéndole elevarse. Mis manos pesaban. Los brazos se me vencían, tirando de los hombros hacia abajo. Mi nariz cho­rreaba. La limpié con el dorso de la mano ¡y se borró mi labio superior! Enjuagué mi cara y toda la carne desapa­reció. ¡Estaba derritiéndome! Sentí que mi carne en verdad se fundía. Levantándome de un salto, traté de agarrar algo ‑cualquier cosa‑ para sostenerme. Experimentaba un te­rror nunca antes sentido. Aferré una enorme estaca que don Juan tiene clavada en el piso, en el centro de su cuarto. Permanecí allí en pie un momento; luego me volvía mirar­lo. Seguía sentado, inmóvil, deteniendo la pipa, mirándome con fijeza.

Mi aliento era dolorosamente cálido (¿o frío?). Me asfi­xiaba. Incliné la cabeza hacia adelante para apoyarla en la estaca, pero al parecer no di en ella: mi cabeza siguió des­cendiendo más allá del punto donde se encontraba la estaca. Me detuve casi llegando al suelo. Me enderecé. ¡La estaca estaba allí frente a mis ojos! Intenté nuevamente apoyar en ella la cabeza. Traté de controlarme y de estar consciente, y mantuve los ojos abiertos al inclinarme para tocar la es­taca con la frente. Se hallaba a unos centímetros de mis ojos, pero al poner la cabeza contra ella tuve la extraña sensación de estar atravesándola.

Buscando desesperadamente una explicación racional, con­cluí que mis ojos estaban alterando la distancia, y que la estaca debía hallarse a tres metros, aunque yo la viera frente a mi cara. Entonces concebí una forma lógica y racional de corroborar la posición de la estaca. Empecé a caminar de lado en torno a ella, paso a pasito. Mi idea era que, rodeando así la estaca, no me sería posible en forma alguna describir un circulo mayor de metro y medio en diámetro; si la estaca se encontraba en realidad a tres metros de mí, o fuera de mi alcance, llegaría el momento en que yo le diera la espalda. Confiaba en que, en ese instante, la estaca se desvanecería, porque de hecho estaría detrás de mi.

Procedí entonces a rodear la estaca, pero durante toda la vuelta siguió frente a mis ojos. En un arranque de ira la agarré con ambas manos, pero mis manos la atravesaron. Estaba agarrando el aire. Calculé cuidadosamente la distan­cia hasta la estaca. Concluí que seria menos de un metro. Es decir, mis ojos la percibían como un metro. Jugué un momento con mi percepción de profundidad moviendo la cabeza de un lado a otro, enfocando por turno cada ojo, primero sobre la estaca y luego sobre lo de atrás. Según mi manera de juzgar la profundidad, la estaca se hallaba sin duda frente a mi, posiblemente a un metro. Estirando los brazos para proteger mi cabeza, embestí con todas mis fuerzas.

La sensación fue la misma: atravesé la estaca. Esta oca­sión fui a dar contra el piso. Me levanté. Y ésa fue tal vez la más insólita de todas las acciones que ejecuté aquella noche. ¡Me levanté con el pensamiento! No usé, al levan­tarme, mis músculos ni mi esqueleto en la forma que acos­tumbro, porque ya no tenía control sobre ellos. Lo supe en el instante de chocar contra el piso. Pero mi curiosidad con respecto a la estaca era tan fuerte que me "levanté con el pensamiento" en una especie de acción refleja. Y antes de haber tomado plena conciencia de que no podía mo­verme, estaba ya de pie.

Pedí ayuda a don Juan. En determinado momento grité frenéticamente, a voz en cuello, pero don Juan no se movió. Seguía mirándome, de soslayo, como no queriendo volver la cabeza para encararme de lleno. Di un paso hacia él, pero en vez de avanzar trastabillé hacia atrás y caí contra la pared. Supe que mi‑ espalda la había arremetido, pero no sentí dureza alguna; me hallaba suspendido por entero en una sustancia blanda, esponjosa: era la pared. Tenía los brazos extendidos lateralmente, y poco a poco mi cuerpo parecía hundirse en el muro. Sólo podía ver al frente, ha­cia el cuarto. Don Juan seguía observándome, pero sin hacer el menor movimiento para ayudarme. Realicé un es­fuerzo supremo por sacar mi cuerpo de la pared, pero sólo se hundía más y más. Con un terror indescriptible, sentí que la pared esponjosa me cubría la cara. Traté de cerrar los ojos, pero estaban fijos y abiertos.

No recuerdo qué más sucedió. De pronto vi a don Juan enfrente, a poca distancia. Nos hallábamos en el otro cuarto. Vi la mesa de don Juan y la estufa de tierra, encendida, y con el rabo del ojo distinguí la cerca fuera de la casa. Veía todo muy claro. Don Juan había traído la linterna de kerosén, ahora colgada de la viga en mitad de la habi­tación, Traté de mirar en dirección distinta, pero mis ojos estaban colocados exclusivamente para ver en línea recta ha­cia adelante. No podía distinguir, ni sentir, parte alguna de mi cuerpo. Mi respiración tampoco se notaba. Pero mis ideas eran lúcidas en extremo. Tenía clara conciencia de todo cuanto ocurría frente a mí. Don Juan se acercó, y mi claridad mental cesó. Algo pareció detenerse en mi interior. No había más ideas. Vi venir a don Juan y lo odié. Quería hacerlo pedazos. Lo habría matado entonces, pero no podía moverme. Al principio percibí vagamente una presión sobre mi cabeza, pero también desapareció. Sólo una cosa quedaba: una ira incontenible contra don Juan. Lo vi a unos centímetros de mí. Quise destrozarlo con las manos. Sentí estar gruñendo. Algo en mi empezó a retorcer­se. Oí que don Juan me hablaba. Su voz era suave y tranqui­lizadora y, sentía yo, infinitamente agradable. Se acercó más aún y comenzó a recitar una canción de cuna.

 

Señora Santa Ana, ¿Por qué llora el niño?

Por una manzana que se le ha Perdido.

Yo le daré una. Yo le daré dos.

Una para el niño y otra para vos.

 

Una calidez me saturó. Era una tibieza de corazón y senti­mientos. Las palabras de don Juan eran un eco distante. Revivían los recuerdos olvidados de la niñez.

La violencia antes sentida desapareció. El resentimiento se hizo añoranza: afecto gozoso que ya no tenía cuerpo y me hallaba en libertad de convertirme en lo que quisiera. Retrocedió. Mis ojos ocupaban un nivel normal, como si me encontrara de pie frente a él. Extendió ambos brazos hacia mí y me dijo que entrara en ellos.

O avancé, o él se me acercó. Sus manos estaban casi sobre mi rostro: sobre mis ojos, aunque yo no las sentía.

‑Métete en mi pecho -le oí decir. Sentí que me envol­vía. Era la misma sensación esponjosa de la pared.

Luego sólo pude oír su voz ordenándome mirar y ver. Ya no me era posible distinguirlo. Al parecer mis ojos estaban abiertos, pues veían relámpagos en un campo rojo; era como mirar una luz a través de párpados cerrados. Entonces mis pensamientos volaron de nuevo. Regresaron en un bombar­deo de imágenes: rostros, paisajes. Escenas sin la menor coherencia brotaban y desaparecían. Era como uno de esos sueños rápidos en que las imágenes se enciman y cambian.

Luego los pensamientos empezaron a disminuir en número e intensidad, y pronto se fueron otra vez. Había sólo una conciencia de afecto, de ser feliz. No discernía yo formas ni luz. De pronto tiraron de mí hacia arriba. Claramente sentí que me alzaban. Y me hallaba libre, moviéndome en agua o en aire con tremenda ligereza y velocidad. Nadaba como una anguila; me contorsionaba y viraba y me elevaba y des­cendía a voluntad. Sentí soplar un viento frío en todo mi derredor y empecé a flotar como una pluma de un lado a otro, bajando, y bajando, y bajando.

 

Sábado, 28 de diciembre, 1963

Desperté ayer, al terminar la tarde. Don Juan me dijo que yo había dormido apaciblemente casi dos días. La cabeza me dolía como si fuera a romperse. Bebí un poco de agua y vomité. Me sentía cansado, extremadamente cansado, y des­pués de comer volví a dormirme.

Hoy me hallaba perfectamente relajado de nuevo. Don Juan y yo hablamos de mi experiencia con el humito. Pen­sando que él deseaba, como siempre, el relato completo, empecé a describir mis impresiones, pero me detuvo dicien­do que no era necesario. Dijo que yo en realidad no había hecho nada y me había quedado dormido inmediatamente, así que no había nada de qué hablar.

‑¿Y cómo me sentí? ¿No importa para nada? ‑insistí.

‑No, con el humito no. Más tarde, cuando aprendas a viajar, hablaremos; cuando aprendas a meterte en las cosas.

‑¿De veras se "mete" uno en las cosas?

‑¿No recuerdas? Te metiste en ‑esa pared y saliste por el otro lado.

‑Pienso que en realidad me salí de mis cabales.

‑No, no fue eso.

‑¿Se portó usted igual que yo cuando fumó por prime­ra vez, don Juan?

-No, igual no. Tenemos distinto carácter.

-¿Cómo se portó usted? .

Don Juan no respondió. Planteé de otro modo la pre­gunta y la hice de nuevo. Pero él afirmó no recordar sus experiencias, y dijo que mi pregunta era comparable a inte­rrogar a un pescador sobre lo que había sentido la primera vez que pescó.

Dijo que el humito como aliado era único, y le recordé que también había llamado único a Mescalito. Arguyó que cada uno era único, pero que diferían en especie.

‑Mescalito es un protector porque te habla y puede guiar tus actos ‑dijo-. Mescalito enseña la forma debida de vivir. Y puedes verlo porque está fuera de ti. El humito, en cambio, es un aliado. Te transforma y te da poder sin mostrarse jamás. No puedes hablarle. Pero sabes que existe porque se lleva tu cuerpo y te hace ligero como el aire. No obstante, nunca lo ves. Pero allí está, dándote poder para que lleves a cabo cosas que ni te imaginas, como cuando se lleva tu cuerpo.

‑Sentí de veras que había perdido mi cuerpo, don Juan. ‑Pues si.

-¿Quiere usted decir que yo en realidad no tenía cuerpo?

-¿ qué piensas?

‑Bueno, no sé. Nada más puedo decirle lo que sentí.

‑Eso es todo lo que hay en realidad: lo que sentiste.

‑¿Pero cómo me vio usted, don Juan? ¿Qué parecía yo? ‑No importa cómo te haya visto. Es como cuando aga­rraste la estaca. Sentiste que no estaba allí y le diste vuelta para estar seguro de que estaba allí. Pero cuando saltaste vol­viste a sentir que no estaba de veras allí.

‑Pero usted me vio como soy ahora, ¿no?

‑¡No! ¡No eras como eres ahora!

‑¡Cierto! Lo admito. Pero ¿tenía mi cuerpo, verdad, aunque yo no pudiera sentirlo?

‑¡No! ¡Carajo! ¡No tenías un cuerpo como el cuerpo que tienes hoy!

‑¿Qué pasó entonces con mi cuerpo?

‑Creí que entendías. Tu cuerpo se lo llevó el humito.

‑Pero, ¿adónde fue a dar?

‑¿Cómo demonios quieres que sepa eso?

Era inútil persistir en tratar de obtener una explicación "racional". Le dije que no quería discutir ni hacer preguntas estúpidas, pero si aceptaba la idea de que era posible perder mi cuerpo, perdería toda mi racionalidad.

Dijo que yo exageraba, como de costumbre, y que no per­dí ni iba a perder nada a causa del humito.

 

Martes, 28 de enero, 1964

Pregunté a don Juan qué pensaba de la idea de dar el humi­to a todo el que deseara la experiencia.

Repuso con indignación que dar el humito a cualquiera sería igual que matarlo, porque no tendría a nadie que lo guiara. Pedí a don Juan explicar sus palabras. Repuso que yo estaba allí, vivo y hablando con él, porque él me había hecho regresar. Había recobrado mi cuerpo. Sin él, yo jamás habría despertado.

‑¿Cómo recobró usted mi cuerpo, don Juan?

-Eso lo aprenderás más tarde, pero tendrás que apren­derlo por tu propia cuenta. Por ese motivo quiero que aprendas lo más posible mientras yo ande todavía por aquí. Has perdido ya bastante tiempo haciendo preguntas estúpi­das sobre cosas absurdas. Pero quizá no sea tu suerte apren­der todo lo del humito.

‑Bueno, ¿qué hago entonces?

‑Deja que el humito te enseñe cuanto puedas aprender.

‑¿También el humito enseña?

‑Claro que enseña.

‑¿Enseña como Mescalito?

‑No, no es un maestro como Mescalito. No enseña las mismas cosas.

‑Pero entonces, ¿qué enseña el humito?

‑Te enseña a manejar su poder, y para aprender eso de­bes tomarlo todas las veces que puedas.

‑Su aliado da mucho miedo, don Juan. Lo que sentí no se parecía a nada que yo hubiera experimentado jamás. Creí haber perdido la razón.

Por algún motivo, esta fue la imagen más aguda que acudió a mi mente. Veía yo el sucedido total desde la peculiar perspectiva de haber tenido otras experiencias aluci­nógenas con las cuales trazar una comparación, y lo único que se me ocurría, una y otra vez, era que con el humito uno pierde la razón.

Don Juan descartó mi símil, diciendo que lo que yo sentí fue el poder inimaginable del humito. Y para manejar ese poder, dijo, hay que vivir una vida fuerte. La idea de la vida fuerte no atañe sólo al periodo de preparación, sino también se vincula a la actitud del sujeto después de la experiencia. Don Juan dijo que el humito es tan fuerte que sólo con fuerza es posible hermanarlo; de otro modo, la vida de uno se quebraría en pedazos.

Le pregunté si el humito tenía el mismo efecto sobre cualquiera. Dijo que producía una transformación, pero no en cualquiera.

‑Entonces, ¿cuál es la razón especial de que el humito produjera la transformación en mí? ‑pregunté.

‑Esa creo que es una pregunta muy tonta. Has seguido con obediencia todos los pasos que se necesitan. No es nin­gún misterio que el humito te transformara.

Nuevamente le pedí hablar de mi apariencia. Quería saber cómo me había visto, pues la imagen de un ser incorpóreo que don Juan había plantado en mi mente, comprensible­mente era insoportable.

Dijo que, a decir verdad, le dio miedo mirarme; sintió lo mismo que su benefactor debió de sentir al ver a don Juan fumar por vez primera.

‑¿Por qué le daba miedo? ‑pregunté‑. ¿Me veía tan mal?

‑Jamás habla‑visto fumar a nadie.

‑¿No veía fumar a su benefactor?

‑No.

‑¿Ni siquiera se ha visto nunca usted mismo?

‑¿Y cómo me voy a ver?

‑Podría fumar frente a un espejo.

No respondió, pero se quedó mirándome y sacudió la cabeza. Volví a preguntarle si era posible mirarse en un espejo. Dijo que seria posible, aunque resultaría inútil, porque probablemente uno se moriría del susto, si no es que de otra cosa,

‑Entonces ha de verse uno espantoso ‑dije.

‑Toda mi vida me ha intrigado la misma cosa ‑dijo‑. Y sin embargo no pregunté, ni me vi en un espejo. Ni siquiera pensé en eso.

‑Entonces, ¿cómo puedo averiguar?

‑Tendrás que esperar, como yo, hasta que le des el humito a otro. Si es que llegas a dominarlo, claro. Entonces verás cómo parece un hombre. Esa es la regla.

‑¿Qué pasaría si fumara yo frente a una cámara y me tomara un retrato?

‑No sé. Quizás el humito se volvería en tu contra. Pero a ti eso no te importa porque ha de parecerte tan inofensivo que te crees capaz de jugar con él.

Le dije que no me proponía jugar, pero que antes él me había dicho que el humito no requería pasos, y yo pen­saba que no había mal en querer saber qué aspecto tenía uno. Me corrigió: había querido decir que no existía la necesidad de seguir un orden especifico, como con la yerba del diablo; con el humito, todo cuanto se necesitaba era la actitud debida. Desde ese punto de vista, dijo, había que ser exacto al seguir la regia. Me dio un ejemplo, explican­do que no importaba cuál de los ingredientes para la mez­cla se recogiese primero, siempre y cuando la cantidad fuese la necesaria.

Pregunté si habría algún mal en contar a otros mi expe­riencia. Repuso que los únicos secretos que nunca debían revelarse eran cómo hacer la mezcla, cómo desplazarse y cómo regresar; otros asuntos relativos al tema carecían de importancia.


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