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TOLTECA UNIVERSAL - don juan 10


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En el mes de diciembre, 1964, don Juan y yo fuimos a recolectar las diversas plantas necesarias para hacer la mez­cla de fumar. Era el cuarto ciclo. Don Juan se limitó a super­visar mis acciones. Me instaba a no precipitarme, a observar y deliberar antes de cortar cualquiera de las plantas. En cuanto los ingredientes fueron reunidos y almacenados, me sugirió que debía tener un nuevo encuentro con su aliado.

 

Jueves, 31 de diciembre, 1964

‑Ahora que sabes un poco más sobre la yerba del diablo y el humito, puedes decir con más claridad a cuál de los dos prefieres ‑dijo don Juan.

‑En serio, el humito me da terror, don Juan. No sé exactamente por qué, pero no le tengo buen sentimiento.

‑Te gusta el halago, y la yerba del diablo te halaga Igual que una mujer, te hace sentir bien. El humito, en cambio, es el poder más noble, el que tiene el corazón más puro. Ni incita a los hombres ni los aprisiona; ni ama ni odia, Todo lo que requiere es fuerza. La yerba del diablo también requiere fuerza, pero distinta. Algo más parecido a ser ardiente con las mujeres. En cambio, la fuerza que el humito requiere es la fuerza del corazón. El no es como la yerba del diablo, llena de pasiones, celos y violencias. El humito es constante. No tienes que preocuparte de que a lo mejor se te olvidó algo y te va a llevar la chingada.

 

Miércoles, 27 de enero, 1965

El martes 19 de enero fumé nuevamente la mezcla alucinó­gena. Le había dicho a don Juan que el humito me asustaba, y que le tenía mucha aprensión. El dijo que yo debía probarlo de nuevo para evaluarlo con justicia.

Entramos en su cuarto. Eran casi las dos de la tarde. Sacó la pipa. Fui por las brasas y nos sentamos uno frente a otro. Dijo que iba a calentar la pipa y a despertarla, y que si me fijaba bien la vería relumbrar. Llevó la pipa a sus labios tres o cuatro veces y chupó a través de ella. La frotó con ternura. De pronto me hizo un signo casi imperceptible con la cabeza, indicándome que mirara el despertar de la pipa. Miré, pero no pude verlo.

Me entregó la pipa. Llené el cuenco con mi propia mez­cla, y luego recogí una brasa usando unas tenazas que había hecho con unas pinzas de madera para ropa y que ha­bía estado guardando para esta ocasión. Don Juan miró mis tenazas y empezó a reír. Vacilé un momento, y el carbón se pegó a las tenazas. No me atreví a golpearlas contra el cuenco de la pipa, y tuve que escupir en la brasa para apagarla.

Don Juan volvió la cabeza y se cubrió el rostro con el brazo. Su cuerpo se sacudía. Por un momento creí que llo­raba, pero estaba riendo en silencio.

La acción se interrumpió largo rato luego él mismo reco­gió velozmente una brasa, la puso en el cuenco y me ordenó fumar. Se requería todo un esfuerzo para chupar a través de la mezcla; parecía ser muy compacta. Tras el primer intento ya tenía yo el fino polvo en la boca. La adormeció al punto. Yo veía el resplandor en el cuenco, pero jamás sentí el humo como se siente el humo de un cigarro. Sin embargo, tenía la sensación de inhalar algo, algo que primero llenaba mis pulmones y luego se impul­saba hacia abajo para llenar el resto de mi cuerpo.

Conté veinte inhalaciones, y después la cuenta ya no im­portó. Empecé a sudar; don Juan me miró fijamente y me dijo que no tuviera miedo e hiciese exactamente lo que él me indicara. Traté de responder "bueno", pero en vez de ello produje un extraño sonido ululante. Continuó resonando después de que hube cerrado la boca. El sonido sobresaltó a don Juan, quien tuvo otro ataque de risa. Quise decir "sí" con la cabeza, pero ésta no podía moverla.

Don Juan me abrió suavemente las manos y se llevó la pipa. Me ordenó acostarme en el piso, pero sin dormirme. Pensé que tal vez me ayudaría a acostarme, pero no lo hizo. Sólo me miraba sin interrupción. De pronto vi girar el cuarto y me hallé mirando a don Juan desde una postura de costado. A partir de ese punto, las imágenes se hicieron extrañamente borrosas, como en un sueño. Puedo acordarme vagamente de haber oído a don Juan hablarme mucho du­rante el tiempo que estuve inmovilizado.

No experimenté miedo, ni desagrado, durante el estado en sí, ni me sentí mal al despertar el día siguiente. Lo único fuera de lo común fue que no pude pensar con claridad por un largo rato después de despertar. Luego, gradualmente, en un periodo de cuatro o cinco horas, volví a ser yo mismo.

 

Miércoles, 20 de enero, 1965

Don Juan no habló de mi experiencia ,ni me pidió que se la relatara. Solamente comentó que me había dormido de­masiado pronto.

‑La única forma de seguir despierto es convertirse en pájaro o grillo o algo por el estilo ‑dijo.

‑¿Cómo se hace eso, don Juan?

‑Es lo que te estoy enseñando. ¿Te acuerdas de lo que te dije ayer cuando estabas sin cuerpo?

‑No puedo recordar claramente.

Yo soy un cuervo. Te estoy enseñando a convertirte en cuervo. Cuando aprendas eso, seguirás despierto y te moverás con libertad; de otro modo siempre estarás pegado al suelo, dondequiera que caigas.

 

Domingo, 7 de febrero, 1965

Mi segunda prueba con el humito tuvo lugar a eso del me­diodía del domingo 31 de enero. Desperté al día siguiente, al empezar la noche. Me sentía poseedor de un poder fuera de lo común para recordar lo que don Juan me había dicho durante la experiencia. Sus palabras estaban impresas en mi mente. Yo seguía oyéndolas con claridad y persistencia extra­ordinarias. Durante esta prueba hubo otro hecho que se me hizo obvio: mi cuerpo entero se había entumido poco des­pués de que empecé a‑ tragar el polvo fino que se, metía en mi boca cada vez que yo chupaba la pipa. De modo que, no sólo inhalaba el humo, sino también ingería la mezcla.

Traté de narrar mi experiencia a don Juan; él dijo que yo no había hecho nada importante. Dije que podía recor­dar cuanto había ocurrido, pero él no quería saber de eso. Cada recuerdo era preciso e inconfundible. El proceso de fumar había sido el mismo que en el intento previo. Era casi como si ambas experiencias perfectamente pudieran yux­taponerse, y yo pudiese iniciar mi recuento desde el momen­to en que la primera experiencia terminaba. Recordaba con claridad que desde el instante de caer de costado sobre el piso estuve completamente privado de sentimiento y pensa­miento. Pero mi claridad no se menoscaba en modo alguno. Recuerdo haber tenido mi último pensamiento más o me­nos en el momento en que el cuarto se convirtió en un plano vertical: "Debí de golpearme la cabeza en el suelo, pero no siento dolor."

Desde ese‑ momento sólo pude ver y ‑oír. Me era posible repetir cada palabra que don Juan había dicho. Seguí una por una todas sus indicaciones. Parecían claras, lógicas y fáciles. Dijo que mi cuerpo estaba desapareciendo y sólo mi cabeza quedaría, y en tal circunstancia la única manera de seguir despierto y moverse era convertirse en cuervo. Me ordenó esforzarme por parpadear, añadiendo que cuando pudiese hacerlo estaría listo para proceder. Luego me dijo que mi cuerpo se había desvanecido por entero y que yo no tenía sino mi cabeza; dijo que la cabeza nunca desaparece porque es lo que se transforma en cuervo.

Me ordenó parpadear. Sin duda repitió esta orden, y todas las otras, incontables veces, pues yo podía acordarme de ellas con claridad extraordinaria. Debí de parpadear, pues don Juan dijo que me hallaba listo y me ordenó enderezar la cabeza y ponerla sobre la barbilla. Dijo que en la barbilla estaban las patas de cuervo. Me instó a sentir las patas y a observar que iban saliendo despacio. Luego dijo que yo no estaba sólido aún, que debía crecerme una cola, y que la cola saldría de mi cuello. Me ordenó exten­der la cola como un abanico y sentirla barrer el suelo.

Luego habló de las alas del cuervo, y dijo que saldrían de mis pómulos. Dijo que era duro y doloroso. Me ordenó desplegarlas. Dijo que habían de ser extremadamente lar­gas, tanto como me fuera posible extenderlas; de otro modo no podría yo volar. Me dijo que las alas estaban saliendo y eran largas y hermosas, y que yo debía agitarlas hasta que fueran alas de verdad.

Habló de la parte superior de mi cabeza y dijo que aún era muy grande y pesada; su bulto me impediría el vuelo. La manera de reducir su tamaño era parpadear; con cada parpadeo mi cabeza se achicaría más. Me ordenó parpadear hasta que el peso de arriba hubiese desaparecido y yo pudie­ra saltar libremente. Luego me dijo que había reducido mi cabeza al tamaño de un cuervo, y que debía caminar y saltar hasta perder la tiesura.

Antes de poder volar, dijo, tenía yo que cambiar una última cosa. Era el cambio más difícil, y para llevarlo a cabo debía ser dócil y hacer exactamente lo que él me dijera. Tenía que aprender a ver corro un cuervo. Dijo que mí boca y nariz iban a crecer entre mis ojos hasta do­tarme de un pico fuerte. Dijo que los cuervos ven directa­mente de lado, y me ordenó volver la cabeza y mirarlo con un ojo. Dijo que si deseaba cambiar y mirar con el otro ojo, sacudiera el pico hacia abajo, y que ese movimien­to me haría mirar con el otro ojo. Me ordenó alternar de uno a otro varias veces. Y entonces dijo que yo estaba listo para volar, y que el único modo de volar era que él me arrojase al aire.

No tuve la menor dificultad en despertar la sensación correspondiente a cada una de sus órdenes. Percibí cómo me crecían patas de ave, débiles y vacilantes al principio. Sentí una cola salir de mi nuca y alas de mis pómulos. Las alas estaban profundamente plegadas. Las sentí brotar por grados. El proceso era difícil pero no doloroso. Luego, parpadeando, reduje mi cabeza al tamaño de un cuervo. Pero el efecto más asombroso se llevó a cabo con mis ojos. ¡Mi vista de pájaro!

Cuando don Juan dirigió el crecimiento del pico, tuve una molesta sensación de falta de aire. Entonces brotó un bulto, creando un bloque frente a mí. Pero sólo cuando don Juan me indicó mirar lateralmente fueron mis ojos capaces de tener en realidad un panorama completo de lado. Podía yo cerrar un ojo y cambiar el enfoque al otro. Pero la visión del cuarto y de todos los objetos que había en él no era una visión ordinaria. Sin embargo, resultaba imposible decir en qué forma difería. Acaso estaba ladeada, o quizá las cosas se hallasen fuera de foco. Don Juan se hizo muy grande y resplandeciente. Algo en él era confor­tante y seguro. Luego las imágenes se borraron; perdieron sus contornos y se volvieron nítidos diseños abstractos que cintilaron un rato.

 

Domingo, 28 de marzo, 1965

El jueves 18 de marzo fumé de nuevo la mezcla alucinó­gena; El procedimiento inicial varió en pequeños detalles. Tuve que volver a llenar una vez el cuenco de la pipa. Cuando terminé la primera dotación, don Juan me indicó limpiar el cuenco, pero él mismo virtió la mezcla, pues yo carecía de coordinación muscular. Me costaba mucho esfuer­zo mover los brazos. Había en mi bolsa mezcla suficiente para una nueva carga. Don Juan miró la bolsa y dijo que aquélla era mi última prueba con el humito hasta el año siguiente, pues ya había agotado mis provisiones.

Volvió del revés la bolsita y sacudió el polvo sobre el plato de las brasas. Ardió con un resplandor naranja, como si don Juan hubiera puesto sobre los carbones una lámina de material transparente. La lámina estalló en llamas, y luego se quebró en un intrincado diseño de líneas. Algo describía zigzags dentro de las líneas, a gran velocidad. Don Juan me dijo que mirara el. movimiento en las líneas. Vi algo que parecía una canica pequeña rodando de un lado a otro en el área resplandeciente. El se agachó, metió la mano en el resplandor, recogió la canica y la colocó en el cuenco de la pipa. Me ordenó dar tina fumada. Tuve la clara im­presión de que había puesto la pequeña bola en la pipa para que yo la inhalase. En un momento el cuarto perdió su posición horizontal. Experimenté un entumecimiento pro­fundo, una sensación pesada.

Al despertar, yacía de espaldas en el fondo de una zanja de riego poca profunda, sumergido en agua hasta la barbi­lla. Alguien sostenía mi cabeza. Era don Juan. Mi primer pensamiento fue que el agua en la zanja tenía una calidad insólita: era fría y pesada. Me golpeaba suavemente, y mis ideas se aclaraban a cada uno de sus movimientos. Al prin­cipio el agua tenía un halo o fluorescencia verde brillante que pronto se disolvió, dejando sólo una corriente de agua común.

Pregunté la hora a don Juan. Dijo que era temprano, de mañana. Tras un rato, ya completamente despierto, salí del agua.

‑Debes decirme todo lo que viste -dijo don Juan cuando llegamos a su casa. También dijo que había estado tratando de "hacerme volver" durante tres días, y había te­nido muchas dificultades al hacerlo. Hice muchos intentos de describir lo que había visto, pero no podía concentrarme. Más tarde, al anochecer, me sentí listo para hablar con don Juan y empecé a contarle lo que recordaba desde el mo­mento en que caí de costado, pero él no quería oír de eso. Dijo que la única parte interesante era lo que vi e hice después de que él "me echó al aire y yo salí volando".

Todo cuanto recordaba era una serie de imágenes o esce­nas oníricas. No tenían orden de secuencia. Tuve la im­presión de que cada una era como una burbuja aislada, que flotaba hasta quedar en foco y luego se alejaba. Sin embargo, no eran simplemente escenas para mirar. Yo esta­ba dentro de ellas. Tomaba parte en ellas. Cuando traté de evocarlas, tuve al principio la sensación de que eran deste­llos vagos, difusos, pero pensándolas me di cuenta de que cada una era extremadamente clara, aunque sin relación alguna con mi forma ordinaria de ver las cosas, de allí la sensación de vaguedad. Las imágenes eran pocas y sen­cillas.

Apenas don Juan mencionó haberme "echado al aire", tuve un leve recuerdo de una escena absolutamente clara en la cual yo lo miraba de lleno, desde alguna distancia. Miraba sólo su cara. Tenía un tamaño monumental. Era plana, con un resplandor intenso. Su cabello era amarillen­to y se movía. Cada parte de su rostro se movía por sí mis­ma, proyectando una especie de luz ámbar.

La siguiente imagen era una en que don Juan me echaba realmente al aire, o me aventaba, en una dirección recta hacia adelante. Recuerdo que “extendí mis alas y volé”. Me sentía solo, rasgando el aire, avanzando derecho, penosa­mente. Era más como caminar que como volar. Cansaba mi cuerpo. No había sentimiento de fluir libre, no había júbilo.

Entonces recordé un instante hallarme inmóvil, miran­do una masa de filos agudos, oscuros, en un área que tenía una luz opaca y dolorosa; luego vi un campo con una variedad infinita de luces. Las luces se movían y parpa­deaban y cambiaban su luminosidad. Eran casi como colores. Su intensidad me deslumbraba.

En otro momento, había un objeto casi contra mi ojo. Era grueso y puntiagudo; tenía un definido brillo rosáceo. Sentí un temblor súbito en alguna‑ parte del cuerpo y vi una multitud de formas rosadas similares venir hacia mí. Todas se me acercaban. Me alejé de un salto.

La última escena que recordé fue de tres aves plateadas. Irradiaban una luz metálica, lustrosa, casi como acero inoxi­dable pero intensa y móvil y viva. Me gustaron. Volamos juntos.

Don Juan no hizo ningún comentario sobre mi recuento.

 

Martes, 23 de marzo, 1965

La siguiente conversación tuvo lugar al otro día, después del relato de mi experiencia. Don Juan dijo:

‑No se necesita gran cosa para volverse cuervo. Lo hicis­te y ahora siempre lo serás.

‑¿Qué pasó después de que me volví cuervo, don Juan? ¿Volé durante tres días?

‑No; regresaste al caer la noche, como yo te había dicho.

‑Pero, ¿cómo regresé?

‑Estabas muy cansado y te dormiste. Eso es todo.

‑Quiero decir, ¿volé de regreso?

‑Ya te dije. Me obedeciste y regresaste a la casa. Pero no te preocupes por ese asunto. No tiene importancia.

‑¿Qué es importante, entonces?

‑En todo tu viaje hubo una sola cosa de gran valor: ¡los pájaros plateados!

‑¿Qué tenían de especial? Sólo eran pájaros,

‑No. Eran cuervos.

‑¿Eran cuervos blancos, don Juan?

‑Las plumas negras del cuervo son en realidad platea­das. Los cuervos brillan tan fuerte que las demás aves no los molestan.

‑¿Por qué parecían plateadas sus plumas?

‑Porque estabas viendo como cuervo. Un ave que nos parece oscura le parece blanca a un cuervo. Las palomas blancas, por ejemplo, son rosas o azuladas para un cuervo; las gaviotas son amarillas. Ahora, trata de recordar cómo te juntaste con ellos.

Pensé en eso, pero los cuervos eran una imagen nebulo­sa, disociada, sin continuidad. Le dije que sólo podía recor­dar que sentí haber volado con ellos. Preguntó si me les había unido en el aire o en la tierra, pero yo no tenía modo de responder. Casi se enojó conmigo. Exigió que pensara en eso. Dijo:

‑Todo esto vale pura madre, no es sino un sueño de loco, a menos que recuerdes correctamente.

Me esforcé por hacer memoria, pero no pude.

 

Sábado, 3 de abril, 1965

Hoy pensé en otra imagen de mi "sueño" sobre los cuervos plateados. Recordé haber visto una masa oscura con miríadas de agujeros de alfiler. De hecho, la masa era un conglomerado de agujeritos, Ignoro por qué pensé que era blanda. Cuando estaba mirándola, tres aves volaron direc­tamente hacia mi. Una de ellas hizo un ruido; luego las tres se hallaban junto a mí, en tierra,

Describí la imagen a don Juan. Me preguntó de que dirección habían venido las aves. Le dije que no me era posible determinarlo. Se impacientó bastante y me acusó de ser rígido en mi pensamiento. Dijo que muy bien podría recordar si trataba de hacerlo, y que en realidad yo tenía miedo de volverme menos rígido. Dijo que yo estaba pen­sando en términos de hombres y cuervos, y que no era ni hombre ni cuervo en el momento del que deseaba acor­darme.

Me pidió recordar lo que me había dicho el cuervo. Traté de pensar en ello, pero mi mente jugaba con veinte­nas de cosas ajenas al asunto. No podía concentrarme.

 

Domingo, 4 de abril, 1965

Hoy di una larga caminata. Ya había oscurecido bastante cuando llegué a la casa de don Juan. Iba pensando en los cuervos cuando de pronto un "pensamiento" muy extraño cruzó por mi mente. Era como una impresión o sentimiento, más que pensamiento. El ave que había hecho el ruido dijo que venían del norte e iban al sur, y cuando nos encon­tráramos de nuevo vendrían por el mismo camino.

Conté a don Juan lo que había pensado, o quizá recor­dado. El dijo:

‑No pienses si lo recordastes o lo inventastes. Esos pensamientos pertenecen sólo a los hombres, no a los cuer­vos, y menos aún a los cuervos que vistes, porque son los emisarios de tu destino. Tú ya eres un cuervo. Nunca cam­biarás eso. De ahora en adelante, los cuervos te señalarán con su vuelo cada vuelta de tu destino. ¿Hacia dónde volaste con ellos?

‑¡No podría saber eso, don Juan!

‑Si piensas como se debe, recordarás. Siéntate en el suelo y dime en qué posición estabas cuando las aves vola­ron a ti. Cierra los ojos y haz una raya en el suelo.

Seguí su indicación y determiné el punto.

‑¡No abras todavía los ojos! ‑prosiguió: ‑¿Para dón­de volaron todos en relación con ese punto?

Hice otra marca en el piso.

Tomando como referencia estos puntos de orientación, don Juan interpretó las diferentes pautas de vuelo que los cuervos observarían para predecir mi futuro personal o des­tino. Puse los cuatro puntos cardinales como eje del vuelo de los cuervos.

Le pregunté si los cuervos siempre seguían los puntos cardinal‑es para anunciar el destino de un hombre. Dijo que la orientación era sólo mía; lo que los cuervos hicieron en mi primera reunión con ellos tenía importancia crucial. Insistió en que recordara cada detalle, porque el mensaje y la pauta de los "emisarios" eran un asunto individual, personalizado.

Había una cosa más de la cual me instaba a acordarme: la hora en que me dejaron los emisarios. Me pidió pensar en la diferencia de la luz a mi alrededor entre la hora en que "empecé a volar" y la hora en que las aves plateadas "volaron conmigo". Cuando tuve inicialmente la sensación de vuelo penoso, estaba oscuro. Pero cuando vi a las aves, todo se hallaba rojizo: rojo claro, o tal vez naranja.

‑Eso quiere decir que era casi el fin del día ‑dijo don Juan‑; pero todavía no se había metido el sol. Cuan­do está todo oscuro, un cuervo se ciega de blancura y no de oscuridad, como nosotros de noche. Esta indicación de la hora quiere decir que tus emisarios finales vendrán al fin del día. Te llamarán, y al volar sobre tu cabeza se volverán blancos plateados; los verás brillar contra el cielo y eso que­rrá decir que llegó tu hora final. Querrá decir que te vas a morir y a volverte cuervo por última vez.

‑¿Y si los veo de mañana?

‑¡No los verás de mañana!

‑Pero los cuervos vuelan todo el día.

‑¡Tus emisarios no, tonto!

‑¿Y sus emisarios, don Juan?

‑Los míos vendrán de mañana. También serán tres. Mi benefactor me dijo que, si uno no quiere morir, puede volverlos negros a gritos. Pero ahora sé que no vale la pena. Mi benefactor era dado a gritar, y a todo el barullo y la violencia de la yerba del diablo. Yo sé que el humito es diferente porque no tiene pasión. Es justo. Cuando tus emisarios plateados lleguen por ti, no hay necesidad de gri­tarles. Vuela con ellos como ya lo hiciste. Después de haberte recogido darán media vuelta, y los cuatro se irán volando.

 

Sábado, 1° de abril, 1965

Había estado experimentando breves destellos de disocia­ción, o estados superficiales de realidad no ordinaria.

Un elemento de la experiencia alucinógena con los hon­gos recurría sin cesar en mis pensamientos: la masa de agujeritos blanda y oscura. Continué visualizándola como una burbuja de grasa o de aceite que empezaba a tirar de mí hacia su centro. Era casi como si el centro fuera a abrir­se y a tragarme, y en momentos muy breves yo experimen­taba algo semejante a un estado de realidad no ordinaria. Como resultado, sufría instantes de profunda agitación, angustia e incomodidad, y luchaba por poner fin a las experiencias apenas comenzaban.

Hoy discutí esta condición con don Juan. Pedí consejo.

El no pareció preocuparse, y me indicó olvidarme de esas experiencias, porque carecían de significado o más bien de valor. Dijo que las únicas experiencias dignas de mi es­fuerzo y atención serían aquéllas en los que viera un cuer­vo; cualquier otra clase de "visión" no sería sino el produc­to de mis temores. Me recordó una vez más que para usar el humito era necesario llevar una vida fuerte, calmada. En lo personal, yo parecía haber alcanzado un umbral peli­groso. Le dije que me sentía incapaz de proseguir; había en los hongos algo verdaderamente aterrador.

Al repasar las imágenes evocadas de mi experiencia alucinógena, yo había llegado a la conclusión inevitable de que había visto el mundo en una forma estructuralmente distinta de la visión ordinaria. En otros estados de realidad no ordinaria que había atravesado, las formas y los diseños que visualizaba se hallaban siempre dentro de los confines de mi concepción visual del mundo. Pero la sensación de ver bajo la influencia de la mezcla alucinógena de fumar no era la misma. Todo lo que veía estaba frente a mí en una línea directa de visión; nada había encima ni abajo de esa línea de visión.

Cada imagen tenía una irritante planura, y sin embargo, desconcertantemente, una gran profundidad. Acaso seria más exacto decir que las imágenes eran un conglomerado de detalles increíblemente precisos colocados dentro de campos de luz diferente; la luz se movía en los campos, creando un efecto de rotación.

Después de aguijarme y esforzarme por recordar, me hallé obligado a hacer una serie de analogías o símiles para "entender" lo que había "visto". El rostro de don Juan, por ejemplo, parecía como sumergido en el agua. El agua parecía moverse en un fluir continuo sobre la cara y el cabello, Los amplificaba a tal grado que, cuando yo enfocaba mi visión, podía ver cada poro de la piel o cada cabello de la cabeza. Por otra parte, vi masas de materia planas y llenas de aristas, pero no se movían porque no había fluctuación en la luz proveniente de ellas.

Pregunté a don Juan qué eran las cosas que vi. Dijo que, siendo ésta la primera vez que yo veía como cuervo, las imágenes no eran claras ni importantes, y que más tarde, con la práctica, me sería posible reconocerlo todo.

Saqué a colación la diferencia que había notado en el movimiento de la luz.

‑Las cosas que están vivas ‑dijo él‑ se mueven por dentro, y tan cuervo puede ver con facilidad cuándo algo está muerto, o a punto de morir, porque el movimiento ya se paró o se va parando. Un cuervo sabe también cuando algo se mueve demasiado aprisa, y por lo mismo sabe cuando algo se mueve al paso justo.

‑¿Qué significa cuando algo se mueve demasiado apri­sa, o al paso justo?

‑Significa que un cuervo sabe de hecho qué evitar y qué buscar. Cuando algo se mueve demasiado aprisa por dentro, quiere decir que está a punto de estallar con violen­cia, o de pegar el brinco, y un cuervo lo evita. Cuando se mueve por dentro al paso justo, es una vista placentera y un cuervo la busca.

‑¿Se mueven las rocas por dentro?

‑No, ni las rocas ni los animales muertos ni los árboles muertos. Pero es hermoso mirarlos. Por eso los cuervos andan por donde hay cadáveres. Les gusta mirarlos. Nin­guna luz se mueve dentro de ellos.

‑Pero cuando la carne se pudre, ¿no cambia ni se mueve?

‑Sí, pero ese movimiento es distinto. Lo que el cuervo ve entonces son millones de cosas moviéndose dentro de la carne con luz propia, y eso es lo que le gusta ver. Ver­daderamente es una vista inolvidable.

‑¿La ha visto usted, don Juan?

‑Cualquiera que aprenda a volverse cuervo la puede ver. Tú mismo la verás.

En este punto hice a don. Juan la pregunta inevitable.

‑¿Me convertí realmente en cuervo? 0 mejor dicho, ¿habría pensado cualquiera, al verme, que era yo un cuervo común?

‑No. No puedes pensar así cuando tratas con el poder de los aliados. Esas preguntas no tienen sentido, y eso que volverse cuervo es lo más simple que hay. Es casi como travesura; tiene poca utilidad. Como ya te he dicho, el hu­mito no es para los que buscan poded. Es sólo para quienes anhelan ver. Yo aprendí a volverme cuervo porque son las aves más efectivas de todas. Ninguna otra las molesta, a menos que sean águilas grandes y hambrientas, pero los cuervos vuelan en parvadas y pueden defenderse. Tam­poco los hombres molestan a los cuervos, y eso es impor­tante, Cualquiera puede distinguir un águila grande, sobre todo un águila fuera de lo común, o cualquier otra ave grande y fuera de lo común, pero, ¿a quién le interesa un cuervo? Un cuervo está seguro. Es ideal en tamaño y en naturaleza. Puede meterse donde sea sin llamar la atención. En cambio, volverse oso o león es posible, pero sale bas­tante peligroso. Una criatura de ésas es demasiado gran­de; se necesita demasiada energía para convertirse en ella. También puede uno volverse grillo, o lagartija, o hasta hormiga, pero eso es todavía más arriesgado, porque los animales grandes cazan a las criaturas pequeñas.

Señalé que, según lo que él decía, uno se transformaba realmente en cuervo, o grillo, o cualquier otra cosa. Pero él insistió en que yo entendía mal.

‑Se necesita mucho tiempo para aprender a ser un cuervo cabal -dijo‑. Pero tú no cambiaste, ni dejaste de ser hombre. Es otra cosa lo que pasa.

‑¿Puede usted decirme qué es la otra cosa, don Juan? ‑A lo mejor a estas alturas ya tú mismo lo sabes. Qui­zá si no tuvieras tanto miedo de volverte loco, o de perder tu cuerpo, entenderías este secreto maravilloso. Pero a lo mejor debes esperar a perder tu miedo para entender lo que quiero decir.

 

 


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