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TOLTECA UNIVERSAL - don juan 2


II

 

Lunes, 7 de agosto, 1961

Llegué a la casa de don Juan en Arizona la noche del viernes, a eso de las siete. Otros cinco indios estaban sen­tados con él en el zaguán de su casa. Lo saludé y tomé asiento esperando que alguien dijera algo. Tras un silencio formal, uno de los hombres se levantó, vino a mí y dijo: "Buenas noches." Me levanté y respondí: "Buenas noches". Entonces todos los otros se pusieron de pie y se acercaron y todos murmuramos "buenas noches" y nos dimos la mano, tocando apenas las puntas de los dedos del otro o bien sos­teniendo la mano un instante y luego dejándola caer con brusquedad.

Todos nos sentamos de nuevo. Parecían algo tímidos: sin saber qué decir, aunque todos hablaban español.

Como a las siete y media, todos se levantaron de repente y fueron hacia la parte trasera de la casa. Nadie había pronunciado palabra en largo rato. Don Juan me hizo seña de seguirlos y todos subimos en una camioneta de carga estacionada allí. Yo iba en la parte trasera, con don Juan y dos hombres más jóvenes. No había cojines ni bancas y el piso de metal resultó dolorosamente duro, sobre todo cuando dejamos la carretera y nos metimos por un camino de tierra. Don Juan susurró que íbamos a la casa de un amigo suyo, quien tenía siete mescalitos para mí.

‑¿Usted no tiene, don Juan? ‑le pregunté.

‑sí, pero no te los puedo ofrecer. Verás: otra gente tiene que hacerlo.

‑¿Puede usted decirme por qué?

‑A lo mejor "él" no te ve con agrado y no le caes bien, y entonces nunca podrás conocerlo con afecto, como debe ser, y nuestra amistad quedará rota.

‑¿Por qué no iba yo a caerle bien? Nunca le he hecho nada.

‑No tienes que hacer nada para caer bien o mal. O te acepta o te tira de lado.

‑Pero si no me acepta, ¿hay algo que pueda yo hacer para caerle bien?

Los otros dos hombres parecieron haber oído mi pregun­ta y rieron.

‑¡No! No se me ocurre nada que pueda uno hacer ‑dijo don Juan.

Volvió la cara a un lado y ya no pude hablarle.

Debimos haber viajado al menos una hora antes de dete­nernos frente a una casa pequeña. Estaba bastante oscuro, y una vez que el conductor hubo apagado los faros, yo apenas discernía el contorno vago del edificio.

Un mujer joven, mexicana a juzgar por la inflexión de su voz, le gritaba a un perro para hacerlo cesar sus la­dridos. Bajamos de la camioneta y entramos en la casa. Los hombres murmuraban "buenas noches" al pasar junto a la mujer. Ella respondía y continuaba gritándole al perro.

La habitación era amplia y contenía pilas de objetos diver­sos. La luz opaca de un foco eléctrico muy pequeño hacia la escena bastante lóbrega. Reclinadas contra la pared había varias sillas con patas rotas y asientos hundidos. Tres de los hombres se instalaron en un sofá, el mueble más grande del aposento. Era muy viejo y se había vencido hasta el piso; a la luz indistinta, parecía rojo y sucio. Los demás ocupamos sillas. Estuvimos largo rato sentados en silencio.

De pronto, uno de los hombres se levantó y fue a otro cuarto. Tendría cincuenta y tantos años; era moreno, alto y fornido. Regresó al momento con un frasco de café. Quitó la tapa y me lo dio; dentro había siete cosas de aspecto raro. Variaban en tamaño y consistencia. Algunas eran casi redondas, otras alargadas. Se sentían al tacto como la pulpa de la castaña o la superficie del corcho. Su color pardusco las hacia semejar cáscaras de nuez duras y secas. Las mani­pulé, frotándolas durante un buen rato.

‑Esto se masca ‑dijo don Juan en un susurro.

Sólo cuando habló me di cuenta de que se había sentado junto a mí. Miré a los otros hombres, pero ninguno me miraba; estaban hablando entre sí en voz muy baja. Fue un momento de indecisión y temor agudos. Me sentí casi incapaz de dominarme,

‑Tengo que ir al retrete ‑le dije‑. Voy afuera a dar una vuelta.

Don Juan me entregó el frasco de café y yo puse den­tro los botones de peyote. Iba a salir de la habitación cuando el hombre que me había dado el frasco se levantó, se me acercó y dijo que tenía un excusado en el otro cuarto.

El excusado estaba casi contra la puerta. Junto a ésta, casi tocándolo, había una cama grande que llenaba más de la mitad del aposento. La mujer estaba durmiendo allí. Permanecí un rato inmóvil junto a la puerta; luego regresé a la habitación donde estaban los otros hombres.

El dueño de la casa me habló en inglés:

‑Don Juan dice que usted es de Sudamérica. ¿Hay mescal allí?

Le dije que nunca había oído siquiera hablar de él.

Parecían interesados en Sudamérica y hablamos de los indios durante un rato. Luego, uno de los hombres me preguntó por qué quería comer peyote. Le dije que quería saber cómo era. Todos rieron con timidez.

Don Juan me urgió suavemente:

‑Masca, masca.

Mis manos se hallaban húmedas y mi estómago se con­traía. El frasco con los botones de peyote estaba en el piso junto a la silla. Me agaché, tomé al azar un botón y lo puse en mi boca. Tenía un sabor rancio. Lo partí en dos con los dientes y empecé a mascar uno de los trozo. Sentí un amargor fuerte, acerbo; en un momento toda mi boca quedó adormecida. El amargor crecía conforme yo mascaba, provocando un increíble fluir de saliva. Sentía las encías y el interior de la boca como si hubiera comido carne o pescado salados y secos, que parecen forzar a masticar más. Tras un rato masqué el otro pedazo; mi boca estaba tan entumecida que ya no pude sentir el amargor. El botón de peyote era un haz de hebras, como la parte fibrosa de una naranja o como caña de azúcar, y yo no sabía si tra­garlo o escupirlo. En ese momento, el dueño de la casa se puso en pie e invitó a todos a salir al zaguán.

Salimos y nos sentamos en la oscuridad. Afuera se estaba bastante cómodo, y el anfitrión sacó una botella de tequila.

Los hombres se hallaban sentados en fila con la espalda contra la pared. Yo ocupaba el extremo derecho de la línea. Don Juan, instalado junto a mí, puso entre mis piernas el frasco con los botones de peyote. Luego me pasó la bo­tella, que circulaba a lo largo de la línea, y me dijo que tomara algo de tequila para quitarme el sabor amargo.

Escupí las hebras del primer botón y tomé un sorbo. Me dijo que no lo tragara, que sólo me enjuagara la boca para detener la saliva. No sirvió de gran cosa para la sali­va, pero sí ayudó a disipar un poco el sabor amargo.

Don Juan me dio un trozo de albaricoque seco, o quizá era un higo seco ‑no podía verlo en la oscuridad, ni per­cibir el sabor‑ y me dijo que lo mascara detenida y len­tamente, sin prisas. Tuve dificultad para tragarlo; parecía que no quisiera bajar.

Tras una pausa corta la botella dio otra vuelta. Don Juan me entregó un pedazo de carne seca, quebradiza. Le dije que no tenía ganas de comer.

‑Esto no es comer ‑dijo con firmeza.

El ciclo se repitió seis veces. Recuerdo que había mascado seis botones de peyote cuando la conversación se puso muy animada; aunque yo no lograba distinguir qué idioma se estaba hablando, el tema de la conversación, en la que todo mundo participaba, era muy interesante, y procuré escuchar con cuidado para poder intervenir. Pero al hacer el intento de hablar me di cuenta de que no podía; las palabras se desplazaban sin objeto en mi mente.

Reclinando la espalda contra la pared, escuché lo que decían los hombres. Hablaban en italiano y repetían conti­nuamente una frase sobre la estupidez de los tiburones. El tema me pareció lógico y coherente. Yo había dicho antes a don Juan que los primeros españoles llamaron al río Co­lorado, en Arizona, "el río de los tizones", y alguien escri­bió o leyó mal "tizones" y el río se llamó "de los tibu­rones". Me hallaba seguro de que discutían esa anécdota, pero nunca se me ocurrió pensar que ninguno de ellos sabía italiano.

Tenía un deseo muy fuerte de vomitar, pero no recuerdo el acto en sí. Pregunté si alguien me traería un vaso de agua. Experimenté una sed insoportable.

Don Juan trajo una cacerola grande. La puso en el suelo junto a la pared. También trajo una taza o lata pequeña. La llenó en la cacerola y me la dio, y dijo que yo no podía beber: sólo debía refrescarme la boca.

El agua parecía extrañamente brillante, reluciente, como barniz espeso, Quise preguntarle de ello a don Juan y labo­riosamente traté de formular mis pensamientos en inglés, pero entonces tomé conciencia de que él no sabía inglés. Experimenté un momento muy confuso y advertí el hecho de que, aun habiendo en mi mente un pensamiento muy claro, no podía hablar. Quería comentar la extraña apariencia del agua, pero lo que sobrevino no fue habla; fue sentir que mis pensamientos no dichos salían de mi boca en una especie de forma líquida. Era la sensación de vomitar sin esfuerzo, sin contracciones del diafragma. Era un fluir agra­dable de palabras líquidas.

Bebí. Y la impresión de que estaba vomitando desapare­ció. Para entonces todos los ruidos se habían desvanecido y hallé que me costaba trabajo enfocar las cosas. Busqué a don Juan y al volver la cabeza noté que mi campo de visión se había reducido a una zona circular frente a mis ojos. Esta sensación no me atemorizaba ni me inquietaba; al con­trario, era una novedad: me era posible barrer literalmente el terreno enfocando un sitio y luego moviendo despacio la cabeza en cualquier dirección. Al salir al zaguán había adver­tido que todo estaba oscuro, excepto el brillo distante de las luces de la ciudad. Pero dentro del área circular de; ni visión todo era claro. Olvidé mi interés en don Juan y los otros hombres, y me entregué por entero a explorar el terreno con un enfoque absolutamente preciso.

Vi la juntura de la pared y el piso del zaguán. Lenta­mente volví la cabeza a la derecha, siguiendo el muro, y vi a don Juan sentado contra él. Moví la cabeza a la izquierda para enfocar el agua. Hallé el fondo de la cacerola; alcé ligeramente la cabeza y vi acercarse un perro negro de tama­ño mediano. Lo vi venir hacia el agua. El perro empezó a beber. Alcé la mano para apartarlo de mi agua; enfoqué en él mi visión concentrada para llevar a cabo el movimien­to de empujarlo, y de pronto lo vi transparentarse. El agua era un líquido reluciente, viscoso. La vi bajar por la gar­ganta del perro al interior de su cuerpo. La vi correr pareja a todo lo largo del animal y luego brotar por cada uno de los pelos. Vi el fluido iridiscente viajar a lo largo de cada pelo individual y proyectarse más allá de la pelambre para formar una melena larga, blanca, sedosa.

En ese momento tuve la sensación de unas convulsiones intensas, y en cosa de instantes un túnel. se formó a mi alrededor, muy bajo y estrecho, duro y extrañamente frío. Parecía al tacto una pared de papel aluminio sólido. Me encontré sentado en el piso del túnel. Traté de levantarme, pero me golpeé la cabeza en el techo de metal, y el túnel se comprimió hasta empezar a sofocarme. Recuerdo haber tenido que reptar hacia una especie de punto redondo don­de terminaba el túnel; cuando por fin llegué, si es que llegué, me había olvidado por completo del perro, de don Juan y de mí mismo. Me hallaba exhausto. Mis ropas esta­ban empapadas en un líquido frío, pegajoso. Rodé en una y en otra dirección tratando de encontrar una postura en la cual descansar, una postura en que mi corazón no golpeara tan fuerte. En una de esas vueltas vi de nuevo al perro.

Los recuerdos regresaron en el acto, y de improviso todo estuvo claro en mi mente. Me volví en busca de don Juan, pero no pude distinguir nada ni a nadie. Todo cuanto po­día ver era al perro, que se volvía iridiscente; una luz intensa irradiaba de su cuerpo. Vi otra vez el flujo del agua atra­vesarlo, encenderlo como una hoguera. Me llegué al agua, hundí el rostro en la cacerola y bebí con él. Tenía yo las manos en el suelo frente a mí, y al beber veía el fluido correr por mis venas produciendo matices de rojo y amari­llo y verde. Bebí más y más. Bebí hasta hallarme todo en llamas; resplandecía de pies a cabeza. Bebí hasta que el fluido salió de mi cuerpo a través de cada poro y se proyec­tó al exterior en fibras como de seda, y también yo adquirí una melena larga, lustrosa, iridiscente. Miré al perro y su melena era como la mía. Una felicidad suprema llenó mi cuerpo, y corrimos juntos hacia una especie de tibieza amari­lla procedente de algún lugar indefinido. Y allí jugamos. Jugamos y forcejeamos hasta que yo supe sus deseos y él supo los míos. Nos turnábamos para manipularnos mutuamente, al estilo de una función de marionetas. Torciendo los dedos de los pies, yo podía hacerle mover las patas, y cada vez que él cabeceaba yo sentía un impulso irresistible de saltar. Pero su mayor travesura consistía en agitar las orejas de un lado a otro para que yo, sentado, me rascara la cabeza con el pie. Aquella acción me parecía total e insoportablemente cómica. ¡Qué toque de ironía y de gracia, qué maestría!, pensaba yo. Me poseía una euforia indescrip­tible. Reí hasta que casi me fue imposible respirar.

Tuve la clara sensación de no poder abrir los ojos; me encontraba mirando a través de un tanque de agua. Fue un estado largo y muy doloroso, lleno de la angustia de no poder despertar y de a la vez, estar despierto. Luego; lentamente, el inundo se aclaró y entró en foco. Mi campo de visión se hizo de nuevo muy redondo y amplio, y con ello sobrevino un acto consciente ordinario, que fue volver la vista en busca de aquel ser maravilloso. En este punto empezó la transición más difícil. La salida de mi estado normal había sucedido casi sin que yo me diera cuenta: es­taba consciente, mis pensamientos y sentimientos eran un corolario de esa conciencia, y el paso fue suave y claro. Pero este segundo cambio, el despertar a la conciencia se­ria, sobria, fue genuinamente violento. ¡Había olvidado que era un hombre! La tristeza de tal situación irreconci­liable fue tan intensa que lloré.

 

Sábado, 5 de agosto, 1961

Más tarde, aquella mañana después del desayuno, el dueño de la casa, don Juan y yo regresamos a donde vivía don Juan. Yo estaba muy cansado, pero no pude dormirme en la camioneta. Sólo después de que el hombre se marchó, me quedé dormido, en el zaguán de la casa de don Juan.

Cuando desperté era de noche don Juan me había tapado con una cobija. Lo busqué, pero no estaba en la casa. Regresó más tarde con una olla de frijoles refritos y un ‑montón de tortillas. Yo tenía mucha hambre.

Después de comer, mientras descansábamos, me pidió narrarle cuanto me hubiera ocurrido la noche anterior. Re­laté mis experiencias en gran detalle y con la mayor exacti­tud posible. Cuando terminé, él asintió y dijo:

‑Creo que andas muy bien. Se me dificulta explicarte ahora cómo y por qué. Pero creo que te fue bien. Verás: a veces él es juguetón como un niño; otras veces es terri­ble, espantoso. O hace travesuras o es muy serio. No se puede saber de antemano cómo va a ser con otra persona. Pero cuando uno lo conoce bien . . . a veces. Tú anoche ju­gaste con él. Eres la única persona que conozco que ha tenido un encuentro así.

‑¿En qué forma difiere mi experiencia de la de otros?

‑Tú no eres indio; por eso se me dificulta aclarar qué es qué. Pero él o toma a las gentes o las rechaza, sin impor­tarle que sean indias o no. Eso lo sé. Las he visto por doce­nas. También sé que travesea, hace reír a algunos, pero jamás lo he visto con nadie.

‑¿Puede usted decirme ahora, don Juan, cómo protege el peyote . . . ?

No me dejó terminar. Me tocó vigorosamente el hom­bro.

‑No lo nombres nunca así. Todavía no lo has visto lo bastante para conocerlo.

‑¿Cómo protege Mescalito a la gente?

‑Aconseja. Responde cualquier cosa que le preguntes.

‑¿Entonces Mescalito es real? Digo, ¿es algo que puede verse?

Pareció desconcertado por mi pregunta. Me miró con una especie de expresión vacía.

‑Lo que quise decir es que Mescalito . . .

‑Oí lo que dijiste, ¿Qué no lo viste anoche?

Quise decirle que sólo había visto un perro, pero noté su mirada de extrañeza.

‑¿Entonces cree usted que lo que vi anoche era él?

Me miró con desprecio. Chasqueó la lengua, sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo, y en tono muy belicoso añadió:

‑¿A poco crees que era tu . . . mamá?

Hizo una pausa antes de "mamá" porque lo que iba a decir era "tu chingada madre". La palabra "mamá" resultó tan incongruente que ambos reímos largo tiempo.

Luego me di cuenta de que se había quedado dormido sin responder a mi pregunta.

 

Domingo, 6 de agosto, 1961

Llevé a don Juan en mi auto a la casa donde yo había to­mado peyote. En el camino me dijo que el hombre que me "ofreció a Mescalito" se llamaba John. Al llegar a la casa encontramos a John sentado en el zaguán con dos hombres jóvenes. Todos se mostraron en extremo joviales. Reían y charlaban con gran desenvoltura. Los tres hablaban inglés perfectamente. Dije a John que iba a darle las gracias por haberme ayudado:

Quería saber su opinión sobre mi conducta durante la experiencia alucinógena, y les dije que había estado tratando de pensar en lo que hice aquella noche y no podía recordar. Rieron y se mostraron renuentes a hablar del asunto. Pa­recían contenerse a causa de don Juan. Todos lo miraban de reojo, como esperando su autorización para hablar. Don Juan debió de dársela con alguna seña, aunque yo no adver­tí nada, porque de pronto John empezó a decirme qué había hecho yo aquella noche.

Dijo haber sabido que yo estaba "prendido" cuando me oyó vomitar. Calculó que había yo vomitado unas treinta veces. Don Juan rectificó y dijo que sólo diez.

‑Luego todos nos acercamos a ti ‑continuó John‑. Estabas tieso y tenlas convulsiones. Durante largo rato, acos­tado bocabajo, moviste los labios como si hablaras. Luego empezaste a pegar en el suelo con la cabeza, y don Juan te puso un sombrero viejo, y te detuviste. Estuviste horas temblando y gimiendo tirado en el piso. Creo que enton­ces todos nos dormimos, pero entre sueños yo te oía reso­plar y gruñir. Luego te oí resoplar y gruñir. Luego te oí gritar, y desperté. Te vi saltar por los aires, gritando. Te abalanzaste sobre el agua, tiraste la cacerola y empe­zaste a nadar en el charco.

"Don Juan te trajo más agua. Te quedaste quieto un rato, sentado frente a la cacerola. Luego te levantaste de golpe y te quitaste toda la ropa. Estuviste de rodillas frente al agua, bebiendo a grandes tragos. Luego nada más te quedaste ahí sentado, mirando el aire. Pensamos que ahí te ibas a quedar para siempre. Casi todo el mundo estaba dormido, hasta don Juan, cuando de repente te le­vantaste otra vez, aullando, y te fuiste detrás del perro. El perro se asustó, y aulló también, y corrió para atrás de la casa. Entonces, todo el mundo despertó.

"Todos nos levantamos. Regresaste por el otro lado, toda­vía persiguiendo al perro. El perro corría delante de ti ladrando y aullando. Debiste dar como veinte vueltas a la casa, corriendo en círculos, ladrando como perro. Tuve miedo de que a la gente le entrara curiosidad. No hay vecinos cerca, pero tus aullidos eran tan fuertes que podían haberse oído a millas de distancia.

‑Alcanzaste al perro ‑agregó uno de los jóvenes‑ y lo trajiste al zaguán en brazos.

‑Entonces te pusiste a jugar con el perro ‑prosiguió John‑. Luchabas con él, y el perro y tú se mordían y jugaban. Eso me hizo gracia. Mi perro no acostumbra jugar.

Pero esta vez tú y el perro estaban rodando uno encima de otro.

‑Luego corriste al agua y el perro bebió contigo ‑dijo el joven‑. Corriste cinco o seis veces al agua, con el perro.

-¿Cuánto duró eso? ‑pregunté.

‑Horas ‑dijo John‑. Durante un rato los perdimos de vista a los dos. Creo que corrieron para atrás de la casa. Nada más los oíamos ladrar y gruñir. Tú parecías de veras un perro; no podíamos distinguirlos.

‑A lo mejor era el perro solo ‑dije.

Rieron, y John dijo:

‑¡Tú estabas ahí ladrando, muchacho!

‑¿Qué pasó después?

Los tres hombres se miraron y parecieron tener dificul­tades para decidir qué pasó después. Finalmente, habló el joven que aún no decía nada.

‑Se atragantó ‑dijo mirando a John.

‑Sí, te atragantaste en serio. Comenzaste a llorar muy raro y luego caíste al piso. Pensamos que te estabas mor­diendo la lengua, don Juan te abrió las quijadas y te echó agua en la cara. Entonces empezaste otra vez a temblar y a tener convulsiones. Luego estuviste inmóvil un rato largo. Don Juan dijo que todo había terminado. Para en­tonces ya era de mañana, así que te tapamos con una cobija y te dejamos a dormir en el zaguán.

Calló en ese punto y miró a los otros hombres, que obvia­mente trataban de contener la risa. Se volvió a don Juan y le preguntó algo. Don Juan sonrió y respondió a la pre­gunta. John se volvió hacia mí y dijo:

‑Te dejamos en el porche porque teníamos miedo de que fueras a orinarte por los cuartos.

Todos rieron muy fuerte.

‑¿Qué me pasaba? ‑pregunté‑. ¿Hice yo. . . ?

‑¿Hiciste tú? -remedó John-. No íbamos a mencio­narlo, pero don Juan dice que está bien. ¡Te orinaste en mi perro!

‑¿Qué cosa?

‑No pensarás que el perro corría porque te tenía miedo, ¿verdad? Corría porque lo estabas orinando.

Hubo risa general en este punto. Traté de interrogar a uno de los jóvenes, pero todos reían, y no me escuchó.

‑Pero mi perro se desquitó ‑prosiguió John-: ¡tam­bién él se orinó en ti!

Esta afirmación era al parecer el colmo de lo cómico, porque todos rieron a carcajadas, incluso don Juan. Cuan­do se calmaron, pregunté con toda sinceridad:

‑¿Es cierto de verdad? ¿Pasó realmente?

‑Juro que mi perro te orinó de verdad ‑repuso John, todavía riendo.

De regreso rumbo a la casa de don Juan, le pregunté:

-¿Pasó en realidad todo eso, don Juan?

‑Sí ‑dijo él‑, pero ellos no saben lo que viste. No se dan cuenta de que estabas jugando con "él". Por eso no te molesté.

‑Pero este asunto del perro y yo orinándonos, ¿es verdad?

‑¡No era un perro! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Esa es la única manera de entenderlo. ¡La única! Fue "él" quien jugó contigo.

‑¿Sabía usted que todo esto ocurrió antes de que yo se lo contara?

Vaciló un instante antes de responder.

‑No; después de que lo contaste, recordé el aspecto raro que tenías. Nada más supuse que te estaba yendo muy bien porque no parecías asustado.

‑¿De veras jugó el perro conmigo como dicen?

‑¡Carajo! ¡No era un perro!

 

Jueves, 17 de agosto, 1961

Expuse a don Juan mi sentir con respecto a la experiencia. Desde el punto de vista de mi propuesto trabajo, había sido desastrosa. Dije que no me apetecía otro "encuentro" similar con Mescalito. Acepté que cuanto me ocurrió había sido más que interesante, pero añadí que nada de ello po­día realmente impulsarme a buscarlo de nuevo. Creía seria­mente no estar hecho para ese tipo de empresas. El peyote me había producido, como reacción posterior, una extraña clase de incomodidad física. Era un miedo o una desdicha indefinidos; una cierta melancolía, que yo no podía definir con exactitud. Y tal estado no me parecía noble en modo alguno.

Don Juan rió y dijo:

-Estás empezando a aprender.

‑Este tipo de aprendizaje no es para mí. No estoy hecho para él, don Juan.

‑Tú eres muy exagerado.

‑Esta no es ninguna exageración.

‑Lo es. El único problema es que solamente exageras los malos aspectos.

‑En lo que a mí toca, no hay buenos aspectos. Todo lo que sé es que me da miedo.

‑No hay nada malo en tener miedo. Cuando uno teme, ve las cosas en forma distinta.

‑Pero a mi no me importa ver las cosas en forma dis­tinta, don Juan. Creo que voy a dejar en paz el aprendizaje sobre Mescalito. No puedo con él, don Juan, Esta es en realidad una mala situación para mi.

‑Claro que es mala . . . hasta para mi. Tú no eres el único sorprendido.

‑¿Por qué iba a estar sorprendido usted, don Juan?

‑He estado pensando en lo que vi la otra noche. Mescalito de veras jugó contigo. Eso me extrañó, porque fue una señal,

‑¿Qué clase de señal, don Juan?

‑Mescalito te señaló.

‑¿Para qué?

‑No lo tenía yo claro entonces, pero ahora sí. Quería decirme que tú eras el escogido. Mescalito te señaló y con eso me dijo que tú eras el escogido.

‑¿Quiere usted decir que me escogió entre otros para alguna tarea, o algo así?

‑No. Quiero decir que Mescalito me dijo que tú podías ser el hombre que busco.

‑¿Cuándo se lo dijo, don Juan?

‑Al jugar contigo me lo dijo. Eso te hace mi escogido.

‑¿Qué significa ser el escogido?

‑Tengo secretos. Tengo secretos que no podré revelar a nadie si no encuentro a mí escogido. La otra noche, cuando te vi jugar con Mescalito, se me aclaró que eras tú. Pero no eres indio. ¡Qué extraño!

‑Pero ¿qué significa para mí, don Juan? ¿Qué tengo que hacer?

‑Me he decidido y voy a enseñarte los secretos que co­rresponden a un hombre de conocimiento.

‑¿Quiere usted decir sus secretos sobre Mescalito?

‑Sí, pero ésos no son los únicos secretos que tengo. Hay otros, de distinta clase, que me gustaría revelar a al­guien. Yo mismo tuve un maestro, mi benefactor, y también me convertí en su escogido al realizar cierta hazaña. El me enseñó todo lo que sé.

Le pregunté de nuevo qué requeriría de mí este nuevo papel; dijo que sólo se trataba de aprender, en el sentido de lo que yo había experimentado en las sesiones con él.

La manera en que la situación había evolucionado era bastante extraña. Yo había decidido decirle que iba a abandonar la idea de aprender sobre el peyote, pero antes de que pudiera lograrlo realmente él me ofreció enseñarme sus "secretos". Ignoraba qué quería decir con eso, pero sentía que esta vuelta súbita era muy seria. Argumenté que no llenaba los requisitos para una tarea así, pues ésta requería una rara ciase de valor que yo no poseía. Le dije que la inclinación de mi carácter era hablar de actos que otros realizaban. Yo quería oír sus pareceres y opiniones acerca de todo. Le dije que sería feliz de poder estar allí sentado, escuchándolo durante días enteros. Para mí, eso seria aprender.

Escuchó sin interrumpirme. Hablé mucho tiempo. Luego dijo:

‑Todo eso es muy fácil de entender. El miedo es el primer enemigo natural que un hombre debe derrotar en el camino del saber. Además, tú eres curioso. Eso compensa. Y aprenderás a pesar tuyo; ésa es la regla.

Protesté un rato más, tratando de disuadirlo. Pero él parecía convencido de que no me quedaba otra alternativa sino aprender.

‑No estás pensando bien ‑dijo‑. Mescalito de veras jugó contigo. Eso es lo único que hay que tener en cuenta. ¿Por qué no te ocupas de eso y no de tu miedo?

‑¿Fue tan poco común?

‑Eres la primera persona que he visto jugar con él. No estás acostumbrado a esta clase de vida; por eso las seña­les se te escapan. Así y todo eres una persona seria, pero tu seriedad está ligada a lo que tú haces, no a lo que pasa fuera de ti. Te ocupas demasiado de ti mismo. Ese es el problema. Y eso produce una tremenda fatiga.

‑¿Pero qué otra cosa puede uno hacer, don Juan?

‑Busca y ve las maravillas que te rodean. Te cansarás de mirarte a ti mismo, y el cansancio te hará sordo y ciego a todo lo demás.

‑Dice usted bien, don Juan, pero ¿cómo puedo cambiar? ‑Piensa en la maravilla de que Mescalito jugara conti­go. No pienses en otra cosa; ,lo demás te llegará por su propia cuenta.

 

Domingo, 20 de agosto, 1961

La noche pasada, don Juan procedió a introducirme en el terreno de su saber. Estábamos sentados frente a su casa, en la oscuridad. De improviso, tras un largo silencio, em­pezó a hablar. Dijo que iba a aconsejarme con las mismas palabras usadas por su propio benefactor el día en que lo tomó como aprendiz. Al parecer, don Juan había memori­zado las palabras, pues las repitió varias veces para ase­gurarse de que no se me fuera ninguna,

‑Un hombre va al saber como a la guerra: bien despier­to, con miedo, con respeto y con absoluta confianza. Ir en cualquier otra forma al saber o a la guerra es un error, y quien lo cometa vivirá para lamentar sus pasos.

Le pregunté por qué era así, y dijo que, cuando un hombre ha cumplido estos cuatro requisitos, no hay erro­res por los que deba rendir cuentas; en tales condiciones sus actos pierden la torpeza de las acciones de un tonto. Si tal hombre fracasa, o sufre una derrota, sólo habrá per­dido una batalla, y eso no provocará deploraciones lasti­mosas.

Declaró luego su intención de enseñarme lo que es un "aliado" en la misma forma exacta como su benefactor se lo había enseñado a él. Recalcó con fuerza las palabras "misma forma exacta.", repitiendo la frase varias veces.

Un "aliado", dijo, es un poder que un hombre puede traer a su vida para que lo ayude, lo aconseje y le dé la fuerza necesaria para ejecutar acciones, grandes o pequeñas, justas o injustas. Este aliado es necesario para engrandecer la vida de un hombre, guiar sus actos y fomentar su conocimiento. De hecho, un aliado es la ayuda indispensable para saber. Don Juan decía esto con gran convicción y fuer­za. Parecía elegir cuidadosamente sus palabras. Repitió cua­tro veces la siguiente frase:

‑Un aliado te hará ver y entender cosas sobre las que ningún ser humano podría jamás iluminarte.

‑¿Es un aliado algo parecido a un espíritu guardián?

‑No es ni espíritu ni guardián. Es una ayuda.

‑¿Es Mescalito el aliado de usted?

‑¡No! Mescalito es otra clase de poder. ¡Un poder único! Un protector, un maestro.

‑¿En qué se diferencia Mescalito de un aliado?

‑A Mescalito no se le puede domar y usar como se doma y se usa a un aliado. Mescalito está fuera de uno mismo. Escoge mostrarse en muchas formas a quienquiera que tenga enfrente, sin importarle que sea un brujo o un peón.

Don Juan hablaba con hondo fervor de que Mescalito era el maestro de la buena manera de vivir. Le pregunté cómo enseñaba Mescalito a "vivir como se debe", y don Juan repuso que Mescalito muestra cómo vivir.

-¿Cómo lo muestra? ‑pregunté.

‑Tiene muchos modos de hacerlo. A veces lo enseña en su mano, o en las piedras, o los árboles, o nomás enfrente de uno.

‑¿Es como una imagen enfrente de uno?

‑No. Es una enseñanza enfrente de uno.

‑¿Habla Mescalito a la persona?

‑Sí. Pero no con palabras.

‑¿Entonces cómo habla?

-A cada hombre le habla distinto.

Sentí que mis preguntas lo molestaban. No hice ninguna más. El siguió explicando que no había pasos exactos para conocer a Mescalito; por tanto, nadie podía instruir sobre él a excepción de Mescalito mismo, Esta característica lo hacía un poder único; no era el mismo para todos los hombres.

En cambio, dijo don Juan, la adquisición de un aliado requería la enseñanza más precisa y el seguir, sin desviación, una serie de etapas o pasos. Hay muchos de esos poderes aliados en el mundo, dijo, pero él sólo conocía bien dos de ellos. E iba a guiarme a ellos y a sus secretos, pero de mí dependía escoger uno de los dos, pues sólo uno podía tener. El aliado de su benefactor estaba en la yerba del diablo, dijo, pero a él en lo personal no le gustaba, aun­que gracias al benefactor sabía sus secretos. Su propio aliado estaba en el "humito", dijo, pero no concretó la naturale­za del humo.

Inquirí al respecto. Permaneció callado. Tras una larga pausa le pregunté:

-¿Qué clase de poder es un aliado?

‑Ya te dije: es una ayuda.

‑¿Cómo ayuda?

‑Un aliado es un poder capaz de llevar a un hombre más allá de sus propios límites. Así es como un aliado puede revelar cosas que ningún ser humano podría.

‑Pero Mescalito también lo saca a uno de sus propios límites. ¿No lo convierte eso en un aliado?

‑No. Mescalito te saca de ti mismo para enseñarte. Un aliado te saca para darte poder.

Le pedí explicarme el punto con más detalle, o describir la diferencia entre ambos efectos. Me miró largo rato y rió. Dijo que aprender por medio de la conversación era no sólo un desperdicio sino uno estupidez, porque el apren­der era la tarea más difícil que un hombre podía echarse encima. Me pidió recordar la vez que traté de hallar mi sitio, y cómo quería yo encontrarlo sin trabajo porque espe­raba que él me diese toda la información. Si lo hubiera hecho, dijo, yo jamás habría aprendido. Pero el saber cuán difícil era hallar mi sitio, y sobre todo el saber que existía, me darían un peculiar sentido de confianza. Dijo que mien­tras yo permaneciese enclavado en mi "sitio bueno" nada podría causarme daño corporal, porque yo tenía la seguri­dad de que en ese sitio específico me hallaba lo mejor po­sible. Tenía el poder de rechazar cuanto pudiera serme dañino. Pero si él me hubiese dicho dónde estaba el sitio, yo jamás habría tenido la confianza necesaria para conside­rar esto como verdadero saber. Así, saber era ciertamente poder.

Don Juan dijo entonces que, siempre que un hombre se propone aprender, debe laborar tan arduamente como yo lo hice para encontrar aquel sitio, y los límites de su apren­dizaje están determinados por su propia naturaleza. Así, no veía objeto en hablar del conocimiento. Dijo que ciertas clases de saber eran demasiado poderosas para la fuerza que yo tenía: hablar de ellas sólo me acarrearía daño. Al parecer sintió que no había nada más que quisiera decir. Se levantó y fue rumbo a su casa. Le dije que la situación me abrumaba. No era lo que yo había pensado ni deseado.

Dijo que los temores son naturales; todos los sentimos y no podemos evitarlo. Pero por otra parte, pese a lo ate­morizante que sea el aprender, es más terrible pensar en un hombre sin aliado o sin conocimientos.

 


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