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TOLTECA UNIVERSAL - don juan 5


V

 

Don Juan inquiría periódicamente, en forma casual, sobre el estado de mi datura. En el año transcurrido desde que replanté la raíz, la planta se había convertido en un arbus­to grande. Había dado semillas y las vainas de las semillas se habían secado. Y don Juan juzgó que era hora de que yo aprendiera algo más sobre la yerba del diablo.

 

Domino, 27 de enero, 1963

Don Juan me dio hoy la información preliminar sobre la "segunda parte" de la raíz de datura, el segundo paso en el aprendizaje de la tradición. Dijo que la segunda parte de la raíz era el verdadero principio del aprendizaje; en comparación con ella, la primera parte era juego de niños. Había que dominar la segunda parte; había que tomarla veinte veces por lo menos, dijo, antes de poder avanzar al tercer paso.

‑¿Qué hace la segunda parte? ‑pregunté.

‑La segunda parte de la yerba del diablo se usa para ver. Con ella, un hombre puede remontarse por los aires y ver qué está pasando en cualquier sitio que escoja.

‑¿Puede en verdad un hombre volar por los aires, don Juan?

‑¿Por qué no? Como ya te dije, la yerba del diablo es para aquellos que buscan poder. El hombre que domina la segunda parte puede usar la yerba del diablo para ganar más poder haciendo cosas que nadie se imagina.

-¿Qué clase de cosas, don Juan?

-No te lo puedo decir. Cada hombre es distinto.

 

Lunes, 28 de enero, 1963

‑Si completas con bien el segundo paso ‑dijo don Juan‑, sólo podré enseñarte otro paso más. Al ir aprendiendo so­bre la yerba del diablo me di cuenta de que no era para mí, y ya no adelanté más en su camino.

‑¿Qué le hizo decidir en contra de ello, don Juan?

‑La yerba del diablo estuvo a punto de matarme todas las veces que traté de usarla. Una vez me fue tan mal que me di por acabado. Y sin embargo, yo habría podido evitar todo ese dolor.

‑¿Cómo? ¿Hay alguna manera especial de evitar el dolor?

‑Sí, hay una manera,

‑¿Es una fórmula, o un procedimiento, o qué?

‑Es una manera de agarrarse a las cosas. Por ejemplo, cuando yo estaba aprendiendo sobre la yerba del diablo, era demasiado ansioso. Me agarraba a las cosas de la misma manera que los niños agarran dulces. La yerba del diablo es sólo un camino entre cantidades de caminos. Cualquier cosa es un camino entre cantidades de caminos. Por eso debes tener siempre presente que un camino es sólo un camino; si sientes que no deberías seguirlo, no debes seguir en él bajo ninguna condición. Para tener esa claridad debes llevar una vida disciplinada. Sólo entonces sabrás que un camino es nada más un camino, y no hay afrenta, ni para ti ni para otros, en dejarlo si eso es lo que tu corazón te dice. Pero tu decisión de seguir en el camino o de dejarlo debe estar libre de miedo y de ambición. Te prevengo. Mira cada camino de cerca y con intención. Pruébalo tantas veces como consideres necesario. Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una pregunta. Es una pregunta que sólo se hace un hombre muy viejo. Mi benefactor me habló de ella una vez cuando yo era joven, y mi sangre era demasiado vigorosa para que yo la entendiera, Ahora sí la entiendo. Te diré cuál es: ¿tiene corazón este camino? Todos los caminos son lo mismo: no llevan a ninguna par­te. Son caminos que van por el matorral. Puedo decir que en mi propia vida he recorrido caminos largos, largos, pero no estoy en ninguna parte. Ahora tiene sentido la pregunta de mi benefactor, ¿Tiene corazón este camino? Si tiene, el camino es bueno; si no, de nada sirve. Ningún camino lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno hace gozoso el viaje; mientras lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida. Uno te hace fuerte; el otro te debilita.

 

Domingo, 21 de abril, 1963

La tarde del martes 16 de abril, don Juan y yo fuimos a los cerros donde están sus daturas. Me pidió dejarlo solo allí, y esperarlo en el coche. Volvió casi tres horas des­pués cargando un paquete envuelto en una tela roja. Cuan­do iniciábamos el regreso a su casa, señaló el bulto y dijo que era su último regalo para mí.

Pregunté si quería decir que ya no iba a enseñarme. Ex­plicó que se refería al hecho de que yo tenía una planta plenamente madura y ya no necesitaría de las suyas.

Al atardecer tomamos asiento en su cuarto; él sacó un mortero y una mano, ambos de acabado pulido. El cuenco del mortero tenía unos quince centímetros de diámetro. Desató un gran paquete lleno de bultos pequeños, seleccio­nó dos y los puso sobre un petate, a mi lado; luego añadió otros cuatro bultos del mismo tamaño, extraídos del paquete que trajo a casa. Dijo que eran semillas, y yo debía moler­las hasta convertirlas en polvo fino. Abrió el primer bulto y virtió parte de su contenido en el mortero. Las semillas secas eran redondas, de color amarillo caramelo.

Empecé a trabajar con la mano del mortero; tras un rato don Juan me corrigió. Me dijo que primero empujase la mano contra un lado del recipiente y luego la deslizara sobre el fondo para hacerla subir contra el otro lado. Le pregunté qué iba a hacer con el polvo. No quiso hablar de ello.

El primer lote de semillas resultó extremadamente duro de moler. Tardé cuatro horas en terminar el trabajo. La espalda me dolía a causa de la postura en que había estado sentado. Me acosté y quise dormirme allí mismo, pero don Juan abrió la siguiente bolsa y vació parte de su contenido en el mortero. Esta vez las semillas eran un poco más oscuras que las primeras y se hallaban apelotonadas. El resto del contenido de la bolsa era una especie de polvo, consistente en gránulos muy pequeños, redondos y oscuros.

Yo quería algo de comer, pero don Juan dijo que si deseaba aprender tenía que seguir la regla, y la regla sólo me permitía beber un poco de agua mientras aprendía los secretos de la segunda parte.

La tercera bolsa contenía un puñado de gorgojos negros, vivos. Y en la última había algunas semillas frescas: blancas y casi pulposas en su blancura, pero fibrosas y difíciles de convertir en pasta fina, como don Juan esperaba de mí. Cuando hube terminado de moler el contenido de las cuatro bolsas, él midió dos tazas de un agua verdosa, la virtió en una olla de barro y puso la olla al fuego. Cuan­do el agua hervía, añadió el primer lote de semillas pulve­rizadas. Agitó el líquido con un pedazo largo y puntiagudo de hueso o madera, que llevaba en su morral de cuero. Apenas hirvió nuevamente el agua, añadió las otras sustan­cias una por una, siguiendo el mismo procedimiento. Luego añadió otra taza de la misma agua y dejó la mezcla hervir a fuego lento.

Entonces me dijo que era hora de macerar la raíz, Extra­jo cuidadosamente un largo pedazo de raíz de datura del bulto que había traído a casa. La raíz tenía unos cuarenta centímetros de largo. Era gruesa, como de cuatro centíme­tros de diámetro. Dijo que era la segunda parte, y también la había medido él mismo porque aún era su raíz. La pró­xima vez que yo probara la yerba del diablo, dijo, tendría que medir mi propia raíz.

Empujó hacia mi el gran mortero, y procedí a macerar la raíz exactamente como él había hecho con la primera parte. Me guió a través de los mismos pasos, y nuevamente dejamos la raíz macerada remojándose en agua, expuesta al sereno. Para entonces, la mezcla hirviente se había soli­dificado en la olla de barro. Don Juan retiró la olla del fuego, la puso dentro de una red y la colgó de una viga a mitad del aposento.

El 17 de abril, a eso de las 8 de la mañana, don Juan y yo empezamos a colar con agua el extracto de raíz. Era un día claro, soleado, y don Juan interpretó el buen tiempo como augurio de que yo le simpatizaba a la yerba del diablo; dijo que, conmigo allí, nada más se acordaba de lo mala que la yerba había sido con él.

El procedimiento que seguimos para filtrar el extracto de raíz fue el mismo que yo había observado para la primera parte. Al atardecer, tras vaciar el agua de encima por octava vez, quedó en el fondo del recipiente una cucharada de sustancia amarillenta.

Volvimos al cuarto de don Juan, donde aún había dos bolsitas sin tocar. Abrió una, metió la mano y con la otra plegó el extremo abierto en torno de su muñeca. Parecía estar sosteniendo algo, a juzgar por la forma como su mano se movía dentro de la bolsa. De pronto, con un mo­vimiento rápido, peló la bolsa de su mano como quitándose un guante, volteándola al revés, y acercó la mano a mi rostro. Estaba sosteniendo una lagartija. La cabeza del animal se hallaba a pocos centímetros de mis ojos. Había algo extraño en el hocico. Observé un momento, y luego me retraje involuntariamente. El hocico de la lagartija es­taba cosido con puntadas toscas. Don Juan me ordenó coger la lagartija con la mano izquierda. La aferré; se revolvió contra mi palma. Sentí náuseas. Mis manos empe­zaron a sudar.

Don Juan tomó la última bolsa y, repitiendo los mismos movimientos, extrajo otra lagartija. También la acercó a mi cara. Vi que los ojos del animal estaban cosidos. Me ordenó coger esta lagartija con la mano derecha.

Para cuando tuve ambas lagartijas en las manos, me ha­llaba a punto de vomitar. Tenía un deseo avasallador de dejarlas caer y largarme de allí.

‑¡No las apachurres! ‑dijo, y su voz me trajo un sentido de alivio y de propósito. Preguntó qué me pasaba. Trataba de estar serio, pero no pudo contener la risa. In­tenté aflojar las manos, pero sudaban tan profusamente que las lagartijas, retorciéndose, empezaron a escapárseme. Sus garritas agudas arañaban mis manos, produciendo una increíble sensación de asco y náusea. Cerré los ojos y apreté los dientes. Una de las lagartijas ya se deslizaba a mi muñeca; sólo necesitaba dar un tirón para sacar la cabeza de entre mis dedos y quedar libre. Yo experimentaba una sensación peculiar de desesperación física, de incomodidad suprema. Gruñía a don Juan, entre dientes, que me quitara esas porquerías. Mi cabeza se sacudía involuntariamente. El me miró con curiosidad. Gruñí como un oso, sacudien­do el cuerpo. Don Juan echó las lagartijas en sus bolsas y empezó a reír. Yo quería reír también, pero tenía el estó­mago revuelto. Me acosté.

Le expliqué que lo que me había afectado era la sen­sación de las garras en mis palmas; él dijo que muchas cosas podían volver loco a un hombre, sobre todo si no tenía la decisión, el propósito necesario para aprender; pero cuando un hombre poseía una intención clara y recia, los sen­timientos no resultaban en modo alguno un obstáculo, pues era capaz de controlarlos.

Don Juan esperó un rato y entonces, repitiendo los mis­mos movimientos, me entregó de nuevo las lagartijas. Me dijo que alzara sus cabezas y las frotara suavemente contra mis sienes, mientras les preguntaba cualquier cosa que qui­siera saber.

Al principio no comprendí qué deseaba de mí. Me dijo otra vez que preguntara a las lagartijas cualquier cosa que yo no pudiese averiguar por mi mismo. Me dio toda una serie de ejemplos: podía yo descubrir cosas sobre personas que por lo común no veía, o sobre objetos perdidos, o sobre sitios que no conociera. Entonces advertí que se refería a la adivinación. Me puse muy excitado. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Sentí que perdía el aliento.

Me advirtió que esta primera vez no preguntara sobre asuntos personales: dijo que mejor pensara en algo que no tuviese nada que ver conmigo. Debía pensar rápidamente y con claridad, porque no habría modo de revocar mis pensamientos.

Traté frenéticamente de pensar en algo que deseara saber. Don Juan me instaba con imperiosidad, y quedé atónito al darme cuenta de que no podía pensar nada que quisiese "preguntar" a las lagartijas.

Tras una espera penosamente larga, se me ocurrió algo. Tiempo antes, habían robado un buen número de libros de un salón de lectura. No era un asunto personal, y sin em­bargo me interesaba. Yo no tenía ideas preconcebidas acer­ca de la identidad de la persona, o personas, que habían tomado los libros. Froté las lagartijas contra mis sienes, preguntándoles quién era el ladrón.

Tras un rato, don Juan metió las lagartijas en las bolsas y dijo que no había ningún secreto profundo con respecto a la raíz ni a la pasta. La pasta se hacía para dar dirección; la raíz aclaraba las cosas. Pero el verdadero misterio eran las lagartijas. Ellas eran el secreto de toda la brujería de la segunda parte, dijo don Juan. Le pregunté si eran un tipo especial de lagartijas. Respondió que sí lo eran. Tenían que venir de la zona de la propia planta de uno; tenían que ser amigas de uno. Y para trabar amistad con las lagartijas, había que cultivarla un largo período. Había que desarro­llar una fuerte amistad con ellas dándoles comida y hablán­doles con bondad.

Pregunté por qué era tan importante su amistad. Don Juan dijo que las lagartijas sólo se dejan capturar si co­nocen al hombre, y quien tomara en serio la yerba del diablo debía tratar con seriedad a las lagartijas. Dijo que, como regla, las lagartijas debían cogerse después de que la pasta y la raíz estuvieran preparadas. Debían cogerse al atardecer. Si uno no estaba en confianza con las lagartijas, dijo, podía pasarse días tratando, sin éxito, de cogerlas, y la pasta sólo duraba un día. Luego me dio una larga serie de instrucciones concernientes al procedimiento a seguir una vez capturadas las lagartijas.

‑Una vez que hayas cogido las lagartijas, ponlas en bolsas separadas. Luego saca a la primera y háblale. Discúlpate por causarle dolor y ruégale que te ayude. Y cósele la boca con una aguja de madera. Haz la costura con fibras de ágave y una espina de choya. Aprieta bien las puntadas. Luego dile las mismas cosas a la otra lagartija y cósele los párpados. A la hora en que la noche empiece a caer estarás listo. Toma la lagartija de la boca cosida y explícale el asunto del que quieres saber. Pídele que vaya a ver por ti. Dile que tuviste que coserle la boca para que se apure a volver y no hable con nadie más. Déjala revolcarse en la pasta después de que se la embarres en la cabeza; luego ponla en el suelo. Si toma la dirección de tu buena fortuna, la brujería saldrá bien y fácil. Si agarra la dirección con­traria, saldrá mal. Si la lagartija se acerca a ti (hacia el sur) puedes esperar mejor suerte que de costumbre, pero si se aleja de ti (hacia el norte), la brujería será terriblemente difícil, ¡Puedes hasta morir! De modo que, si se aleja de ti, estás a tiempo de rajarte. A estas alturas puedes tomar la decisión de rajarte. Si te rajas, perderás tu autoridad sobre las lagartijas, pero mejor eso que perder la vida. O también puede ser que decidas seguir con la brujería a pesar de mi advertencia. En ese caso, el paso siguiente es tomar la otra lagartija y decirle que escuche el relato de su hermana y luego te lo describa.

‑¿Pero cómo puede la lagartija de la boca cosida decir­me lo que ve? ¿No se le cosió la boca para que no hablara?

‑Coserle la boca le impide contar su relato a los extra­ños. La gente dice que las lagartijas son platicadoras; en cualquier parte se paran a platicar. Bueno, el paso siguien­te es embarrarle la pasta atrás de la cabeza, y luego frotar la cabeza de la lagartija contra tu sien izquierda, sin que la pasta toque el centro de tu frente. Al comienzo del apren­dizaje, es buena idea enlazar a la lagartija por en medio, con un cordón, y amarrártela al hombro derecho. Así no la pierdes ni la lastimas. Pero conforme progresas y te vas familiarizando con el poder de la yerba del diablo, las lagartijas aprenden a obedecer tus órdenes y se quedan trepadas en tu hombro. Después que te hayas untado pasta en la sien derecha, con la lagartija, mete en la olla los dedos de las dos manos; úntate la pasta primero en las sienes y luego extiéndela bien sobre ambos lados de tu cabe­za. La pasta se seca muy rápido, y puede aplicarse tantas veces como sea necesario. Cada vez, empieza por usar pri­mero la cabeza de la lagartija y después tus dedos. Tarde o temprano la lagartija que fue a ver regresa y le cuenta a su hermana todo el viaje, y la lagartija ciega te lo des­cribe como si fueras de su especie. Cuando la brujería esté terminada, pon a la lagartija en el suelo y déjala ir, pero no mires a dónde va. Escarba con las manos un agujero hondo y entierra en él todo lo que usaste.

Alrededor de las 6 p.m., don Juan recogió del recipiente el extracto de raíz, depositándolo sobre un trozo liso de pizarra; había menos de una cucharadita de almidón ama­rillo. Puso la mitad en una taza y añadió agua amarillenta. Dio vueltas a la taza para disolver la sustancia. Me en­tregó la taza y me dijo que bebiera la mezcla. Era insípida, pero dejó en mi boca un sabor levemente amargo. El agua estaba demasiado caliente y eso me molestó. Mi corazón empezó a golpear aprisa, pero pronto me tranquilicé de nuevo.

Don Juan trajo la olla de la pasta. Esta parecía sólida y tenía una superficie reluciente. Quise penetrar la costra con el dedo, pero don Juan saltó hacía mi y apartó mi mano de la olla. Se molestó mucho; dijo que era mucho descuido de mi parte el tratar de hacer eso, y que si yo de veras quería aprender no había necesidad de ser descuidado. Eso era poder, dijo señalando la pasta, y nadie sabia qué clase de poder era en realidad. Era suficiente injuria, ya que nos metiéramos con él para nuestros propios fines ‑algo que no podemos evitar porque somos hombres, dijo‑, pero al menos había que tratarlo con el debido respeto. La mezcla semejaba avena cocida. Al parecer tenía almidón suficiente para darle esa consistencia. Don Juan me pidió traer las bolsas con las lagartijas. Tomó la lagartija del hocico cosido y me la entregó cuidadosamente. Me hizo cogerla con la mano izquierda y me dijo que tomara con el dedo un poco de pasta y lo frotara en la cabeza de la lagartija y luego pusiera a la lagartija en la olla y la sostuviera allí hasta que la pasta cubriese todo su cuerpo.

Luego me indicó sacar a la lagartija de la olla. Recogió la olla y me guió a una zona rocosa no demasiado lejos de su casa. Señaló una gran roca y me dijo que me sentara frente a ella, como si fuera mi datura, y, sosteniendo la la­gartija frente a mi rostro, le explicara nuevamente lo que deseaba saber y le rogara ir a buscarme la respuesta. Me aconsejó decir a la lagartija que sentía haber tenido que causarle molestias, y prometerle que a cambio seria bueno con todas las lagartijas. Y luego me indicó sostenerla entre los dedos tercero y cuarto de mi mano izquierda, donde una vez él hizo un corte, y bailar alrededor de la roca haciendo exactamente lo que había hecho al replantar la raíz de la yerba del diablo; me preguntó si recordaba cuan­to había hecho entonces. Dije que sí. Subrayó que todo tenía que ser exactamente igual, y que si no me acordaba debía esperar hasta que todo se hallase claro en mi memoria. Me advirtió con gran apremio que si actuaba en forma pre­cipitada, sin deliberar, me haría daño a mí mismo. Su últi­ma indicación fue que yo pusiera en tierra a la lagartija del hocico cosido y observara hacia dónde se iba, para poder determinar el resultado de la experiencia. Dijo que no debía yo apartar los ojos de la lagartija ni por un instante, pues una treta común de las lagartijas era distraerlo a uno y luego salir corriendo.

Todavía no acababa de oscurecer. Don Juan miró el cielo.

‑Te dejo solo ‑dijo, y se alejó.

Seguí todas sus instrucciones y luego puse a la lagartija en el suelo. La lagartija permaneció inmóvil donde la dejé. Luego me miró, y corrió a las rocas, hacia el este, y desapa­reció entre ellas.

Me senté en el suelo frente a la roca, como si estuviera ante mi planta. Una profunda tristeza me invadió. Me pregunté por la lagartija del hocico cosido. Pensé en su extraño viaje y en cómo me miró antes de correr. Era un pensamiento extraño, una proyección molesta. A mi modo yo también era una lagartija, realizando otro viaje extraño. Mi destino, acaso, era sólo el de ver; en ese mo­mento sentía que nunca me sería posible decir lo que había visto. Para entonces ya estaba muy oscuro. Apenas podía ver las rocas que estaban frente a mí. Pensé en las palabras de don Juan: “El crepúsculo: ¡allí está la rendija entre los mundos!”

Tras largo titubeo empecé a seguir los pasos prescritos. Aunque la pasta parecía avena cocida, no tenía ese tacto. Era muy lisa y fría. Olía en forma peculiar, acre. Producía en la piel una sensación de frescura y se secaba rápidamente. Me froté las sienes once veces, sin notar efecto alguno. Traté con mucho cuidado de tomar en cuenta cualquier cam­bio en percepción o estado de ánimo, pues ni siquiera sabía qué anticipar. De hecho, no era yo capaz de concebir la naturaleza de la experiencia, e insistía en buscar pistas.

La pasta se había secado y desprendido en escamas de mis sienes, Estaba a punto de untarme más cuando advertí que me hallaba sentado sobre los tobillos, a la japonesa. Había estado sentado con las piernas cruzadas y no recordaba haber cambiado de postura. Tardé algún tiempo en tomar

plena conciencia de que me encontraba sobre el piso de una especie de claustro con arcadas altas. Pensé que eran de la­drillo, pero al examinarlas vi que eran de piedra.

Esta transición fue muy difícil. Sobrevino tan repentina­mente que yo no estaba listo para seguirla. Mi percepción de los elementos de la visión era difusa, como si soñara. Pero los componentes no cambiaban. Permanecían fijos, y yo podía detenerme junto a cualquiera de ellos y exami­narlo concretamente. La visión no era tan clara ni tan real como una inducida por el peyote. Tenía un carácter nebulo­so, un matiz pastel intensamente placentero.

Me pregunté si podría levantarme o no, y en seguida noté que me había movido. Estaba en la parte superior de una escalera y H, una amiga mía, se hallaba al pie de ella. Sus ojos eran febriles. Había en ellos un brillo de locura. Rió fuertemente, con tal intensidad que resultó aterradora su risa, Empezó a subir la escalera. Quise huir o refugiarme, porque "ella había estado chiflada una vez". Ese fue el pensamiento que acudió a mi mente. Me oculté detrás de una columna y H pasó ante mí sin mirar, "Ahora se va a un largo viaje", fue otro pensamiento que se me ocurrió entonces, y finalmente la última idea que recordé fue: "Se ríe cada vez que está a punto de tronar."

De pronto la escena se hizo muy clara; ya no era como un sueño. Era como una escena común, pero yo parecía estar viéndola a través de un cristal. Traté de tocar una columna, pero todo cuanto noté fue que no podía moverme; sin embargo, sabía que podía quedarme cuanto quisiera, contemplando la escena. Estaba en ella pero no era parte de ella.

Sentí que levantaba un dique de pensamientos y argu­mentos racionales. Me hallaba, hasta donde podía juzgar, en un estado ordinario de conciencia sobria. Cada elemento pertenecía al terreno de mis procesos normales. Y sin em­bargo, yo sabía que no se trataba de un estado ordinario.

La escena cambió súbitamente. Era de noche. Me encon­traba en el vestíbulo de un edificio. La oscuridad dentro del edificio me hizo consciente de que en la escena an­terior la luz del sol tenía una hermosa claridad. Pero había sido algo tan común que en ese momento no lo advertí. Al seguir mirando la nueva visión, vi a un joven salir de un cuarto con una mochila grande sobre los hombros. No sabía yo quién era, aunque lo había visto una o dos veces. Pasó frente a mí y descendió las escaleras. Para entonces yo había olvidado mi aprensión, mis dilemas racionales. "¿Quién es ese tipo?" pensé. "¿Por qué lo vi?"

La escena cambió de nuevo y me hallé observando al joven mutilar libros: pegaba algunas páginas con goma, borraba marcas. Luego lo vi acomodar los libros con cui­dado en una caja de madera, Había una pila de cajas. No estaban en su cuarto sino en algún almacén. Otras imá­genes acudieron a mi mente, pero no estaban claras. La escena se hizo nebulosa. Tuve la sensación de girar.

Don Juan me sacudió por los hombros y desperté. Me ayudó a levantarme y caminamos de regreso a su casa. Habían pasado tres horas y media desde el momento en que empecé a untar la pasta en mis sienes hasta la hora en que desperté, pero el estado visionario no pudo haber durado más de diez minutos. Yo no sentía ningún mal efecto; sólo hambre y sueño.

 

jueves, 18 de abril, 1963

Don Juan me pidió anoche describir mi reciente experien­cia, pero yo estaba demasiado adormecido para hablar de ella. No podía concentrarme. Hoy, apenas desperté, repitió su petición.

‑¿Quién te dijo que esta muchacha H había estado chiflada? ‑preguntó cuándo terminé mi historia.

‑Nadie. Fue sólo uno de los pensamientos que tuve.

‑¿Crees que eran tus pensamientos?

Le dije que eran mis pensamientos, aunque yo no tenía motivo para pensar que H hubiese estado enferma. Eran pensamientos extraños. Parecían brotar en mi mente surgi­dos de ninguna parte. Don Juan me miró inquisitivo. Le pregunté si no me creía; rió y dijo que mi costumbre era ser descuidado con mis actos.

‑¿Qué hice mal, don Juan?

‑Debiste haber escuchado a las lagartijas.

-¿Cómo debí escuchar?

-La lagartijita encima de tu hombro te estaba descri­biendo todo lo que veía su hermana. Te estaba hablando. Te estaba diciendo todo, y tú no hiciste caso. En cambio, creíste que las palabras de la lagartija eran tus propios pensamientos.

‑Pero si eran mis propios pensamientos, don Juan.

‑No lo eran. Esa es la naturaleza de esta brujería, Para decirte la verdad, la visión es más para escucharse que para mirarse. Lo mismo me pasó a mí. Estaba a punto de advertírtelo cuando recordé que mi benefactor no me lo advirtió a mi tampoco.

‑¿Fue su experiencia como la mía, don Juan?

‑No. La mía fue un viaje infernal. Casi me muero.

‑¿Por qué fue infernal?

‑A lo mejor porque yo no le caía bien a la yerba del diablo, o porque no tenía claro lo que quería preguntar. Como tú ayer. Has de haber estado pensando en esa mu­chacha cuando preguntaste por los libros.

‑No me acuerdo de eso.

-Las lagartijas nunca yerran; toman cada pensamiento como una pregunta. La lagartija volvió y te dijo cosas de H que nadie podrá entender jamás, porque ni siquiera tú sabes cuáles eran tus pensamientos.

‑¿y la otra visión que tuve?

‑Tus pensamientos han de haber estado firmes cuando hiciste esa pregunta. Y así es como hay que conducir esta brujería: con claridad.

‑¿O sea que la visión de la muchacha no debe tomarse en serio?

‑¿Cómo puede tomarse en serio si no sabes qué pregun­tas estaban contestando las lagartijitas?

‑¿Sería más claro para la lagartija si uno hiciera una sola pregunta?

‑Sí, sería más claro. Si pudieras sostener con firmeza un solo pensamiento.

‑¿Pero qué ocurriría, don Juan, si la única pregunta no fuera sencilla?

‑Mientras tu pensamiento sea firme y no se meta en otras cosas, es claro para las lagartijitas, y entonces su respuesta es clara para ti.

‑¿Puede uno hacer más preguntas a las lagartijas mien­tras va avanzando en la visión?

‑No. La visión es para mirar lo que las lagartijas te estén diciendo. Por eso dije que es una visión para oír más que una visión para ver. Por eso te pedí tratar asuntos no personales. Por lo general, cuando la pregunta trata de personas, tu ansia de tocarlas o de hablarles es demasiado fuerte, y la lagartija deja de hablar y la brujería se deshace. Deberás saber mucho más que ahora antes de querer ver cosas que te conciernan en lo personal. La próxima vez debes escuchar con cuidado. Estoy seguro de que las lagartijitas te dijeron muchas, muchas cosas, pero no estabas escuchando.

 

Viernes, 19 de abril, 1963

‑¿Qué son todas las cosas que molí para la pasta, don Juan?

‑Semillas de yerba del diablo y los gorgojos que viven de las semillas. La medida es un puño de cada cosa ‑ahue­có la mano derecha para mostrarme cuánto.

Le pregunté qué ocurriría si un elemento se usara solo, sin los demás. Dijo que tal procedimiento sólo produciría el antagonismo de la yerba del diablo y de las lagartijas.

‑No debes enemistarte con las lagartijas ‑dijo‑, por­que al otro día, cuando esté atardeciendo, tienes que re­gresar al sitio de tu planta. Háblales a todas las lagartijas y pide que salgan otra vez a las dos que te ayudaron en la brujería. Busca por todas partes hasta que esté oscuro. Si no puedes hallarlas, debes intentarlo de nuevo al otro día. Sí eres fuerte hallarás a las dos, y entonces tendrás que comértelas allí mismo. Y tendrás por siempre la facultad de ver lo desconocido. Ya nunca necesitarás coger lagartijas para practicar esta brujería. Vivirán dentro de ti desde entonces.

‑¿Qué hago si nada más encuentro una?

‑Si nada más encuentras una, debes dejarla ir al final de tu búsqueda. Si la encuentras el primer día, no la guardes con la esperanza de coger a la otra al día siguiente. Eso nada más echaría a perder tu amistad con ellas.

‑¿Qué sucede si no puedo hallarlas para nada?

‑Creo que eso seria lo mejor para ti. Quiere decir que debes coger dos lagartijas cada vez que necesites su ayuda, pero también quiere decir que eres libre.

‑¿Cómo, libre?

‑Libre de ser esclavo de la yerba del diablo. Si las lagartijas viven dentro de ti, la yerba del diablo no te dejará ir jamás.

‑¿Es malo eso?

‑Claro que es malo. Te apartará de todo lo demás. Tendrás que pasar la vida cultivándola como aliado. Es posesiva. Una vez que te domina, sólo hay un camino a seguir: el suyo.

‑¿Y si hallo muertas a las lagartijas?

‑Si hallas muerta a una o a las dos, no debes tratar de hacer esta brujería durante un tiempo. Déjala descansar un rato.

"Creo que sólo esto necesito decirte; lo que te he dicho es la regla. Cada vez que practiques por tu cuenta esta brujería, debes sentarte frente a tu planta y seguir todos los pasos que te he descrito. Otra cosa, No debes comer ni beber hasta que la brujería esté terminada."


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