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TOLTECA UNIVERSAL - don juan 4


IV

 

Don Juan casi nunca hablaba abiertamente de Mescalito. Cada vez que yo lo interrogaba sobre el tema se negaba a contestar, pero siempre decía lo suficiente para crear una impresión de Mescalito: impresión que siempre era antropo­mórfica. Mescalito era masculino, no sólo por el género gra­matical de su nombre, sino también por sus constantes cuali­dades de ser protector y maestro. Don Juan reafirmaba estas características en formas diversas cada vez que hablábamos.

 

Domingo, 24 de diciembre, 1961

‑La yerba del diablo nunca ha protegido a nadie. Sólo sirve para dar poder. Mescalito, en cambio, es manso, como un niñito.

‑Pero dijo usted que Mescalito es a veces aterrador.

‑Claro que es aterrador, pero una vez que lo conoces es manso y bondadoso.

‑¿Cómo muestra su bondad?

‑Es un protector y un maestro.

‑¿Cómo protege?

‑Puedes guardarlo contigo a toda hora y él verá que nada malo te ocurra.

‑¿Cómo puede uno guardarlo consigo a toda hora?

‑En una bolsita, amarrada con un cordón debajo del brazo o alrededor del cuello.

‑¿Lo tiene usted consigo?

‑No, porque yo tengo un aliado. Pero otra gente si.

‑¿Qué enseña?

‑Enseña a vivir como se debe.

‑¿Cómo enseña?

‑Enseña las cosas y te dice lo que son.

‑¿Cómo?

‑Tendrás que ver por ti mismo.

 

Martes, 30 de enero, 1962

‑¿Qué ve usted cuando Mescalito lo lleva consigo, don Juan?

‑De esas cosas no se platica. No puedo decirte eso.

‑¿Le pasaría algo malo si me dijera?

‑Mescalito es un protector, un protector manso y bueno, pero eso no quiere decir que pueda uno burlarse de él. Por ser un protector bueno también puede ser el horror mismo para los que no le gustan.

‑No quiero burlarme de él. Sólo quiero saber qué hace hacer o ver a otras personas. Yo le describí a usted todo cuanto Mescalito me hizo ver, don Juan.

‑Contigo es diferente, a lo mejor porque no conoces sus modos. Hay que enseñarte sus modos como se enseña a caminar a un niño.

‑¿Cuánto tiempo más hay que enseñarme?

‑Hasta que él mismo empiece a tener sentido para ti.

‑¿Y entonces?

‑Entonces comprenderás solo. Ya no tendrás que decir­me nada.

‑¿Puede usted decirme solamente a dónde lo lleva Mescalito?

-No puedo hablar de eso.

‑Nada más quiero saber si hay otro mundo al cual lleva a la gente.

‑Hay.

‑¿Es el cielo?

‑Te lleva a través del cielo.

-Quiero decir, ¿es el cielo donde está Dios?

‑Ya te estás haciendo el pendejo. No sé dónde está Dios.

-¿Es, Mescalito, Dios el único Dios? ¿O es uno de los dioses?

-Es sólo un protector y un maestro. Es un poder.

‑¿Es un poder dentro de nosotros mismos?

‑No. Mescalito no tiene nada que ver con nosotros mismos. Está fuera de nosotros.

‑Entonces todo el que ve a Mescalito debe verlo en la misma forma.

‑No, de ninguna manera. No es el mismo para todos.

 

Jueves, 12 de abril, 1962

‑¿Por qué no me dice más sobre Mescalito, don Juan?

‑No hay nada que decir.

‑Ha de haber miles de cosas que yo debería saber antes de encontrarme de nuevo con él.

‑No. A lo mejor para ti no hay nada que debas saber. Como ya te dije, no es el mismo para todos.

‑Lo sé, pero de cualquier modo me gustaría saber qué opinan otros acerca de él.

‑La opinión de aquellos que se preocupan por hablar de él no vale mucho. Ya verás. Lo más probable es que hables de él hasta cierto punto, y de allí en adelante no vuelvas a mencionarlo.

‑¿Puede usted contarme de sus primeras experiencias?

‑¿Para qué?

‑Así sabré cómo portarme con Mescalito.

‑Tú ya sabes más que yo, Jugaste de verdad con él. Algún día verás cuán bueno fue contigo el protector. Estoy seguro de que esa primera vez te dijo muchas, muchas cosas, pero estabas sordo y ciego.

 

Sábado, 14 de abril, 1962

‑¿Toma Mescalito cualquier forma cuando se muestra?

‑Sí, cualquier forma.

‑Entonces, ¿cuáles son las formas más comunes que us­ted conoce?

‑No hay formas comunes.

‑¿Quiere usted decir, don Juan, que se aparece en cual­quier forma hasta a los hombres que lo conocen bien?

‑No. Se aparece en cualquier forma a los que apenas lo conocen un poco, pero para quienes lo conocen bien es siempre constante.

‑¿Cómo es constante?

‑A veces se les aparece como un hombre, igual que nosotros, o como una luz. Nada más una luz.

-¿Cambia alguna vez Mescalito su forma permanente con quienes lo conocen bien?

‑No que yo sepa.

 

Viernes, 6 de julio, 1962

Don Juan y yo iniciamos un viaje el sábado 23 de junio, al atardecer. Dijo que íbamos a buscar honguitos en el estado de Chihuahua. Dijo que sería un viaje largo y duro. Tenía razón. Llegamos a un pequeño pueblo minero en el norte de Chihuahua a las 10 p.m. del miércoles 27 de junio. Caminamos desde el sitio donde estacioné el coche, en las afueras del pueblo, hasta la casa de sus amigos, un indio tarahumara y su esposa. Allí dormimos.

A la mañana siguiente, el hombre nos despertó a eso de las cinco. Nos llevó atole y frijoles. Tomó asiento y habló con don Juan mientras comíamos, pero nada dijo sobre nuestro viaje.

Después del desayuno, el hombre puso agua en mi can­timplora y dos panes de dulce en mi mochila. Don Juan me entregó la cantimplora, se colgó la mochila a la espal­da con un cordón, agradeció al hombre su cortesía y, vol­viéndose hacia mi, dijo:

‑Es hora de irse.

Anduvimos cosa de kilómetro y medio sobre el camino de tierra. Después cortamos a través de los campos, y en dos horas nos hallamos al pie de los cerros al sur del pueblo. Ascendimos las suaves laderas en dirección suroeste aproxi­mada: Cuando llegamos a las pendientes más abruptas, don Juan cambió de dirección y seguimos hacia el este, sobre un valle alto. Pese a su edad avanzada, don Juan mantenía un paso tan increíblemente rápido que al medio­día yo estaba agotado por completo. Nos sentamos y él abrió el saco de pan.

‑Puedes comer todo si quieres ‑dijo,

‑¿Y usted?

‑No tengo hambre, y después no necesitaremos esta comida,

Yo estaba muy cansado y hambriento y acepté su oferta. Sentí que aquél era un buen momento para hablar sobre el propósito de nuestro viaje, y como incidentalmente pre­gunté:

‑¿Piensa usted que nos quedaremos aquí mucho tiempo?

‑Estamos aquí para juntar un poco de Mescalito. Nos quedaremos hasta mañana,

‑¿Dónde está Mescalito?

‑En todo el rededor.

Cactos de muchas especies crecían en profusión por toda la zona, pero no pude ver peyote entre ellos.

Echamos a andar de nuevo y a eso de las 3 llegamos a un valle largo y angosto, con empinadas colinas a los lados.

Me sentía extrañamente excitado ante la idea de hallar peyote, que nunca había visto en su medio natural. Entra­mos en el valle, y hemos de haber caminado unos ciento veinte metros cuando de pronto localicé tres inconfundibles plantas de peyote. Estaban agrupadas, unos centímetros por encima del terreno frente a mí, a la izquierda del sendero. Parecían rosas verdes redondas y pulposas. Corrí hacia ellas, señalándolas a don Juan.

El no me hizo caso y deliberadamente me dio la espalda al alejarse. Me di cuenta que había hecho lo que no debía, y durante el resto de la tarde caminamos en silencio, cru­zando despacio el suelo llano del valle, cubierto de piedras pequeñas y agudas. Pasábamos entre los cactos, espantando multitudes de lagartijas y a veces un pájaro solitario. Y yo dejé atrás veintenas de plantas de peyote sin decir una palabra.

A las 6 estábamos al pie de las montañas que marca­ban el final del valle. Trepamos a una saliente. Don Juan dejó su saco y se sentó.

Yo tenía hambre de nuevo, pero no nos quedaba comida; sugerí que recogiéramos el Mescalito y volviéramos al pue­blo. Pareció molestarse y chasqueó los labios. Dijo que íbamos a pasar la noche allí.

Permanecimos sentados en silencio. Había una pared de roca a la izquierda, y a la derecha estaba el valle recién atravesado. Se extendía una distancia considerable y pare­cía ser más ancho y menos llano de lo que yo pensaba. Desde esta perspectiva, se le veía lleno de cerritos y pro­tuberancias.

‑Mañana echamos a andar de regreso ‑dijo don Juan sin mirarme y señalando el valle. Caminamos de vuelta y lo recogemos al cruzar el campo. Es decir, lo recogeremos sólo cuando se nos presente en nuestro camino. El nos encontrará y no al revés. El nos encontrará . . . si quiere.

Don Juan se reclinó contra el farallón y, con la cabeza vuelta hacia un lado, continuó hablando como si hubiera allí otra persona aparte de mi.

‑Otra cosa. Sólo yo puedo recogerlo. Tú a lo mejor pue­das cargar la bolsa, o caminar delante de mi; todavía no sé. Pero mañana ¡no vayas a señalarlo como hiciste hoy!

‑Lo siento, don Juan.

‑Está bien. No sabías.

‑¿Le enseñó su benefactor todo esto sobre Mescalito?

‑¡No! Nadie me ha enseñado sobre él. Mi maestro fue el mismo protector.

‑¿Entonces mescalito es como una persona con quien se puede hablar?

-No, no es.

-¿Entonces cómo enseña?

Permaneció callado un rato.

‑¿Te acuerdas de la vez que jugaste con él? Entendiste lo que quería decir, ¿no?

‑¡SI!

-Así enseña. No lo sabías entonces, pero si le hubieras prestado atención te habría hablado.

‑¿Cuándo?

‑Cuando lo viste por primera vez.

Parecía muy molesto por mis preguntas. Le dije que tenia que preguntar todo esto porque deseaba averiguar cuanto pudiese.

-¡No me preguntes a ! ‑sonrió con malicia‑. Pre­gúntale a él. La próxima vez que lo veas, pregúntale todo lo que quieres saber.

-Entonces Mescalito es como una persona con quien se puede . . .

No me dejó terminar. Se dio vuelta, recogió la cantim­plora, bajó de la saliente y desapareció al rodear la roca. Yo no quería estar allí solo, y aunque no me había pedido acompañarlo fui tras él. Caminamos unos ciento cincuen­ta metros hasta un arroyuelo. Se lavó manos y cara y llenó la cantimplora. Hizo buches de agua, pero no la tra­gó. Saqué un poco de agua en el hueco de mis manos y bebí, pero él me detuvo y dijo que era innecesario beber.

Me dio la cantimplora y echó a andar de regreso a la saliente. Al llegar volvimos a sentarnos mirando el valle, de espaldas contra el farallón. Pregunté si podíamos en­cender un fuego. Reaccionó como si fuera inconcebible pre­guntar tal cosa. Dijo que por esa noche éramos huéspedes de Mescalito y que él nos daría calor.

Ya anochecía. Don Juan extrajo de su saco dos delgadas cobijas de algodón, echó una en mi regazo y, con la otra sobre los hombros, se sentó cruzando las piernas. Abajo, el valle estaba oscuro, sus contornos ya difusos en la bruma del atardecer.

Don Juan estaba inmóvil, encarando el campo de peyote. Un viento continuo soplaba en mi rostro.

‑El crepúsculo es la raja entre los mundos ‑dijo él suavemente, sin volverse hacia mí.

No pregunté qué quería decir. Mis ojos se cansaron. De súbito me sentí exaltado, tenía un deseo extraño y ava­sallador de llorar.

Me acosté boca abajo. El piso de roca era duro e incó­modo y yo tenía que cambiar de postura cada pocos minu­tos. Finalmente me senté y crucé las piernas, poniendo la cobija sobre mis hombros. Para mi sorpresa, tal posición era perfectamente cómoda, y me quedé dormido.

Al despertar, oía don Juan hablarme. Estaba muy oscu­ro. No podía verlo bien. No comprendí qué cosa decía, pero le seguí cuando empezó a descender de la saliente. Nos desplazamos cuidadosamente, o al menos yo, a causa de la oscuridad. Nos detuvimos al pie del farallón. Don Juan tomó asiento y con una seña me indicó sentarme a su izquierda. Desabotonó su camisa y sacó una bolsa de cuero, la cual abrió y colocó en el suelo frente a él. Contenía botones secos de peyote.

Tras una pausa larga tomó uno de los botones. Lo sostu­vo en la mano derecha, frotándolo varias veces entre pul­gar e índice mientras canturreaba suavemente. De pronto dejó escapar un grito tremendo,

‑¡Aíííí!

Fue sobrecogedor, inesperado. Me aterró. Vagamente lo vi poner el botón de peyote en su boca y empezar a mas­carlo. Tras un momento recogió el saco, se inclinó hacia mí y me susurró que tomara el saco, cogiera un mescalito, volviera a poner el saco frente a nosotros, y luego hiciera exactamente lo que él.

Tomando un botón de peyote, lo froté como él había hecho. Mientras tanto, don Juan canturreaba, oscilando a un lado y a otro. Traté varias veces de meter el botón en mi boca, pero me avergonzaba gritar. Entonces, como en un sueño, un alarido increíble salió de mí: ¡Aíííí! Por un momento pensé que se trataba de alguien más. De nuevo sentí en el estómago los efectos de un shock nervioso. Estaba cayendo hacia atrás. Me estaba desmayando. Metí en mi boca el botón de peyote y lo masqué. Tras un rato don Juan tomó otro de la bolsa. Me sentí aliviado al ver que lo ponía en su boca tras un canturreo corto. Me pasó la bolsa, y volvía dejarla frente a nosotros después de sacar un botón. Este ciclo se repitió cinco veces antes de que yo notara algo de sed. Recogí la cantimplora para beber, pero don Juan me dijo que sólo me lavara la boca, y que no bebiera porque vomitaría.

Agité repetidamente el agua dentro de mi boca. En deter­minado momento la tentación de beber fue formidable, y tragué un poco. Inmediatamente mi estómago empezó a con­vulsionarse. Esperaba yo un fluir indoloro y fácil, como durante mi primera experiencia con el peyote, pero para mi sorpresa tuve sólo la sensación común de vomitar. No duró mucho, sin embargo.

Don Juan cogió otro botón y me entregó la bolsa, y el ciclo se renovó y repitió hasta que hube mascado catorce botones. Para entonces, todas mis sensaciones iniciales de sed, frío e incomodidad habían desaparecido. En su lugar tenía una novedosa sensación de tibieza y excitación. Tomé la cantimplora para refrescarme la boca, pero estaba vacía.

 

‑¿Podemos ir al arroyo, don Juan?

En vez de proyectarse hacia afuera, el sonido de mi voz pegó en el velo del paladar, rebotó hacia la garganta y resonó entre ambos en una y otra dirección. El eco era suave y musical, y parecía aletear dentro de mi garganta. El roce de las alas me apaciguaba. Seguí sus movimientos de ida y vuelta hasta que desapareció.

Repetí la pregunta. Mi voz sonó como si me hallase ha­blando dentro de una bóveda.

Don Juan no respondió. Me levanté y me volví en direc­ción del arroyo, Lo miré para ver si venía, pero él parecía escuchar algo atentamente.

Hizo un ademán imperativo de guardar silencio.

-¡Abuhtol [?] ya está aquí! -dijo.

Yo nunca había oído esa palabra, y meditaba si pre­guntarle sobre ella cuando percibí un ruido que parecía ser un zumbido dentro de mis orejas. El sonido se hizo gradualmente más fuerte, hasta semejar la vibración causa­da por un enorme zumbador. Duró un momento breve y se fue apagando hasta que todo estuvo otra vez en silencio. La violencia y la intensidad del ruido me aterraron. Tem­blaba tanto que apenas podía permanecer en pie; sin embar­go, mi estado era perfectamente racional. Si unos minutos antes me hallaba soñoliento, esta sensación había desapare­cido por entero, dando paso a una lucidez extrema. El ruido me recordó una película de ficción científica en que las alas de una abeja gigantesca zumbaban al salir de un área de radiación atómica. Reí de la idea. Vi a don Juan recli­narse para recuperar su postura relajada. Y de pronto volvió a acosarme la imagen de una abeja gigantesca. La imagen era más real que los pensamientos comunes. Estaba sola, rodeada de una claridad extraordinaria. Todo lo demás fue expulsado de mi mente. Este estado de claridad mental, sin precedente en mi vida, produjo otro momento de terror.

Empecé a sudar. Me incliné hacia don Juan para decirle que tenía miedo. Su rostro estaba a unos centímetros del mío. Me miraba, pero sus ojos eran los ojos de una abeja. Parecían anteojos redondos, con luz propia en la oscuridad. Sus labios formaban una trompa y de ellos surgía un ruido acompasado: "Pehtuh‑peh‑tuh‑peh‑tuh." Salté hacia atrás, casi chocando contra el muro de roca. Durante un tiempo al parecer infinito experimenté un miedo insoportable. Ja­deaba y gemía. El sudor se había congelado sobre mi piel, dándome una rigidez incómoda. Entonces oí la voz de don Juan diciendo:

‑¡Levántate! ¡Muévete! ¡Levántate!

La imagen se desvaneció y de nuevo pude ver su rostro familiar.

-Voy por agua ‑dije tras otro momento interminable. Mi voz se quebraba. Apenas me era posible articular las palabras. Don Juan asintió. Mientras me alejaba, advertí que el miedo se había ido en forma tan rápida y misterio­sa como su llegada.

Al acercarme al arroyo noté que podía ver cada objeto en el camino. Recordé que acababa de ver claramente a don Juan, cuando antes apenas podía distinguir sus contor­nos. Me detuve y miré la distancia, y pude ver incluso el otro lado del valle. Algunos peñascos que había allí se hicieron perfectamente visibles. Pensé que debería ser de madrugada, pero se me ocurrió que tal vez hubie­ra perdido la noción del tiempo. Miré mi reloj. ¡Eran las 12 :10! Revisé el reloj para ver si estaba funcionando. No podía ser mediodía: ¡tenía que ser medianoche! Pla­neaba correr por el agua y volver a las rocas, pero vi acercarse a don Juan y lo esperé. Le dije que podía ver en la oscuridad.

El se quedó mirándome largo rato sin decir palabra; si acaso habló, no lo oí, pues me hallaba concentrado en mi nueva y única capacidad de ver en lo oscuro. Podía distin­guir los guijarros minúsculos en la arena. En momentos todo estaba tan claro que parecía ser madrugada o atardecer. Luego se oscurecía; luego se aclaraba de nuevo. Pronto ad­vertí que la luminosidad correspondía a la diástole de mi corazón, y la oscuridad a la sístole. El mundo se hacía brillante y oscuro y brillante de nuevo con cada latido de mi corazón.

Estaba absorto en este descubrimiento cuando el extraño sonido que había oído antes se hizo audible otra vez. Mis músculos se tensaron.

‑Anuhctal [según oí la palabra en esta ocasión] está aquí ‑dijo don Juan. Yo imaginaba el bramido tan atronante, tan avasallador, que nada más importaba. Cuando amainó, percibí un aumento súbito en el volumen de agua. El arroyo, que un minuto antes había tenido una anchura de menos de treinta centímetros, se expandió hasta ser un lago enorme. Luz que parecía venir de encima de él tocaba la superficie como brillando a través de follaje espeso. De tiempo en tiempo el agua cintilaba un segundo: dorada y negra. Luego quedaba oscura, sin luz, casi fuera de vis­ta y sin embargo extrañamente presente.

No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí, nada más que observando, acuclillado a la orilla del lago negro. El rugido debió de calmarse mientras tanto, pues lo que me hizo re­gresar con violencia (¿a la realidad?) fue otro zumbido aterrador. Me volví para buscar a don Juan. Lo vi trepar y desaparecer tras la saliente de roca. Sin embargo, el sen­timiento de estar solo no me molestaba en absoluto; reposa­ba allí en un estado de abandono y confianza totales. El bramido se hizo audible de nuevo; era muy intenso, como el ruido causado por un viento alto. Escuchándolo con todo el cuidado posible, logré reconocer una melodía defini­da. Era un conglomerado de sonidos agudos, como voces humanas, acompañado por un tambor bajo, grave. Enfoqué toda mi atención en la melodía, y nuevamente noté que la sístole y la diástole de mi corazón coincidían con el sonido del tambor y con la pauta de la música.

Me levanté y la melodía cesó. Traté de escuchar mi co­razón, pero el latido no era localizable. Me acuclillé de nuevo, pensando que acaso la posición de mi cuerpo había causado o inducido los sonidos. ¡Pero nada ocurrió! ¡Ni un sonido! ¡Ni siquiera mi corazón! Pensé que ya era bastante, pero al ponerme en pie para marcharme sentí un temblor de tierra. El suelo bajo mis pies se estremecía. Perdí el equilibrio. Caí hacia atrás y quedé bocarriba mien­tras la tierra se sacudía con violencia. Traté de aferrar una roca o una planta, pero algo se deslizaba debajo de mí. Me incorporé de un salto, estuve de pie un momento y volví a caer. El terreno donde me hallaba se movía, desli­zándose hacia el agua como una balsa. Permanecí inmóvil, atontado por un terror que, como todo lo demás, era úni­co, ininterrumpido y absoluto.

Surqué las aguas del lago negro encaramado en un frag­mento de la ribera que parecía un tronco de barro. Tenía la sensación de ir más o menos hacia el sur, transportado por la corriente. Podía ver el agua moverse y arremolinarse en torno mío. Se sentía fría al tacto, y curiosamente pesada. La imaginé viva.

No había orillas ni puntos de referencia discernibles, ni puedo evocar las ideas o sentimientos que debieron de asal­tarme durante aquel viaje. Tras lo que parecieron horas de ir a la deriva, mi balsa dio un viraje en ángulo recto hacia la izquierda, el este. Siguió deslizándose sobre el agua por una distancia muy corta, e inesperadamente chocó contra algo. El golpe me aventó hacia adelante. Cerré los ojos y sentí un dolor agudo al golpear el suelo con las ro­dillas y con los brazos extendidos. Después de un momento, alcé la mirada. Yacía sobre el polvo. Era como si mi tronco de barro se hubiese fundido con la tierra. Me senté y volví la cara. ¡El agua retrocedía! Se desplazaba hacia atrás, como una ola en la resaca, hasta desaparecer.

Quedé allí sentado largo tiempo, tratando de organizar mis pensamientos y de integrar en una unidad coherente todo lo ocurrido. Mi cuerpo entero estaba adolorido. Sen­tía la garganta como llaga viva; me había mordido los labios al "desembarcar". Me incorporé. El viento me dio concien­cia de tener frío, Mi ropa estaba mojada. Las manos y quijadas y rodillas me temblaban con tal violencia que hube de acostarme nuevamente. Gotas de sudor resbalaban a mis ojos, quemándolos hasta hacerme gritar de dolor.

Tras un rato recobré en cierta medida la estabilidad y me levanté. En el crepúsculo oscuro, la escena era muy clara. Di unos pasos. Me llegó distintamente el sonido de muchas voces humanas. Parecían estar hablando alto. Seguí el so­nido; caminé menos de cincuenta metros y me detuve de pronto. Había llegado al final del camino. El sitio donde me hallaba era un corral formado por grandes peñascos. Podía yo distinguir otra fila, y otra, y otra, hasta que se fundían con la montaña empinada. De entre ellos surgía la música más exquisita. Era un fluir sonoro ágil, cons­tante, extraño.

Al pie de un peñasco vi a un hombre sentado en el suelo, con el rostro vuelto casi de perfil. Me acerqué hasta ha­llarme quizá a tres metros de él; entonces volvió la cabeza y me miró. Me detuve: ¡sus ojos eran el agua que yo acababa de ver! Tenían el mismo volumen enorme, el cinti­lar de oro y negro. La cabeza del hombre era puntiaguda como una fresa; su piel era verde, salpicada de innumera­bles verrugas. A excepción de la forma en punta, su cabeza era exactamente como la superficie de la planta del peyote. Me quedé inmóvil, mirándolo; no podía apartar los ojos de él.

Sentí que me estaba presionando deliberadamente el pecho con el peso de sus ojos. Me ahogaba. Perdí el equi­librio y me desplomé. Sus ojos se desviaron. Oí que me hablaba. Al principio su voz fue como el manso crujir de una brisa ligera. Luego la percibí como música -como una melodía cantada‑ y "supe" que estaba diciendo:

‑¿Qué quieres?

Me arrodillé frente a él y hablé de mi vida. Luego lloré. Me miró de nuevo. Sentí que sus ojos tiraban de mi y pensé que ese sería el momento de mi muerte. Me hizo seña de acercarme. Vacilé un segundo antes de dar un paso. Mientras me acercaba, él apartó de mí los ojos y me enseñó el dorso de su mano. La melodía dijo: "¡Mira!" En me­dio de la mano había un agujero redondo. "¡Mira!", dijo otra vez la melodía. Me asomé al agujero y me vi a mí mismo. Estaba muy viejo y débil y corría encorvado; chispas brillantes volaban en todo mi derredor. Luego tres de las chispas me golpearon, dos en la cabeza y una en el hombro izquierdo. Mi figura, en el agujero, se irguió por un mo­mento hasta hallarse totalmente vertical, y luego desapare­ció junto con el hoyo.

Mescalito volvió de nuevo los ojos a mí. Estaban tan cerca que yo los "oía" retumbar suavemente con ese sonido peculiar tantas veces oído esa noche. Fueron apaciguándose hasta ser como un estanque quieto, ondulado por destellos de oro y negro.

Apartó los ojos una vez más y, saltando como grillo, se alejó cosa de cincuenta metros. Saltó otra y otra vez, y des­apareció en la lejanía.

Lo siguiente que recuerdo es haber echado a andar. Muy racionalmente, traté de reconocer puntos de referencia, tales como montañas en la distancia, para orientarme. Durante toda la experiencia me habían obsesionado los puntos car­dinales, y creía yo que el norte debía estar a mi izquierda. Caminé en esa dirección bastante rato antes de advertir que ya era de día y que ya no estaba usando mi "visión noc­turna". Recordé que tenía reloj y vi la hora. Eran las 8.

A eso de las 10 llegué a la saliente donde había estado la noche anterior. Don Juan yacía dormido en el suelo.

‑¿Dónde has estado? ‑dijo.

Me senté a tomar aire. Tras un largo silencio, don Juan preguntó:

-¿Lo viste?

Empecé a narrar la sucesión de mis experiencias desde el principio, pero me interrumpió diciendo que todo cuanto importaba era si lo había yo visto o no. Me preguntó si Mescalito había estado cerca de mí. Le dije que casi lo había tocado.

Esa parte de mi relato le interesó. Escuchó atentamente cada detalle, sin comentar, interrumpiendo sólo para inqui­rir sobre la forma del ente que yo había visto, su talante, y otros detalles acerca de él. Era como mediodía cuando don Juan pareció haber oído suficiente. Se levantó y ama­rró a mi pecho un saco de lona; me ordenó caminar tras él y dijo que él iba a cortar a Mescalito y que yo debía recibirlo en mis manos y meterlo con delicadeza en el saco.

Bebimos un poco de agua y empezamos a caminar. Cuan­do llegamos al borde del valle, don Juan pareció titubear un momento sobre la dirección a seguir. Una vez que hubo elegido anduvimos en línea recta.

Cada vez que llegábamos a una planta de peyote, se acu­clillaba frente a ella y muy gentilmente cortaba la parte superior con su cuchillo corto y serrado. Hacía una incisión al nivel del suelo y rociaba la "herida", como él la lla­maba, con polvo puro de azufre que llevaba en una bolsa de cuero. Sostenía el botón fresco en la mano izquierda y esparcía el polvo con la derecha. Luego se ponía en pie para entregarme el botón, que yo recibía con ambas manos, como él había prescrito, y colocaba dentro del saco.

‑Mantente derecho y no dejes que la bolsa toque la tierra ni las matas ni ninguna otra cosa ‑me decía repeti­damente, como si pensara que yo lo olvidaría.

Recogimos sesenta y cinco botones. Cuando el saco estu­vo completamente lleno, lo puso sobre mi espalda y ama­rró otro a mi pecho. Al terminar de cruzar la meseta te­níamos dos sacos llenos, que contenían ciento diez botones de peyote. Los sacos eran tan pesados y voluminosos que yo apenas podía caminar bajo su bulto y su peso.

Don Juan me susurró que las bolsas estaban pesadas por­que Mescalito quería regresar a la tierra. Dijo que la triste­za de dejar su morada era lo que hacía pesado a Mescalito; mi verdadera tarea era no dejar que los sacos tocaran el suelo, porque si lo hacía, Mescalito jamás me permitiría tomarlo de nuevo.

En un momento particular la presión de las correas sobre mis hombros se hizo insoportable. Algo estaba ejerciendo una fuerza tremenda, tirando hacia abajo. Sentí mucha aprensión. Noté que había empezado a caminar más rápida­mente, casi a correr; iba por así decirlo trotando detrás de don Juan.

De pronto disminuyó el peso sobre mi pecho y mi espal­da. La carga se hizo esponjosa y ligera. Corrí libremente para alcanzar a don Juan, que iba delante de mí. Le dije que ya no sentía el peso. Me explicó que ya habíamos dejado la morada de Mescalito.

 

Martes, 3 de julio, 1962

‑Creo que Mescalito casi te ha aceptado ‑dijo don Juan.

‑¿Por qué dice usted que casi me ha aceptado, don Juan?

‑No te mató, ni siquiera te hizo daño. Te dio un buen susto, pero no uno malo de verdad. Si no te hubiera acep­tado para nada, se te habría aparecido monstruoso y lleno de ira. Algunas gentes han aprendido lo que significa el horror al encontrárselo y no ser aceptadas.

‑Si es tan terrible, ¿por qué no me lo dijo usted antes de llevarme al campo?

‑No tienes valor suficiente para buscarlo a propósito. Pensé que era mejor que no supieses.

‑¡Pero pude haber muerto, don Juan!

‑sí, pudiste. Pero yo estaba seguro de que te iba a ir bien. Una vez jugó contigo. No te hizo daño. Pensé que también esta vez tendría compasión de ti.

Le pregunté si realmente pensaba que Mescalito me ha­bía tenido compasión. La experiencia había sido aterradora; yo sentía casi haber muerto de susto.

Dijo que Mescalito fue de lo más bondadoso conmigo; me enseñó una escena que era una respuesta a una pregun­ta. Don Juan dijo que Mescalito me había dado una lec­ción. Le pregunté cuál era la lección y qué significaba. Dijo que sería imposible responder a esa pregunta porque yo había tenido demasiado miedo para saber exactamente qué le preguntaba a Mescalito.

Don Juan sondeó mi memoria con respecto a lo que había dicho a Mescalito antes de que él me enseñara la escena en su mano. Pero yo no podía acordarme. Todo cuanto recordaba era haber caído de rodillas a "confesarle mis pe­cados".

Don Juan no pareció tener interés en hablar más de eso. Le pregunté:

‑¿Puede enseñarme la letra de las canciones que usted cantaba?

‑No, no puedo. Esas palabras son mías, las palabras que el protector mismo me enseñó. Las canciones son mis canciones. No puedo decirte cuáles son.

‑¿Por qué no puede decirme, don Juan?

‑Porque esas canciones son un lazo entre el protector y yo. Estoy seguro de que algún día él te enseñará tus propias canciones. Espera hasta entonces, y nunca jamás copies ni preguntes las canciones que pertenecen a otra gente.

‑¿Cuál era el nombre que usted pronunció? ¿Puede decirme eso, don Juan?

‑No. Su nombre nunca puede pronunciarse más que para llamarlo.

‑¿Y si yo quiero llamarlo?

‑Si algún día te acepta, te dirá su nombre. Ese nom­bre será para qué tú solo lo uses, ya sea para llamarlo en voz alta o para decírtelo en silencio a ti mismo. A. lo mejor te dirá que su nombre es José. Quién sabe.

-¿Por qué es malo usar su nombre para hablar de él?

‑Ya viste sus ojos, ¿no? Con el protector no se juega. ¡Por eso no puedo explicarme el hecho de que escogiera jugar contigo!

‑¿Cómo puede ser él un protector si también hace mal a la gente?

‑La respuesta es muy sencilla. Mescalito es un protec­tor porque está a la disposición de cualquiera que lo busque.

‑Pero, ¿no es cierto que todo en el mundo está a la dis­posición de cualquiera que lo busque?

‑No, eso no es cierto. Los poderes aliados sólo están a disposición de los brujos, pero cualquiera puede dispo­ner de Mescalito.

‑Pero entonces ¿por qué daña a cierta gente?

-No a todos les gusta Mescalito, pero todos lo buscan con la idea de sacar provecho sin trabajar. Naturalmente, su encuentro con él siempre es horrendo.

-¿Qué ocurre cuando acepta por entero a alguien?

‑Se le aparece como un hombre, o como una luz. Cuando alguien ha ganado esta clase de aceptación, Mes­calito es constante. Ya no vuelve a cambiar después. A lo mejor cuando te lo encuentres de nuevo será una luz, y al­gún día hasta puede llevarte a volar y revelarte todos sus secretos.

‑¿Qué tengo que hacer para llegar a ese punto, don Juan?

‑Tienes que ser un hombre fuerte, y tu vida tiene que ser verdadera.

‑¿Qué es una vida verdadera?

‑Una vida que se vive con la certeza nítida de estar viviéndola; una vida buena, fuerte.

 


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